ESCAPAR DE LA INFANCIA
Necesidades y derechos de los niños
Un libro de
John Holt
Escape from childhood
The needs and rights of children
© 2019 by HoltGWS LLC
Traducción
Asier Merino Vicario
Ilustración y diseño de portada
Carolina Bensler
Prólogo
Crístian Arenós Rebolledo
Primera edición digital
Noviembre de 2019
ISBN 978-84-949949-3-7
PRÓLOGO
Cuando te encuentras con una propuesta como la que John Holt concibe en este libro, te das cuenta de que las realidades que vivimos nos amojaman, creemos que las cosas son “así”, y que difícilmente pueden llegar a ser de otro modo.
Holt plantea una revisión profunda de nuestro concepto de infancia. Sus propuestas son, para la sociedad de hoy en día, como un terremoto que, al sacudir nuestra cabeza acartonada, nos provoca perplejidad, mareo, confusión y bochorno.
Cada derecho que los niños, según el autor, deberían poseer, viene argumentado con precisión y con audacia. Derechos que, todavía hoy, los niños no han alcanzado, o, lo que es peor, han perdido.
No deberíamos leer este libro (ni ningún otro) sin cuestionarlo. Quizá estemos de acuerdo con todas sus propuestas, quizá con algunas sí y con otras no, dependiendo de nuestro presente y nuestras realidades. A mí, algunas me parecen maravillosas. Otras pueden desembocar en desastre. Pero más allá de celebrar que el autor nos excite las neuronas, o de arrugar el entrecejo ante sus insólitas sugerencias, nuestro concepto de infancia quedará reenfocado para siempre. Lo importante, en realidad, es que nazca un espacio para reformular y repensar nuestra propia forma de afrontar la crianza, los valores de nuestro sistema educativo y nuestra visión sobre la sociedad en relación a la infancia. Y así, poder también cuestionar y enfocar los derechos y libertades de los niños: por ellos, y por nosotros. Para, al menos, intentar sacarlos de la burbuja en la que se les ha confinado, y donde, poco a poco, se están quedando sin aire.
Cristian Arenós Rebolledo
Nota del editor Estadounidense
El texto de esta edición se ha conservado exactamente igual que el de la edición original de 1974, cosa que hará que en el texto aparezcan algunos anacronismos; también algunas direcciones e información sobre ediciones que aparecen en la sección de recursos están sin actualizar. En cualquier caso, las ideas principales de Holt y sus sugerencias concretas sobre cómo acoger a los niños en nuestras vidas adultas, al ritmo y en la medida en que ellos quieran, parecen adelantadas a su tiempo y más actuales que nunca.
Patrick Farenga
Agradecimientos
En mis muchos años de reflexión sobre los niños, sus relaciones con las personas adultas y su lugar en la sociedad he recibido mucha ayuda de mis hermanas Jane Pitcher y Susan Bontecou y de mis amigos y colegas Peggy Hughes, Terry Kros y Margot Priest. Margot también ha tenido largas conversaciones conmigo en cada fase de la preparación del libro, aportándole valiosas ideas y perspectivas.
Paul Goodman en su libro Growing Up Absurd y Peter Marin en su artículo “The Open Truth and Fiery Vehemence of Youth” fueron los primeros que me hicieron plantearme que la versión moderna de la infancia podía no ser la mejor. J. H. van den Berg, en su libro The Changing Nature of Man, fue el primero en sugerirme que se trataba de una idea bastante nueva. Desde entonces he aprendido mucho sobre el que está convirtiéndose en un texto caudal de la historia de la infancia moderna, Centuries of Childhood, de Philip Aries. También he encontrado información y perspectivas útiles en Man’s World, Woman’s Place, de Elizabeth Janeway en The Dialectics of Sex de Shulamith Firestone y en muchos libros y artículos sobre la juventud de Edgar Friedenberg.
A todas ellas y a las muchas otras personas que han debatido sobre esas ideas conmigo, mi agradecimiento más sincero.
Prefacio
Al inicio de su libro The Changing Nature of Man, el historiador de la psicología J. H. van den Berg cuenta una historia sobre el filósofo Martin Buber. Tras impartir una conferencia, Buber siguió el debate con unos amigos en un restaurante. Un hombre judío de mediana edad se presentó, se sentó con ellos y se puso a escuchar el debate con gran interés, pero sin participar en él. Al final del debate se acercó a Buber y le planteó algunas preguntas sobre un joven con el que su hija quería casarse. La duda más importante que le asaltaba era si su futuro yerno se convertiría en abogado de litigios o en abogado consultor. Buber le respondió que, como no conocía al hombre en cuestión, no podía contestarle y que, en realidad, no podría hacerlo ni aun conociéndolo. El hombre le dio las gracias y se fue claramente disgustado.
Berg escribió sobre este incidente:
En esa conversación, una moderna incapacidad hizo pedazos una antigua certeza (la certeza de que las personas sabias son personas que saben). Buber debería haberle dicho “se convertirá en litigante”, o “se convertirá en consultor”.
