Gramáticas extraterrestres
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Gramáticas extraterrestres

La comunicación con civilizaciones interestelares a la luz de la ciencia

Fernando J. Ballesteros Roselló

  1. 196 páginas
  2. Spanish
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Gramáticas extraterrestres

La comunicación con civilizaciones interestelares a la luz de la ciencia

Fernando J. Ballesteros Roselló

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¿Es posible la comunicación con otras formas de vida fuera de nuestro planeta? ¿Con quién, con qué y cómo podríamos establecer esta comunicación, si es que hay alguien al otro lado? Esta obra aborda la investigación científica de inteligencia extraterrestre, aquello que hoy conocemos con el nombre de SETI (Search of Extra Terrestrial Intelligence), una investigación que, si acabara con éxito, provocaría un choque que conmovería a nuestra sociedad. Nada volvería a ser igual. A raíz de esta inquietud, Gramàtiques extraterrestres, Premi Europeu de Divulgació Científica Estudi General, nos habla de aquello que sabe la ciencia actual sobre el origen de la vida y su posible presencia en el resto del universo, a la vez que profundiza en los programas y los métodos de investigación. El autor trata también el problema del lenguaje de la comunicación y comenta, a través del estudio de la vida animal en nuestro planeta, si es posible descubrir y entender un lenguaje extraterrestre.

