El oxígeno
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El oxígeno

Historia íntima de una molécula corriente

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El oxígeno

Historia íntima de una molécula corriente

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Todos sabemos qué es el oxígeno. Hemos estudiado que es uno de los componentes del aire, que lo consumimos durante la respiración y que son los organismos fotosintéticos los que lo restituyen a la atmósfera. Sin embargo, solemos ignorar que este compuesto tiene un papel fundamental en el desarrollo de enfermedades de carácter neurodegenerativo como el Alzheimer o el Parkinson, que ha dado forma a figuras legendarias como los vampiros o que se puede utilizar para eliminar tumores con una precisión microscópica. Conocer el lado más exótico del oxígeno nos permite darnos cuenta de la complejidad de nuestro organismo y del limitado conocimiento que tenemos de él. Y es que, para desentrañar los secretos de un compuesto químico, hace falta recorrer sus límites y pasear por su lado más extremo, penetrar en las rarezas que tiende a esconder. Y, en este sentido, no hay mayor rareza que las conocidas como especies reactivas del oxígeno. A ellas va dedicado este libro.

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Información

Edición
1

1
SOBRE LAS DIFERENTES FORMAS DE CREAR LUZ

16 de julio de 1969. Costa atlántica de Florida, Estados Unidos. Bajo una atmósfera enrarecida por el humo del tabaco, unas decenas de hombres prestan atención en perfecto silencio al reloj que, frente a ellos, inicia una cuenta atrás. Tres minutos. Al fondo de la sala de control de la misión Apollo 11, aquella que llevaría por primera vez al ser humano a pisar su satélite, el supervisor del lanzamiento enumera en voz alta los diferentes parámetros que se deben comprobar. Como respuesta a cada frase, el técnico correspondiente responde con un simple «ready».
En la parte noble de la sala, en la zona más elevada y a las espaldas del resto de técnicos, los responsables de la misión están empapados de un sudor frío en medio del caluroso julio semitropical. Entre ellos, en segunda fila, un alemán. Hijo de los barones de Wirsitz y antiguo miembro de las Schutzstaffel nazis –las SS–, ahora es el director del Centro de Vuelos Espaciales Marshall de la NASA. Su mirada, como la del resto, está centrada en la enorme pantalla que preside la sala y que muestra el cohete que elevará a Aldrin, Collins y Armstrong. Pero sus ojos miran la nave sin verla, su atención está fijada unos metros más abajo, en el enorme misil que deberá alzar la cápsula con los astronautas.

