Escritos sobre la mesa
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Escritos sobre la mesa

Literatura y comida

  1. 480 páginas
  2. Spanish
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Escritos sobre la mesa

Literatura y comida

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Información del libro

Poco hay más común en la cultura que la comida, y sin embargo tanto hoy como en épocas pasadas fue objeto de un interés del que no están ausentes la delicadeza, la exquisitez e incluso la extravagancia. Como en cualquier tradición, en la occidental la comida ocupa un lugar central aunque no deja de suscitar reflexiones marginales o extrañas. Este ha sido el propósito de la presente antología, que ofrece al lector un largo itinerario organizado por temas que trascienden las distintas épocas, recogiendo desde las primeras menciones sobre la comida, la bebida y el hambre hasta consideraciones filosóficas o figuraciones acerca de la comida del futuro. La variada lista de autores invitados a este singular banquete, en el que se dan cita Platón y Petronio, Kant y Flaubert, Mansilla y Elena Garro, entre muchos otros, asegura una lectura de duradera intensidad.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878388281
Edición
1
Categoría
Literatur
X. Abundancia
André Gide
Si lo que comes no te embriaga
¿Acaso se embriaga con vino el ruiseñor?
¿Y el águila con leche? ¿O con enebro los zorzales?
El águila se embriaga con su vuelo. El ruiseñor se embriaga con las noches de estío. La llanura tiembla de calor. Natanael, que toda emoción sepa convertirse en embriaguez para ti. Si lo que comes no te embriaga es que no tenías hambre.
Los alimentos terrestres (1897)
André Gide (1869-1951). Figura central de las letras francesas en la primera mitad del siglo XX, la novela Los sótanos del Vaticano, con su apología del “acto gratuito”, fue admirada por el posterior movimiento surrealista. Entre sus libros también se destacan La puerta estrecha, La sinfonía pastoral y Los monederos falsos. Bajo su tutoría se fundó la Nouvelle revue française, emblemática revista literaria.
Suetonio
El emperador Vitelio
Sus vicios favoritos eran la crueldad y la glotonería. Tomaba regularmente tres comidas y a menudo cuatro, el desayuno, el almuerzo, la cena y la cuarta, que llamaba desenfreno. Se bastaba con todas por la costumbre de vomitar. Se hacía invitar el mismo día en casa de distintas personas, y cada comida no costaba menos de cuatrocientos mil sestercios. El más famoso fue aquel que le ofreció su hermano a su llegada a Roma: se sirvieron dos mil pescados escogidos, y siete mil aves. Sobrepasó aun esta magnificencia creando un plato de enorme magnificencia al que llamaba égida de Minerva: se habían mezclado allí hígados de acedía, sesos de faisán y de pavo, lenguas de flamenco, huevas de lamprea. Para componer este plato se habían mandado navíos desde el golfo de Venecia hasta el estrecho de Cádiz. Su glotonería lo dominaba al punto de que en los sacrificios tomaba las carnes medio cocidas y las tortas a medio hacer, y que cuando pasaba por la calle tomaba de las tiendas y de las tabernas platos humeantes, o que habían sido servidos la víspera y que estaban medio comidos.
Vidas de los césares (c. 122)
Suetonio (c. 70-140). Historiador romano, trabajó en la burocracia imperial durante los reinados de Trajano y Adriano, lo que le dio acceso a los archivos del imperio. Su Vidas de los césares se conservó casi completa y fue modelo del género histórico. De Sobre los hombres ilustres sobrevivieron sólo fragmentos; gran parte de su obra, en latín y griego, se considera perdida.
Historia Augusta
Heliogábalo
Mandó hacer triclinios y lechos de plata pura para usar en sus salas de banquete y en sus dormitorios. A imitación de Apicio solía comer talones de camello y crestas de gallo arrancadas de los animales vivos, y lenguas de pavos reales y ruiseñores, pues le habían dicho que quien las comiese sería inmune a toda peste. Más aún, servía a sus invitados en palacio enormes bandejas donde se apilaban vísceras de salmonetes, sesos de flamenco, huevos de perdiz, sesos de tordo y cabezas de loros, faisanes y pavos reales.