“¿Cómo puede saberlo?” hubiera gritado el contemporáneo de Buber, como si la acción se basara en el conocimiento. Claro que Buber no podía saberlo, pero nadie le había pedido que lo hiciera. Lo que le habían pedido era consejo; un juicio, no conocimientos. ¿Acaso no es la verdad, la verdad en la relación entre personas, básicamente efecto de la falta de miedo hacia la otra persona? ¿Acaso no es la verdad por encima de todo un resultado, una elaboración de la persona sabia? La persona que sabe crea el futuro con sus palabras
En nuestra época, la gente trata de definir la verdad cada vez más como el resultado de algún tipo de experimento “científico” en el que las cosas se pesan, se miden y se organizan en columnas de cifras. Esa definición resulta muy adecuada para muchas aplicaciones; para otras, incluyendo algunas de las más importantes, no resulta nada adecuada. No parece muy sencillo que saquemos de “experimentos” de ese tipo, conclusiones con respecto a cómo deberíamos y podríamos vivir en comunidad.
Por lo que respecta al futuro, la mayoría de quienes hablan y escriben sobre él lo hacen como si ya existiera y estuviéramos siendo inexorablemente transportados hacia él, como pasajeros de un tren que avanza hacia un lugar que nunca han visto y sobre el que sólo pueden especular. Evidentemente esto no es así. El futuro no existe. No ha sido creado. Sólo lo será cuando lo vivamos. La pregunta que deberíamos estar formulándonos es qué futuro queremos. Este libro es parte de mi respuesta a esa pregunta.
1. El problema de la infancia
Este libro trata sobre la gente joven y su lugar (o la falta de este) en la sociedad moderna. Trata sobre la institución de la infancia moderna, las actitudes, las costumbres y las leyes que definen y sitúan a los niños en la vida moderna, determinando en buena medida cómo son sus vidas y cómo les tratamos las personas adultas. Trata también sobre las muchas maneras en que la infancia moderna me parece nociva para muchos de los que forman parte de ella, y cómo podríamos y deberíamos cambiarla.
Durante mucho tiempo no se me ocurrió cuestionar esa institución. Sólo en los últimos años he empezado a preguntarme si habría otras formas (quizá mejores) de vida posibles para la gente joven. Hasta el momento he llegado a la conclusión de que el hecho de ser “niños”, de estar completamente subordinados y en estado de dependencia, de ser vistos por las personas mayores como una mezcla entre cara molestia, esclavos y súper mascotas hace, en la mayoría de los casos, más mal que bien.
En su lugar, propongo que los derechos, los privilegios, los deberes y las responsabilidades de los ciudadanos adultos se pongan a disposición de las personas jóvenes, no importa su edad, que quieran hacer uso de ellos. Entre otros se incluirían:
1) El derecho a ser tratadas igual por la ley (por ejemplo, el derecho a no ser tratada peor de cómo se trataría a una persona adulta).
2) El derecho a voto y a tomar parte en los asuntos políticos.
3) El derecho a ser legalmente responsables de la propia vida y actos.
4) El derecho al trabajo a cambio de dinero.
5) El derecho a la privacidad.
6) El derecho a la independencia y a la responsabilidad económica (por ejemplo, el derecho a poseer, comprar y vender propiedades, a pedir dinero prestado, a ofrecer créditos, a firmar contratos, etcétera).
7) El derecho a dirigir y gestionar la propia educación.
El derecho a viajar, a vivir fuera de casa, a elegir una casa o construirla.
8) El derecho a recibir del estado el salario mínimo que este garantice a su ciudadanía.
9) El derecho a generar relaciones pseudo familiares fuera de la propia familia basadas en el reconocimiento mutuo (por ejemplo, el derecho a buscar y elegir tutores que no sean los propios progenitores y a depender legalmente de ellos).
10) El derecho a hacer, en general, cualquier cosa que una persona adulta pueda hacer de manera legal.
No he tratado de crear esta lista siguiendo un orden de importancia, ya que lo que es muy importante para unas puede serlo menos para otras. Tampoco creo que todos estos derechos y deberes formen un pack indisoluble y que si se asume alguno de ellos hayan de asumirse todos. Los niños deberían poder seleccionar. Por otro lado, algunos de estos derechos están emparentados con otros por su propia naturaleza; así, el derecho a viajar y a elegir casa no tendrían mucho sentido para alguien que no tenga también derecho a la responsabilidad legal y económica, a trabajar y a recibir un salario.
Algunos de estos derechos están más ligados que otros a cambios en ámbitos como la ley, las costumbres y las actitudes, dependiendo de ellos. Así, quizá les demos a los jóvenes de una cierta edad (pongamos que de catorce años), el derecho a conducir antes de darles el derecho a voto y, seguramente les demos el derecho a voto antes de darles el derecho a casarse o a gestionar sus vidas sexuales. Y no será fácil que les demos el derecho a trabajar en una sociedad que, como la de los Estados Unidos en 1973, tolera unas tasas de desempleo y de pobreza altísimas. Antes de que las personas adultas se pudieran siquiera llegar a plantear la posibilidad de que las jóvenes puedan optar a puestos de trabajo, el país debería tomar la decisión política de, como Suecia o Dinamarca, abolir la pobreza extrema y mantener unas tasas de desempleo bajas. Por la misma regla de tres, ninguna sociedad que niegue el derecho a un trato igual ante la ley a mujeres o minorías, ya sean raciales o de otro tipo estará dispuesta a garantizar ese derecho a los menores.