QUÍMICA EN LA ERA ESPACIAL

El Saturno V. Uno de los colosos de mayores proporciones jamás creados por el hombre. El cohete que debía permitir a Estados Unidos, por fin, superar a la Unión Soviética en la carrera espacial, alcanzar a las sondas Sputnik, a la leyenda de Yuri Gagarin, de Valentina Tereshkova. Con 110 metros de altura, 10 de ancho, 3.000 toneladas de peso, era un titán capaz de llevar hasta 118 toneladas a la órbita terrestre baja: una de las máquinas más impresionantes de la historia humana.
El Saturno V era el cohete impensable. Pocos se habían atrevido a concebirlo, y menos aún habían tenido el arrojo de intentar construirlo, y todo ello pese a ser una necesidad para poder liderar la carrera espacial. Pero por encima de quienes lo intentaron y fracasaron, y más allá de quienes lo consiguieron demasiado tarde, acabó destacando una figura. Aquel 16 de julio, las tres palabras que forman el nombre del alemán acabarían grabándose en la historia de la aeronáutica y emborronando con ello el recuerdo de todos aquellos que, antes que él, habían fracasado: su nombre era Wernher von Braun.
Pocas personas son capaces de concebir ideas situadas justo en la frontera de la imaginación, allá donde lo absurdo y lo posible estiran sus dedos hasta rozarse. A quienes lo consiguen se les suele llamar visionarios. Y, de entre ellos, menos aún tienen la capacidad de llevarlas a cabo. Ellos son los genios, y a ellos les pertenece la historia.
Durante siglos fue imposible construir la cúpula del Duomo de Florencia. No había árboles suficientes en toda la Toscana con que montar los andamios, dinero con que financiar la locura, ni diseño que pudiese soportar aquel peso. Il Duomo, simplemente, se quedaría incompleto por siempre.
Hasta que apareció un ingeniero, un hombre enjuto de carnes, de cabello ralo y corto de estatura. Un arquitecto que, además, dominaba las matemáticas. Allí se plantó Filippo Brunelleschi, con apenas 41 años, ante el comité de nobles florentinos, arrastrando un modelo hecho en madera que planteaba la solución imposible. La propuesta impensable que, al mismo tiempo, lo resolvía todo.
La idea de aquel genio tardaría diecisiete años en construirse. El 25 de marzo de 1436, el día de Año Nuevo según el calendario florentino, el papa Eugenio IV consagró Santa Maria del Fiore y, bajo su inmensa cúpula, dio misa. Seis siglos después, esta cúpula sigue siendo una de las mayores obras de ingeniería jamás ideada por la humanidad.
A la altura del diseño de esta cúpula está –literalmente– el del Saturno V, el coloso de los cielos. Y como la primera, también la idea del cohete fue obra de un genio.
La concepción del Saturno V se fraguó en la mente de una figura mítica de la aeronáutica, el doctor Von Braun, un hombre obsesionado con el diseño de cohetes. En los años cuarenta ideó los misiles con que el Ejército alemán bombardeó Londres durante la Segunda Guerra Mundial, los V-2. Veinte años después, trabajaba para Estados Unidos diseñando los cohetes de su programa espacial. Al fin y al cabo, cohetes y misiles son sinónimos cuyo uso varía en función del contexto.
Con el Saturno V, Von Braun solucionó uno de los grandes –y numerosos– problemas que planteaba la misión encargada por John Fitzgerald Kennedy, 35.º presidente de los Estados Unidos de América, en su famoso discurso de 1962. «Elegimos ir a la Luna».
El desafío era inmenso. Un proyecto como pocos en la historia.
Si les digo, conciudadanos míos, que vamos a enviar a la Luna, a unos 384.400 km de la estación de control de Houston, un cohete gigantesco que mide más de 90 m de alto (la longitud de este campo de fútbol americano), fabricado con nuevas aleaciones de metales, algunas de ellas todavía sin inventar, capaz de soportar temperaturas y tensiones que multiplican varias veces las que se han experimentado hasta ahora, con piezas ensambladas entre sí con una precisión superior a la del reloj de pulsera más perfecto, que llevará en su interior todo el equipamiento necesario para propulsión, orientación, control, comunicaciones, alimentación y supervivencia, en una misión sin ensayar, a un cuerpo celestial desconocido, y lo devolveremos sano y salvo a la Tierra, tras volver a entrar en la atmósfera a velocidades superiores a los 40.000 km por hora, provocando un calor cuya temperatura es más o menos la mitad que la del Sol (casi tanto calor como el que hace hoy aquí), y que lo haremos, y lo haremos bien, y lo haremos los primeros antes de que termine esta década… entonces tenemos que ser osados.
No se elegía la Luna por ser un desafío sencillo, sino por su dificultad. Por una dificultad que lo convertía en un proyecto casi imposible de cumplir.
Al éxito de esta misión contribuyó de forma decisiva el Saturno V, aunque no solo por su diseño. En su interior, un inmenso trabajo de investigación química resplandecía con luz propia.
El reto: encontrar una sustancia cuya combustión permitiese elevar 3.000 toneladas de peso hasta más allá de la atmósfera terrestre. En otras palabras, se debía idear un combustible que, al ser quemado, liberase tal cantidad de energía que permitiese al coloso escapar de la atracción terrestre.
Se gastaron millones en la investigación. Cientos de mezclas fueron probadas. Químicos de veinte países trabajaron juntos en una gesta que, como tantas otras, quedaría eclipsada por el tamaño del proyecto y el éxito que alcanzaría. Al final, la solución se mostró clara ante sus ojos.
El combustible elegido fue un refinado del queroseno, una forma extremadamente pura de petróleo. Y en combinación con este, el elemento clave, aquel que hizo realmente eficaz la combustión, el que permitió el despegue: el oxígeno líquido. Trescientos mil litros de oxígeno líquido.
A las 13.32 horas (GMT) del 16 de julio de 1969, los motores del Saturno V hacían ignición. La mezcla de queroseno y oxígeno en llamas, el despegue de la bestia, sacudió la tierra con tal intensidad que su temblor pudo sentirse a decenas de kilómetros a la redonda. Pocos segundos después, el cielo de aquel miércoles de julio fue cortado por una llama de centenares de metros de longitud y miles de grados de temperatura.
De esta forma fue como un equipo de ingenieros dirigidos por un alemán de cincuenta y siete años, exmiembro de las SS, segundo hijo de una familia de barones del derrotado Imperio alemán, puso al hombre donde antes tan solo había podido soñar con estar.