Alimentaba a sus perros con hígado de oca. Entre sus mascotas había leones y leopardos, inofensivos a fuerza de placeres. Entrenados por domesticadores, durante el tercer o cuarto servicio, de pronto estos animales solían acostarse en los triclinios, causando el consiguiente pánico ridículo, pues nadie sabía que estas bestias eran inofensivas. Enviaba a sus establos uvas de Apamea para sus caballos, y daba de comer loros y faisanes a sus leones y otros animales salvajes. Más aún, por diez días seguidos, hizo servir ubres y úteros de cerda salvaje, a razón de treinta por día, sirviendo, además, guisantes con piezas de plata, lentejas con ónice, habas con ámbar, y arroz con perlas; en lugar de pimienta, también salpicaba con perlas los pescados y las trufas. Una vez, en un comedor con techo reversible, sumergió a sus parásitos en violetas y otras flores, al punto que algunos de ellos de hecho se asfixiaron hasta morir, incapaces de arrastrarse fuera.
Aromatizaba sus piscinas y bañeras con esencia de especias o de rosas o de ajenjo. Y en una ocasión invitó al pueblo a emborracharse y él mismo bebió con el populacho, tomando tanto que al ver lo que él solo había consumido, la gente supuso que había estado bebiendo de una de sus piscinas. Como regalos de banquete, entregaba eunucos, o cuadrigas, o caballos ensillados, o mulas, o literas, o carruajes, o mil monedas de oro o cien libras de plata. En sus banquetes también distribuía la suerte de los convidados grabándola en las cucharas, siendo la suerte de uno leer “diez camellos”, de otro “diez moscas”, de otro “diez libras de oro”, de otro “diez libras de plomo”, de otro “diez avestruces”, de otro más “diez huevos de gallina”, de modo tal que era un verdadero azar y la gente probaba su suerte. Esto también lo ofrecía en los juegos, distribuyendo suertes por diez osos o diez lirones, diez lechugas o diez libras de oro. De hecho, fue él el primero en introducir esta práctica de dar “suertes” que aún hoy mantenemos. Y a los gladiadores también invitaba a elegir la suerte, dando como premios un perro muerto o una libra de carne, o bien mil monedas de oro o cien de plata, o cien de cobre. Y así sucesivamente. Esto agradaba tanto al populacho que en cada ocasión se alegraba de que fuera emperador.
Tenía la costumbre de invitar a comer a ocho pelados, o bien a ocho tuertos, a ocho gotosos, u ocho sordos, u ocho negros, u ocho altos, o bien ocho gordos, siendo su propósito, en el caso de estos últimos, que al no poder acomodarse en un solo triclinio, despertasen la risa general. Durante un banquete podía presentar ante sus invitados toda la vajilla de plata que tenía guardada y toda la reserva de vasos, algo más bien habitual. Fue el primer emperador romano en servir en banquete público el garo de vísceras de pescado mezclado con agua, que hasta entonces sólo había sido un platillo militar, costumbre que más tarde sería rápidamente recuperada por Alejandro. Llegó a proponer a sus invitados, a modo de apuesta, que inventaran nuevas salsas para dar gusto a la comida, y que ofrecería un importante premio a la persona cuyo invento le agradase, o incluso que le regalaría una prenda de seda, artículo escaso entonces y a la vez marca de honor. Por otra parte, si la salsa no le gustaba, el inventor recibía la orden de seguir comiéndola hasta que inventara una mejor. Siempre se sentaba, desde luego, entre flores o perfumes de gran valor, y amaba oír que se exagerasen los precios de la comida servida en su mesa, para declarar que sólo se trataba de un aperitivo para el banquete.
Historia Augusta (c. 395). Colección anónima de escritos biográficos de los emperadores romanos, que cubre el período del año 117 al 285 y se inicia con Adriano. Contiene valioso material histórico, así como falseamientos; sin embargo, se considera indispensable para conocer los siglos II y III de nuestra era. Tanto el autor como la fecha de composición son inciertos.
Petronio
En casa del liberto Trimalción
Nos pusimos por fin a la mesa. Unos esclavos alejandrinos vertieron agua helada sobre nuestras manos y otros a continuación se situaron a nuestros pies y con enorme destreza nos quitaron los respigones. Y ni siquiera en esta tarea tan enojosa se mantenían en silencio, sino que canturreaban sin descanso. Yo quise comprobar si toda la servidumbre cantaba, y por ello pedí de beber. Un esclavo muy arreglado me sirvió también con una cantilena desafinada; y de la misma manera, todo aquel al que se le pedía algún servicio. Parecía un coro de pantomima antes que el triclinio de una casa particular.
El caso es que fueron presentados aperitivos muy variados; en efecto, todos estaban a la mesa menos Trimalción, al que en arreglo a la nueva moda se le reservó la cabecera.