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Información

Edición
1
Categoría
Physics
Capítulo 1
CON QUIÉN: LA PROBABILIDAD
DE VIDA EN EL UNIVERSO
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La creencia en que existen civilizaciones extraterrestres parte del llamado principio de mediocridad. Este principio postula que la Tierra es un planeta normal, que gira alrededor de una estrella normal, que se encuentra dentro de una galaxia normal. Es decir, que no hay nada especial en nuestro mundo que lo haga único. Es una conclusión lógica a la que nos aboca la sucesión de «giros copernicanos» que ha sufrido la ciencia a lo largo de su historia, y que nos ha ido sacando de la posición central que creíamos ocupar en el Universo.
Hemos comprobado que tanto nuestra estrella, el Sol, como nuestra Galaxia, son ejemplares típicos, similares en todo a esos otros millones que hemos observado con nuestros telescopios, y nada de especial parece haber en ellos. Todo indica que también nuestro planeta y nuestro Sistema Solar deben de ser ejemplares típicos de la fauna planetaria, aunque nuestro conocimiento de los planetas que giran alrededor de otras estrellas (los llamados planetas extrasolares, o exoplanetas) todavía está en sus comienzos. Si esto es cierto, si nuestro mundo es un ejemplo común en el Universo, por lógica debe existir una buena cantidad de planetas habitados, una fracción de los cuales contendrá seres inteligentes y civilizaciones. Éste es el argumento base que soporta el trabajo de todos los científicos que buscan de forma activa señales de la existencia de civilizaciones extraterrestres.
La mayor parte de la comunidad científica está de acuerdo con el principio de mediocridad, ya que en todas las ocasiones en que hemos creído que nuestro caso era especial, hemos descubierto con dolor que estábamos equivocados. Parece por tanto una guía útil de seguir. ¿Pero son en verdad la Tierra y el Sistema Solar casos representativos?
UN LUGAR PARA LA VIDA
Un Sistema Solar de lo más normal
Por lo que la ciencia sabe hoy día, los mundos rocosos como los planetas o los satélites gigantes son un eslabón indispensable en la cadena de acontecimientos cósmicos que hacen posible la vida. Son lugares suficientemente extensos y estables donde los elementos químicos pueden interaccionar en concentraciones elevadas para que se produzcan reacciones químicas interesantes. Por eso, saber cuán comunes son estos mundos en el Universo está directamente relacionado con la posibilidad de vida en otros rincones del cosmos. Pero para poder realizar una estimación de algo desconocido con razonables posibilidades de éxito, hay que partir de los casos conocidos.
Lo que la ciencia conoce en la actualidad sobre el origen de nuestro Sistema Solar nos cuenta una historia que tiene tintes casi mitológicos: hace mucho, mucho tiempo, en un oscuro rincón de nuestra Galaxia existía una gigantesca bolsa de gas y polvo, una inmensa nube que era en realidad un fragmento de una nube mu-cho mayor, una Nebulosa con N mayúscula, tan grande que poseía la masa de varios cientos de miles de soles. Su temperatura era de unos 260 ºC bajo cero, sólo pocos grados por encima de la temperatura más baja posible. Estaba compuesta principalmente de hidrógeno y helio, y una minúscula cantidad de polvo y hollín. Pero su densidad era tan baja que en un centímetro cúbico apenas se encontraban 1000 partículas. Para nosotros, eso es prácticamente el vacío. En comparación, en el aire que respiramos a diario encontramos casi 27 trillones de moléculas por cm3.
Era una Nebulosa muy similar a la Gran Nebulosa de Orión, musa de tantos aficionados a la fotografía astronómica. Hay otras muchas similares en nuestra propia Galaxia, pero la gigantesca Nebulosa de la que hablamos ya no existe. Desapareció hace unos 5.000 millones de años, consumida por completo en el parto de varios miles de estrellas. Una de ellas fue nuestro Sol, formado de uno de los fragmentos menores de la Nebulosa, una de los 200.000 millones de estrellas de nuestra Galaxia. Aunque al principio de su nacimiento todas estas estrellas hermanas se encontraban cerca unas de otras, como ocurre hoy en día en el cercano cúmulo de las Pléyades, en la actualidad vagan a lo largo y ancho de la Galaxia debido a las fuerzas de marea galácticas que disgregaron el cúmulo por completo. Lamentablemente, hoy día resulta prácticamente imposible saber cuáles de todas las estrellas que vemos son hermanas de nuestro Sol.