EN LA MEZCLA ESTABA LA CLAVE

Usar oxígeno líquido como combustible. No parece a priori una idea demasiado ortodoxa, y de hecho a pocos se les ocurriría citar este compuesto en la lista de los combustibles más comunes. Pero lo cierto es que, de una forma u otra, la mezcla de oxígeno y queroseno viene usándose desde los años cincuenta en la aeronáutica espacial. Los primeros satélites artificiales fueron elevados allá por los cincuenta con la ayuda de oxígeno líquido, las Soyuz rusas que a principios del siglo XXI pusieron en órbita los satélites de posicionamiento Galileo (el GPS europeo) se impulsaron con oxígeno líquido e, incluso hoy en día, la empresa de transporte espacial de Elon Musk (SpaceX) usa este compuesto en sus Falcon.
Pero ¿por qué oxígeno líquido? ¿Qué hace que este compuesto sea tan especial?
Está claro por qué usamos el queroseno: es de este de donde extraemos la energía. Este compuesto almacena una gran cantidad de energía contenida en cada una de sus moléculas, que funcionan como diminutos depósitos energéticos. Al romperlas, se libera todo el calor que concentran.
Pero entonces, ¿en qué punto participa el oxígeno? Lo cierto es que, pese a considerarse como uno de los combustibles usados, este compuesto no forma parte de lo que se quema, sino que, en cierto modo, es lo que quema. Expliquémonos.
Como se ha mencionado, el queroseno –como la gasolina, la nafta o el gas natural– es en realidad una mezcla de moléculas de longitud variable. Cada una de estas moléculas se puede entender como una cadena de átomos unidos entre sí mediante enlaces. Pero lo interesante es que cada uno de estos enlaces funciona a modo de un minúsculo depósito de energía, y en caso de que el enlace se rompa, la energía es liberada. La conclusión es evidente: cuanto mayor sea la longitud de la cadena de átomos que forme la molécula de combustible, más energía contendrá en su interior.
Cuando quemamos queroseno en los propulsores espaciales, gasolina en nuestro coche o gas natural en nuestras cocinas lo que en realidad estamos haciendo es romper estas moléculas. Y al despedazarlas, la energía que guardaban se libera en forma de calor. En otras palabras, el fuego que vemos en los fogones no es más que el producto de romper millones de moléculas al mismo tiempo, de partir los enlaces que las constituyen.
Y ¿qué usamos para romper estos enlaces? Efectivamente, el oxígeno. Este es el proceso que llamamos habitualmente combustión, o quema, aunque en jerga química se le conoce como oxidación (no nos juzguen, hay demasiadas reacciones que nombrar y la imaginación llega donde llega).
En definitiva, el oxígeno no es más que la herramienta que usamos para partir las moléculas.
Al cocinar, el oxígeno que hay en el aire nos basta y nos sobra para hacer arder el gas natural; al fin y al cabo, una cuarta parte de nuestra atmósfera está formada por este compuesto. Pero cuando queremos elevar una nave espacial la historia cambia. En este caso necesitamos quemar una cantidad tan elevada de combustible en un intervalo de tiempo tan reducido que con el oxígeno que nos proporciona la atmósfera no es suficiente; necesitamos un flujo de este mucho mayor. Y por ello es necesario tener un tanque con 300.000 litros de oxígeno líquido, un gas condensado a alrededor de 200 grados bajo cero.
La combustión a gran escala de queroseno con oxígeno líquido que llevó al hombre a la Luna en realidad se diferencia bien poco, desde el punto de vista químico, de la quema de carbón que posibilitaba el movimiento de las locomotoras de vapor o, incluso, de las fogatas que mantenían con vida al Homo sapiens primitivo en las cuevas de Cromañón, en el suroeste francés.
Es más, la diferencia es mínima incluso cuando lo comparamos con la forma en que nosotros mismos extraemos la energía de los alimentos. También nosotros utilizamos el oxígeno, en el interior de minúsculos reactores situados dentro de cada célula, denominados mitocondrias, para oxidar (o quemar) los azúcares.
De esta forma es como obtenemos la energía necesaria para llevar a cabo la mayoría de los procesos biológicos. Es por ello, de hecho, por lo que respiramos: para introducir oxígeno en nuestro organismo y continuar con la obtención de energía. La oxidación, en definitiva, es una reacción de lo más corriente.
En estos cuatro ejemplos usamos el oxígeno para romper la materia orgánica y obtener así la energía necesaria, bien sea para elevar una nave de 3.000 toneladas, bien para que un tren pueda transportar mineral de hierro de la mina a la siderurgia o bien, simplemente, para levantar una pierna. Y ello tan solo es posible por una característica fundamental de este compuesto: su enorme –y potencial– reactividad, su inmenso poder para destruir todo lo orgánico, la materia viva.
Espera un segundo –podría saltar alguien–, ¿cómo va a ser eso posible? ¿«Enorme reactividad del oxígeno»? ¿Pero no acabas de decir que la cuarta parte de nuestra propia atmósfera es oxígeno? ¡Nosotros mismos estamos nadando en oxígeno! ¿Si fuese tan reactivo no deberíamos estar en llamas ahora mismo?
Bien, eso sería así si no fuese por la segunda característica que, en combinación con la primera, hace único al oxígeno: su estabilidad. Su enorme –y bendita– estabilidad. Con un ejemplo se entenderá mejor.