En la enorme bandeja en que venían los entremeses había un pequeño asno en bronce de Corinto con sus cestos llenos de aceitunas, uno de verdes y otro de negras. Cubrían al asno dos platos hondos en cuyos bordes estaba grabado el nombre de Trimalción y la ley de su plata. Una suerte de puentecitos soldados entre sí sostenían unos lirones aderezados con miel y adormidera. Había también salchichas hirviendo colocadas sobre una parrilla de plata y bajo la parrilla ciruelas de Damasco y granos de granada.
En estas delicadezas estábamos cuando Trimalción en persona fue introducido en una litera al compás de una melodía; fue depositado entre almohadones muy rellenos. Toda la operación nos hizo reír pues no la esperábamos. De un manto escarlata surgía su cabeza rapada, y en torno a su cuello, ya sofocado con la ropa, llevaba arrollada una toalla de ancha franja de púrpura con flecos que pendían por una y otra banda. Tenía además en el meñique de la izquierda un anillo enorme ligeramente bañado en oro, y en el último nudillo del dedo siguiente otro anillo más pequeño, según creí ver, pero ese sí de oro macizo y con algo así como estrellas de hierro engastadas. Por no hacer gala sólo de esas joyas, descubrió su brazo derecho en que lucía un brazalete de oro y un aro de marfil que abrochaba una placa esmaltada.
Luego se hurgó los dientes con un palillo de plata.
–Amigos –dijo–, todavía no tenía deseos de venir al triclinio, pero para no demorarlos mucho con mi ausencia, he renunciado a toda diversión. Sin embargo, permítanme terminar la partida.
Venía tras él un esclavo con un tablero de terebinto y dados de cristal de roca. Observé un detalle singularmente refinado: en lugar de fichas blancas y negras tenía denarios de oro y de plata.
Mientras él agotaba a lo largo de la partida el repertorio de palabrotas de los tejedores y nosotros aún seguíamos con los entremeses, fue traída una gran bandeja con una canastita en la que había una gallina de madera con sus alas extendidas haciendo un círculo como suelen estar las que empollan huevos. Llegaron acto seguido dos esclavos y mientras retumbaba la música se pusieron a rebuscar en la paja; sacaron de debajo de ella unos huevos de pavo y los repartieron a los comensales. Ante esta mascarada Trimalción volvió su rostro y nos dijo:
–Amigos míos, mandé poner huevos de pavo bajo la gallina. Por Hércules, temo que ya estén incubados. Probemos, sin embargo, a ver si todavía se pueden sorber.
Recibimos cada uno de nosotros una cucharita que pesaba no menos de media libra, y cascamos los huevos que eran figurados, de pasta. Debo decir que estuve a punto de tirar el que me había tocado, porque me pareció que ya tenía el pollo bien formado. Un momento después, cuando oí a un comensal con experiencia: “Algo bueno debe haber aquí”, seguí abriendo con la mano la cáscara y encontré un papafigo gordísimo envuelto en yema picada sazonada con pimienta.
Apenas concluida su partida, Trimalción reclamó de todos los fiambres, y nos dio permiso para tomar más vino mielado si alguno quería repetir, cuando de pronto la música dio un toque y se quitaron todos los aperitivos de la mesa por un coro de cantores. Ahora bien, en la barahúnda ocurrió que cayó al suelo una bandeja de asas, y un esclavo la recogió; Trimalción lo advirtió y mandó que fuese castigado con azotes el esclavo, y que se tirara otra vez la bandeja. Luego apareció el maestresala y barrió con una escoba la plata junto con las otras limpiaduras. A continuación entraron dos etíopes melenudos con unos pequeños odres, como los de quienes esparcen arena en el anfiteatro, y nos echaron vino en las manos; nadie, en cambio, nos sirvió agua.
Aplaudido por estos detalles de gusto, el señor de la casa dijo:
–A Marte le gusta la igualdad. Por eso mandé que a cada uno se le asignase una mesita privada. De paso, estos asquerosos esclavos nos darán menos calor con su presencia.
En el momento traen dos ánforas de vidrio cuidadosamente selladas, en cuyo cuello habían puesto un marbete con la siguiente nota:
Falerno de la cosecha del consulado de Opimio de cien años.
Mientras nosotros leemos el letrero, dio u...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Introducción
  4. I. Escasez
  5. II. Recetas y cocineros
  6. III. Maneras de mesa
  7. IV. Dieta
  8. V. A la intemperie
  9. VI. Buenas y malas compañías
  10. VII. Café y té
  11. VIII. Alcoholes
  12. IX. Otras comidas, otros comensales
  13. X. Abundancia
  14. XI. Ritos y magia
  15. XII. El futuro