Así pues, cuando miramos a la Gran Nebulosa de Orión o al cúmulo de las Pléyades, estamos viendo instantáneas de un proceso similar a la formación de nuestro Sistema Solar. ¿Pero cómo se pasó del panorama antes descrito, de ser un bello y frío fragmento de nebulosa, una bolsa de gas y polvo interestelar sumida en la oscuridad de la Galaxia, a ser una estrella brillante rodeada de planetas? La respuesta está en la gravedad, el gran motor de todo cambio en la historia del Universo. Si no fuera por la gravedad, estas gigantescas nubes interestelares seguirían siendo sólo nubes, que con el tiempo se disgregarían hasta que sólo quedara un gas que cubriera uniformemente la Galaxia, como le ocurre a una bocanada de humo de cigarrillo lanzada en una gran habitación. Sin embargo, la gravedad hizo que el fragmento de nebulosa se comenzara a colapsar sobre sí mismo gracias a su propio peso.
Una vez comienza la fase de colapso gravitatorio de uno de esos fragmentos de nebulosa, ya no hay vuelta atrás. Poco a poco, el fragmento en contracción se va haciendo esférico. En su parte central, más densa, la nube de gas y polvo comienza a girar, y debido a la ley de conservación del momento angular, cuanto más se encoge, mayor es la velocidad a la que gira, hasta que al final acaba dando lugar a un giro desbocado. A causa de la fuerza centrífuga, esta zona central de la nebulosa primordial acabó convirtiéndose en un disco aplanado en el cual se formarían posteriormente los planetas. Pero desde el exterior poco era lo que se veía. Los restos que quedaban envolviéndolo todo eran todavía lo bastante densos y opacos como para ocultar lo que ocurría en su interior. Tan sólo la emisión de calor en forma de radiación infrarroja conseguía escapar. Mientras, la gravedad continuaba su trabajo: el centro de la nube seguía contrayéndose, haciéndose más denso y aumentando su temperatura. Hasta que, cuando ésta alcanzó los diez millones de grados, se encendieron los fuegos de la fusión nuclear y emergió una estrella: el Sol. Su luz iluminó de repente el inmenso disco de gas y polvo que le rodeaba.
Los planetas del Sistema Solar comenzaron a formarse posteriormente a partir de este disco circumstelar, mediante un proceso de acreción gravitatoria. Las partículas de polvo de ese disco desempeñan un papel crucial: tienen más masa que las moléculas de gas y por tanto mayor fuerza de gravedad. Poco a poco se atraen gravitatoriamente entre sí. Cuando quedaban unidas, se había formado en su lugar una partícula más grande, de más masa (y por tanto con mayor gravedad), que atraía a otras más, con lo que se generaba un proceso en cadena que acabaría en la formación primero de cuerpos de pequeño tamaño, llamados planetesimales, y después, conforme estos planetesimales se agrupaban a su vez, en la formación de varias enormes bolas de masa, llamadas protoplanetas. Finalmente, los protoplanetas irían acretando hacia ellos el resto de la materia del disco. Con el tiempo, el disco quedó casi limpio, y prácticamente todo su material terminó en unos cuantos planetas que giraban alrededor del Sol. Pero éste no fue un proceso tranquilo, sino muy violento: cuando los primitivos planetas, todavía sumamente calientes y en formación, atraían tales «escombros» a la deriva por el Sistema Solar, éstos no se posaban tranquilamente en el suelo del planeta, sino que impactaban de manera explosiva. La propia Luna se originó como resultado del impacto de un cuerpo gigantesco con nuestra Tierra. De hecho, a la época en la que el Sistema Solar se acababa de configurar se la conoce también como el Gran Bombardeo. Terminó hace aproximadamente 3.800 millones de años, y la mayor parte de los cráteres que encontramos en los cuerpos del Sistema Solar provienen de aquella época.
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Imagen artística de la formación de un sistema planetario. Observamos una estrella y sus planetas ya formados con el disco protoplanetario aún insinuado. © David A. Hardy/astroart.org/PPARC.
Hay otros mundos, pero están muy lejos
Hasta hace unos años, todo esto era una teoría, aunque muy bien fundada y con muchas pruebas que la avalaban: todos los planetas del Sistema Solar se encuentran en un mismo plano (prácticamente, las variaciones son de muy pocos grados) y giran alrededor del Sol en el mismo sentido (llamado directo), hechos imposibles de explicar si los planetas del Sistema Solar no se hubieran formado a la vez en un disco que giraba alrededor del Sol. Pero en la actualidad ha pasado de la teoría al campo de la observación, ya que hemos podido fotografiar otros sistemas planetarios en el momento de su formación. El telescopio espacial Hubble ha tomado imágenes detalladas de diversos sistemas estelares que están formándose, con un oscuro disco de polvo y gas que gira alrededor de una estrella recién nacida, verdaderas instantáneas de nuestro pasado más lejano. Buena parte de ellos han sido observados en la cercana e inmensa nebulosa de Orión, un auténtico criadero de estrellas. En algunos casos, los discos parecen tener espacios vacíos, justo lo que es de esperar si esas estrellas poseen planetas gigantes que han barrido de material su órbita: las huellas de otros mundos.
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Imágenes tomadas por el Telescopio Espacial Hubble en la región de Orión que muestran discos de polvo alrededor de estrellas. Cortesía del Hubble Space Telescope-NASA/ESA.