UNA HISTORIA DE LUZ Y DE JABÓN

Enormemente reactivo y muy estable. Curiosa combinación, aunque ¿no encierra en sí misma una contradicción? ¿Cómo puede un mismo compuesto, una misma sustancia, ser muy reactiva, pero al mismo tiempo no reaccionar? Bien, todo depende de a qué estemos prestando atención.
En 1999 David Fincher estrenaba El club de la lucha, película basada en el libro homónimo de Chuck Palahniuk. En ella, un jovencísimo Brad Pitt acabado de salir de ¿Conoces a Joe Black? encarnaba a Tyler Durden, un particular vendedor de pastillas de jabón. «Tyler vendía el jabón en los grandes almacenes a 20 dólares la pastilla. Dios sabe a cuánto lo venderían ellos. Era maravilloso. Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos».
El caso es que estas pastillas, de rosa intenso, fabricadas con la grasa desechada de las clínicas de liposucción se convertirían en una imagen icónica del film. Con ellas se cerraba una especie de círculo irónico: las víctimas de la denominada teoría de la perfección a la que se opone el protagonista acababan utilizando para su cuidado personal los propios desechos que previamente se les habían extirpado en las clínicas. Y, a la vez, los beneficios de la venta servían para financiar el club. Lo dicho, un círculo perfecto.
Aunque si debemos escoger una referencia del film que ha pasado a la cultura pop esta es, sin duda, la primera de las normas que enuncia Tyler: no hablar nunca del club de la lucha. No hablemos pues más de él y centrémonos en uno de los elementos que más llaman la atención de esta película: el uso de la química. Y es que en El club de la lucha lo que más les interesa a Tyler y compañía del negocio del jabón no son los lucrativos beneficios que reporta –aunque tampoco les hacen ascos, todo sea dicho–, sino uno de los subproductos de su síntesis: la glicerina.
Con grasa y sosa se produce jabón, pero también se genera un deshecho conocido como glicerina. Lo que –a diferencia de Tyler– poca gente sabe es que, con esta y un poco de gracia para la química, tenemos en nuestras manos un famoso explosivo: la nitroglicerina. Un compuesto cuya volatilidad todos conocemos por mil referencias cinematográficas, pero cuyo origen en las grasas y el aceite es más bien insospechado.
¿Quién podría intuir que tras la grasa se esconde este explosivo? Tan solo es necesario partir una molécula de aceite por el sitio adecuado para obtener el precursor de un potente explosivo. Es decir, aplicando los cambios adecuados, transformamos un compuesto estable e innocuo en otro sumamente reactivo.
De la misma forma sucede con el oxígeno: mediante una ligera transformación química podemos pasar del oxígen...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Página de derechos de autor
  4. Dedicación
  5. ÍNDICE
  6. PREFACIO
  7. CAPÍTULO 1. SOBRE LAS DIFERENTES FORMAS DE CREAR LUZ
  8. CAPÍTULO 2. LAS HAZAÑAS DEL HONORABLE DR. JEKYLL
  9. CAPÍTULO 3. CURAR CON LUZ: LA TERAPIA FOTODINÁMICA
  10. CAPÍTULO 4. VENTAJAS PARA LA SALUD DE LOS PASEOS MATUTINOS
  11. CAPÍTULO 5. HACIA DÓNDE NOS DIRIGIMOS
  12. CAPÍTULO 6. TODAS LAS CARAS DEL OXÍGENO
  13. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
  14. ÍNDICE ANALÍTICO