Está claro que los cambios que propongo no llegarán todos de golpe. Si llegan, será mediante un proceso; una serie de pasos que se irán dando a lo largo de los años. Así, acabamos de reducir la edad de voto, de veintiuno a dieciocho años. Aún deberíamos bajarla más, hasta los quince o los dieciséis, después hasta los catorce o los doce, y así hasta que esta barrera y todas las demás que niegan a los menores la posibilidad de una participación seria, independiente y responsable en el mundo que les rodea se convierta en una realidad. Esto llevará tiempo y quizá es mejor que sea así.
Una mujer negra, tras escuchar una conferencia que di sobre este asunto de la infancia moderna, me preguntó de manera amable, pero insistente porqué le dedicaba mi tiempo a pensar, hablar o escribir sobre este problema en concreto, cuando a mi alrededor había tantos temas evidentemente más serios y acuciantes. ¿Por qué no abordar primero lo primero? Lo que tenía en mente era, por supuesto, los problemas de las personas negras en los Estados Unidos (y quizá en otras partes). Escribo sobre este problema y no sobre otros que también me preocupan (sobre la opresión que sufre la infancia y no sobre la opresión por cuestiones de raza, género, edad o pobreza) por varias razones. En primer lugar, mi preocupación y mis creencias con respecto a esto nacen de mis experiencias como maestro, estudiante y amigo de muchos niños. En segundo lugar, me erijo en portavoz de los niños (aunque nadie me ha propuesto ni designado para tal cargo) en este asunto porque hay muy poca gente que ejerza ese papel y ellos están en una posición muy endeble para defenderse solos. En tercer lugar, escribo con la esperanza de que aquellas personas que me ven como alguien que respeta a los niños y se preocupa por ellos escucharán con una mente un poco más abierta lo que digo, por extraño o espantoso que les parezca.
Nunca resulta sencillo cambiar viejas ideas y costumbres. Alguien escribió que su abuela, cada vez que oía una idea nueva, respondía de dos maneras: “es una locura” o “siempre lo he sabido”. Las cosas que sabemos y las que creemos son parte de nosotros. Sentimos que siempre las hemos sabido. Prácticamente cualquier cosa que no cuadre en nuestra estructura de conocimiento, en nuestro modelo mental de la realidad, nos parecerá probablemente extraña, salvaje, terrible, peligrosa e imposible. La gente defiende aquello a lo que está acostumbrada incluso cuando le hace daño. Nadie puede ser optimista con respecto a la posibilidad de implementar los cambios que propongo en este libro. Nadie puede saber cómo irán las cosas; sólo puedo decir que, si vamos a crear una sociedad y un mundo en el que la gente no sólo pueda vivir, sino que también esté encantada de hacerlo y en el que el mero hecho de vivir la volverá más sabia, responsable y competente, tendremos que aprender a hacer algunas cosas de manera muy diferente.
Quienes vean esos cambios con escepticismo podrían preguntar “Aun si admitiéramos que los cambios que propones mejorarían la realidad, ¿puedes probar que esto se mantendría? ¿No generaría problemas, peligros y consecuencias nocivas?”. La respuesta es que sí que lo haría. Ningún estado de las cosas es permanentemente perfecto. Las curas para viejos males acaban por crear otros nuevos tarde o temprano. Lo máximo que podemos hacer (y lo mejor) es tratar de cambiar y de subsanar lo que sabemos que está mal en estos momentos y abordar los nuevos problemas cuando surjan. Por supuesto deberíamos tratar de utilizar en el futuro todo lo que podamos de lo que hemos aprendido en el pasado, pero, aunque podemos aprender mucho de la experiencia, no podemos aprenderlo todo. Podemos prever y quizá prevenir algunos, pero no todos los problemas que surgirán en el futuro que creemos.
Como muchos otros, solía pensar que la gente llegaba a la verdad mediante la argumentación, el debate y lo que algunos llaman el “diálogo”, en lo que venía a ser una especie de juicio mediante combate. Era como si cada persona colocara su argumento en un caballo y lo lanzara al trote hacia el argumento de la otra. Quien lograra descabalgar a la otra persona de su caballo ganaba el combate y quien perdía se veía obligada a decir: “has ganado, tienes razón”. En cambio, el tiempo y la experiencia me han hecho ver claramente que la gente no cambia o se ve derrotada porque alguien le haga ver que sus ideas son estúpidas, ilógicas o inconsistentes. Ahora tengo una visión (de cómo es el mundo y de cómo podría ser) que compartir con quien quiera. No puedo plantar esa visión en la cabeza de la gente; cada uno crea su propio modelo de la realidad, pero la luz que aporto puede ayudar a algunas personas a cambia...