Ante estos hechos, otro telescopio espacial que estudia principalmente la radiación infrarroja, el Spitzer, se ha dedicado también a observar detenidamente la nebulosa de Orión, y ha obtenido una imagen en el infrarrojo en la que se han descubierto casi ¡2.300 discos de formación planetaria! que giran alrededor de estrellas. A partir de estos datos, se estima que en torno al 70% de las estrellas en la nebulosa de Orión posee discos de formación planetaria, lo que nos muestra que el proceso que formó el Sistema Solar antes descrito es de lo más común.
Pero no sólo hemos observado sistemas planetarios en formación. En realidad, se ha visto también una enorme cantidad de planetas ya formados, girando en torno a otras estrellas. El primero de ellos se encontró en 1995, y supuso un auténtico bum, ya que por primera vez se tenían pruebas directas de que nuestro Sol no era la única estrella que tenía planetas. Hoy día, gracias a la mejora de la instrumentación astronómica, se han encontrado ya más de 200 planetas extrasolares, y esta cifra aumenta día a día. En su mayor parte, estos nuevos exoplanetas son planetas gigantes (en muchos casos, con tamaños mucho mayores que Júpiter), con períodos orbitales pequeños y órbitas excéntricas de corto período, muy cercanas a la estrella central, lo que parece indicar que son sistemas planetarios muy jóvenes. Pero esto no quiere decir que ésta sea la norma; sencillamente, se han encontrado tales planetas porque, dadas sus características, son los más llamativos y fáciles de encontrar. Además, muchos de ellos se han encontrado en sistemas estelares binarios. Toda una sorpresa, porque durante un tiempo se pensó que los sistemas estelares formados por dos o más estrellas no podían contar con planetas, pues todo el material se habría consumido en la formación de esas estrellas. Este descubrimiento de repente amplía el rango de estrellas que pueden tener planetas.
Es de esperar que con el avance de la tecnología y la puesta en marcha de nuevas misiones espaciales, se incremente deprisa el número de exoplanetas descubiertos. Entre estas misiones se encuentra la francesa COROT, un telescopio espacial que cuenta con una notable participación de la Universidad de Valencia. Cuando esté en funcionamiento, COROT medirá variaciones en la luz de las estrellas, y estudiará, entre otras, a varias estrellas candidatas a tener sistemas planetarios. Si en realidad estas estrellas tienen planetas y coincide que uno de ellos pasa por delante de la estrella tapando parte de su luz, COROT lo descubrirá al detectar la disminución de brillo. Otra misión interesante es GAIA, de la Agencia Espacial Europea (ESA), dedicada a medir con extraordinaria precisión la posición de cientos de miles de estrellas. Si alguna de estas estrellas tiene un planeta orbitándola, su fuerza de gravedad hará que la estrella sufra un pequeño bamboleo, pequeño pero detectable por GAIA. Con esta misión será posible encontrar planetas del tamaño de Júpiter, o incluso menores. Por último, hay que destacar la misión Kepler, en esta ocasión de la NASA, una compleja misión diseñada específicamente para encontrar planetas similares a la Tierra.
Pero una nueva técnica se ha añadido a la búsqueda y se está revelando como extraordinariamente útil. Se trata de las microlentes gravitatorias. Como nos muestra la relativ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATÓRIA
  5. PRÓLOGO
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. INTRODUCCIÓN
  8. Capítulo 1. CON QUIÉN: LA PROBABILIDAD DE VIDA EN EL UNIVERSO
  9. Capítulo 2. CON QUÉ: LA BÚSQUEDA DE INTELIGENCIA EXTRATERRESTRE
  10. Capítulo 3. CÓMO: EL LENGUAJE DE LA COMUNICACIÓN
  11. EPÍLOGO
  12. APÉNDICE
  13. BIBLIOGRAFÍA
Estilos de citas para Gramáticas extraterrestres

APA 6 Citation

Roselló, F. B. (2011). Gramáticas extraterrestres (1st ed.). Publicacions de la Universitat de València. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3048345/gramticas-extraterrestres-la-comunicacin-con-civilizaciones-interestelares-a-la-luz-de-la-ciencia-pdf (Original work published 2011)

Chicago Citation

Roselló, Fernando Ballesteros. (2011) 2011. Gramáticas Extraterrestres. 1st ed. Publicacions de la Universitat de València. https://www.perlego.com/book/3048345/gramticas-extraterrestres-la-comunicacin-con-civilizaciones-interestelares-a-la-luz-de-la-ciencia-pdf.

Harvard Citation

Roselló, F. B. (2011) Gramáticas extraterrestres. 1st edn. Publicacions de la Universitat de València. Available at: https://www.perlego.com/book/3048345/gramticas-extraterrestres-la-comunicacin-con-civilizaciones-interestelares-a-la-luz-de-la-ciencia-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Roselló, Fernando Ballesteros. Gramáticas Extraterrestres. 1st ed. Publicacions de la Universitat de València, 2011. Web. 15 Oct. 2022.