El animal político. Un párrafo, tres lecturas y una discusión
Biopolítica, ayer y hoy
El parágrafo de Aristóteles de la Política, en el que define al hombre como “animal político” es quizá el más conocido del autor:
El porqué sea el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal gregario, es evidente. La naturaleza –según hemos dicho– no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra. La voz es señal de pena y de placer, y por esto se encuentra en los demás animales (cuya naturaleza ha llegado hasta el punto de tener sensaciones de pena y de placer y comunicarlas entre sí). Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto; y lo propio del hombre es que él solo tiene la percepción, de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de otras cualidades semejantes, y la participación común de estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad (Aristóteles 2000, 1253a).
Este párrafo ha sido comentado de manera muy singular por la filosofía postestructuralista. Ha sido reapropiado para interpretar distintas situaciones del presente. Por ejemplo, la condición biopolítica de la sociedad occidental (de Foucault a Agamben), la relación entre los animales y el hombre (Derrida) y la fundación de una estética de la política (Rancière). Aquí revisaremos esa discusión abierta por Foucault que tiene implicaciones sobre cuestiones políticas actuales.
Es en el apartado “Derecho de muerte y poder sobre la vida” donde se puede rastrear el origen de las discusiones sobre este parágrafo. Volvamos a revisar rápidamente su alcance argumental para recordar el momento en el que aparece: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (Foucault 1998, 173). Es el último de los apartados de la Historia de la Sexualidad. Las reflexiones de Foucault se centraron en esta condición moderna del hombre “un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”. Durante mucho tiempo, inquiere el autor, el poder soberano fue un derivado directo de la patria potestas, una figura del derecho romano que daba al padre la autorización de dar muerte a sus hijos y a sus esclavos. En efecto, si el padre había dado la vida, podía quitarla.
Esta patria potestas fue transformada en un poder condicionado en la teoría de la soberanía clásica (la de los siglos XVI y XVII y que Foucault liga a autores como Hobbes, Pufendorf y Bodino). Ahora aparece atenuado, ya no es un poder absoluto. Solo puede ejercerse (el poder de dar muerte) en la medida en que la vida del soberano está puesta en cuestión. En un caso, si está amenazado por un poder extranjero puede exigir a sus súbditos que tomen parte en la guerra. “Sin proponerse directamente su muerte, es lícito para él exponer sus vidas” (Foucault 1998, 163). Y en otro caso, si es uno de sus súbditos quien se levanta contra él, puede ejercer un poder inmediato sobre este enemigo interno. Como castigo, lo matará. “Así entendido, el derecho de vida y muerte ya no es un privilegio absoluto: está condicionado por la defensa del soberano y su propia supervivencia” (Foucault 1998, 163).
Si seguimos a Foucault en su genealogía de las transformaciones del poder soberano, dos siglos más tarde, éste aparece como administración de la vida. El derecho de muerte tendió a desplazarse y a apoyarse en un poder que administra la vida. Y ese viejo derecho se transformó y apareció no ya como el derecho de muerte sino “como el simple envés del derecho que posee el cuerpo social de asegurar la vida, de mantenerla y desarrollarla” (Foucault 1998, 165). “Administración de la vida” quiere decir que se producen instituciones (la policía, el Estado, la escuela, la fábrica, la cárcel), saberes (la medicina, las ciencias humanas, la psicología), prácticas (disciplinas, la vigilancia social) que gestionan el cuidado de la población. A partir del siglo XIX ya no se hacen las guerras en nombre del soberano, sino del cuerpo social en su conjunto. Lo determinante es que el cuerpo de los individuos es sometido a una serie de mecanismos de poder. El resultado es que se defiende la vida de una sociedad, autorizando el exterminio de otras y que Foucault ejemplifica con la cuestión, histórica, de la bomba atómica:
Hoy la situación atómica se encuentra en la desembocadura de este proceso: el poder de exponer a una población es el envés del poder de garantizar a otra su existencia. El principio de poder matar para poder vivir, que sostenía la táctica de los combates, se ha vuelto principio de estrategia entre Estados; pero la existencia de marras ya no es aquella, jurídica, de la soberanía, sino la puramente biológica (Foucault 2005, 166).
¿Cómo puede un poder que se manifiesta como garante de la vida, autorizar, en nombre de la vida de una sociedad, el exterminio de otra? Las guerras se hacen a partir del siglo XIX en nombre de la población y para poder asegurar la vida se produce toda una serie de mecanismos para asegurar la natalidad, la longevidad, incluso la buena muerte. Al proceso mediante el cual el poder se transforma, de la antigua soberanía a un poder sobre las poblaciones, Foucault da el nombre de “biopolítica”. Este proceso se hizo solo posible mediante dos tipos de racionalidad (poder) que aparentemente son contradictorios, pero que en realidad se complementan: por un lado, la disciplina, centrada en el cuerpo como máquina, que asegura la reproducción de las fuerzas mediante técnicas de individualización, de control particular del cuerpo. Aquí encuentran su posibilidad las ciencias humanas, las psicologías, todo un saber sobre el individuo con sus técnicas de extirpación de la verdad, el examen médico, escolar, la confesión jurídica y la médica. Foucault denomina a lo anterior “anatomopolítica del cuerpo humano”. Pero por otro lado, este poder pudo reproducirse solo a condición de tomar al cuerpo humano como cuerpo especie y sujetarlo a una lógica de lo viviente, que sirve de soporte a los procesos biológicos: “La proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, de duración de la vida, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población” (Foucault 2005, 169).
Desarrollo, por tanto, de toda una serie de instituciones: cuarteles, escuelas, colegios, talleres, fábricas, campos de prácticas para conocer el cuerpo. Sujeción de cuerpos y control de poblaciones. Lo determinante, no obstante, es que, hacia el interior, las sociedades controlan biopolíticamente a la población, y hacia afuera, en nombre de esa vida biológica, se autoriza la muerte de otras sociedades. En nombre de eso, según Foucault, se hacen las guerras desde el siglo XIX. Paradoja inevitable es la de pensar ¿cómo un poder que dice asegurar la vida, se impone a sí mismo, la tarea de dar muerte? Seres vivientes, desnudos en relación al exterior, seres biopolíticos, en relación al interior. Por ello, la conclusión es que el problema de la modernidad es el de la vida y su administración; el de “hacer vivir y dejar morir”, definición ésta de la biopolítica foucaultiana. La política de dar vida y asegurarla convierte al hombre moderno en aquello que supuestamente evita, volverlo una existencia de “mero animal viviente”. Más tarde, Foucault desarrollará estas ideas y las pondrá bajo la égida del concepto de poder pastoral: un poder que requiere el conocimiento individual de los sujetos, pero también el de las poblaciones. Ahí convergen las disciplinas y el Estado centralizador.
La lectura de Agamben
Es en este punto en el que Giorgio Agamben retomará la discusión y hará una relectura de la definición de Aristóteles de “hombre”. El hombre como animal político (zôon) incluye y excluye lo que el italiano llama “vida nuda”, (la zôê aristotélica, común a dioses y animales) en la existencia de la polis. El hombre está protegido por su politicidad, pero irremediablemente expuesto por su animalidad a los embates del poder.
La distinción entre bios y zôê es una distinción que se comprueba en los textos de Platón y Aristóteles. Zôê expresa el simple hecho de vivir, común a dioses y animales, y bios “que indicaba la forma o manera de vivir de individuo o grupo” (Agamben 1998, 9). Si se leen los textos de Platón y de Aristóteles a la luz de esta distinción, encontraremos que, efectivamente, habría que recordar que los modos superiores de vida eran, en el Filebo platónico y en la Ética Nicomáquea aristótelica, la bios teoretikós, bios polítikós y bios apolaustikós. La vida contemplativa, la vida política y la vida del placer. Ahora bien, jamás utilizan la palabra zôê, no hay una zôê para referirse, en esos textos, a la vida política. Y sin embargo, la cuestión de la zoología aparecerá en la política con la definición de Aristóteles que venimos comentando. La expresión politikon zôon conjuga la vida nuda, la vida animal, el mero vivir sin marcas culturales con la vida social.
Agamben piensa que la tesis de Foucault (la animalización del hombre moderno) debe ser corregida, pues ya los griegos pudieron dar cuenta de un procedimiento en donde la vida nuda, natural, se incluía y excluía de la vida en común. La biopolítica, por tanto (siempre, según Agamben), es más antigua que la modernidad. La modernidad sería acaso solo la intensificación de las categorías del pensamiento (metafísico) occidental en este aspecto. La pareja categorial de Carl Schmit, según la cual lo político se basa en la distinción amigo-enemigo debe ser sustituida de la siguiente manera:
La pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo, sino la nuda vida-existencia política, zôê-bios, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el ser vivo que, en el lenguaje, separa la propia nuda vida y la opone a sí mismo, y al mismo tiempo, se mantiene en relación con ella en una relación inclusiva exclusiva” (Agamben 1998, 18).
Ahora bien, dijimos que había una tercera problemática, la que se refiere al homo sacer. Una antigua figura del derecho romano que se sostiene en una paradoja. El homo sacer es “la vida a quien cualquiera puede dar muerte, pero que es a la vez insacrificable” (Agamben 1998, 18). Esta aporía, esta paradoja también tiene sus vericuetos lingüísticos. En primer lugar, la significación de lo sagrado que, en lenguas indoeuropeas, la mayoría de las veces expresa esta paradoja. Recordemos el estudio de Emile Benveniste (1983) a propósito del vocabulario de las instituciones indoeuropeas. En efecto, al menos en latín y en griego, la palabra sagrado (sacer) comporta una ambigüedad: “consagrado a los dioses y cargado de una mancilla imborrable; augusto y maldito; digno de veneración y que suscita horror” (Benveniste 1983, 350). Aparte de hacer la arqueología de las discusiones en el siglo XX (en donde interviene la sociología francesa, el psicoanálisis, la antropología) a Agamben le importa resaltar que, en el derecho, este homo sacer se parece mucho a la figura del soberano, cuya soberanía, valga decir, también se fundamenta en otra paradoja: “El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico” (Agamben 1998, 27). El Homo Sacer está incluido en el derecho pues es insacrificable, pero quien le de muerte no será acusado de asesinato, lo que lo convierte, paradójicamente, en un ser excluso del ordenamiento jurídico pero, al mismo tiempo, garante del mismo, siendo él quien dicta la excepción (Schmitt), está al mismo tiempo obligado a velar por la regla.
Por ello, como ha escrito José Luis Pardo acerca del texto de Agamben: “el soberano vive un proceso de deslegitimación: puesto que su autoridad procede de su naturaleza, de su mera intimidad, de su carácter excepcional, co...