La ruta de los mogoles
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La ruta de los mogoles

Un viaje de Samarcanda a Hyderabad

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La ruta de los mogoles

Un viaje de Samarcanda a Hyderabad

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En la primavera de 1526 un ejército formado por tribus y clanes turco-mongoles derrota en el norte de la India al último monarca del Sultanato de Delhi. Por las venas del caudillo de la horda victoriosa, Babur, corre sangre de los mongoles Gengis Jan y Tamerlán, de quienes desciende directamente y ha sido expulsado de Transoxiana –el moderno Uzbekistán- y de su ciudad más amada, Samarcanda, por otra tribu de guerreros venidos de Asia Central, los uzbekos. Babur fundará en el Indostán una dinastía, la de los mogoles -o mogules, que permanecerá en el trono de una de las naciones más ricas del planeta hasta mediados del siglo XIX, cuando sería derrocada por el colonialismo británico.El autor sigue el rastro de los emperadores mogoles, sobre todo de los seis primeros, aquellos considerados los más grandes y gloriosos, desde Samarcanda, Bujara y otros enclaves de la mítica Ruta de la Seda hasta la India más meridional, frontera de la máxima extensión que alcanzó su imperio.Un apasionante viaje de la mano de Luis Mazarrasa Mowinckel -colaborador de El País- por el periodo de apogeo mogol que en su momento de esplendor abarcó los territorios actualmente correspondientes a India, Pakistán y Bangladés pero que llegó a poseer zonas de Afganistán, Nepal, Bután y el este de Irán.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418346927
Categoría
Travel
III. La conquista de India Central
Hacia 1528, dos años después de su victoria a las puertas de Delhi, Babur tomó posesión sin lucha de la formidable fortaleza de Gwalior, una mole amurallada sobre unas colinas casi inexpugnables construida en el siglo viii por un maharajá hindú y reforzada por las sucesivas dinastías, también musulmanas que reinaron en esta ciudad del Estado indio de Madhya Pradesh.
El tren a Gwalior, un viaje de unas cinco horas en dirección sur, parte a primera hora de la mañana desde la estación de Nizzamuddín en Nueva Delhi. En mi compartimento de segunda deberíamos viajar seis pasajeros, ocho a lo máximo, pero poco a poco se va llenando y antes de que arranque el convoy ya somos once bastante apretujados. Ocho son los miembros de una familia que retorna a Kerala, bastante lejos, en el sur del Subcontinente, después de la boda de una hija en Delhi.
Con el tren aún detenido, una hijra, un transexual, entra en el compartimento y, con mucha labia y entre risas, bendice a mis compañeros de viaje imponiendo las manos en sus frentes; de mí pasa, un respeto hacia el pardesi que puede sobresaltarse con sus juegos. Los o las hijras son omnipresentes en India y se han dado en clasificar como un tercer sexo y hasta una casta aparte. Generalmente son travestidos con sari, muy maquillados y exagerados en sus gestos. Son famosos por acudir a las casas donde se celebra una boda en cuanto tienen noticia de ello, con sus tambores y otros instrumentos musicales, y en donde llevan a cabo bailes y cánticos grotescos hasta que la familia del novio les entrega suficiente dinero para que se vayan y no molesten; una especie de chantaje bastante aceptado.
La que está en el tren haciendo sus ritos y pidiendo pasta es bastante simpática y los viajeros ríen con ella, pero le pasan en seguida varios billetes de rupias para que no les ridiculice mucho si no está satisfecha. Días antes en Paharganj vi algo parecido cuando un grupo de hijras entraba en los comercios del bazar, rezaban y cantaban un poco, montaban su numerito y pillaban algo de dinero. Porque, realmente, víctimas de una cruel discriminación y desprecio por parte de la sociedad india, el único recurso que tienen los transexuales en este país, aparte de la prostitución, es actuar como una especie de payasos esperpénticos.
El tren arranca con puntualidad y a los pocos minutos la familia keralí despliega toda su parafernalia para organizar las comidas. La madre, tía y hermanas sacan de sus bolsas un montón de fiambreras de aluminio y se distribuyen las samosas, esas empanadillas generalmente vegetarianas; se sirve la salsa masala a cucharadas en los platos de plástico, un tejemaneje increíble y todos los ingredientes pasan por encima de mis rodillas sin que se derrame una gota. En seguida hay un follón de mil demonios, con los niños comiendo o gritando, los chapatis y el arroz fluctuando en círculo por el compartimento, cuando desde el pasillo se asoma un tipo escuálido que transporta una columna de libros para vender más alta que él y nos los ofrece; luego son dos mendigos los que nos muestran las manos pedigüeñas, un majareta se arranca a tocar el tambor en los asientos contiguos... Bruce, un joven místico inglés, entra al cabo de un rato y se pone a hacer yoga en postura de loto en una de las literas superiores. Es bastante majo y cuando termina su meditación me cuenta que va, cómo no, a Goa.
Voy al baño, pero en la plataforma me intercepta Kumar Singh, un enturbantado muy amable, para darme una charla sobre el sijismo, mientras yo me aguanto como puedo las ganas de hacer pis. De vuelta a mi asiento, es el turno de los vendedores. Una señora mayor envuelta en un precioso sari ofrece figuritas del Taj Mahal de diferentes colores y Ram, el padre de la familia que vuelve a Mangalore, compra cinco y se empeña en regalarme uno a mí. Antes, su hermana me había ofrecido compartir las samosas con ellos, con servilletas de papel incluidas. Viajar en tren en la India puede resultar incómodo y algo pesado a veces, pero ¿aburrido? Nunca. Luego pasa una pareja de ciegos de aspecto muy pobre, pero el hombre viste una kurta blanca inmaculada, el blusón largo tan bonito que llevan muchos indios. Nos canta una canción bastante bien y la cieguita pide limosna. A los pocos minutos un joven tullido con las dos piernas cortadas por encima de la rodilla también mendiga algunas rupias.
Kranthi Kumar, un estudiante de Derecho muy avispado y curioso, me pregunta por las corridas de toros en España. Pero en esta cuestión no es muy original y me suelta todos los tópicos de la crueldad y lo inaceptable de un «deporte» para torturar animales y tal. Le contesto un poco hablándole del peligro de la desaparición del toro bravo el día que se suprima la fiesta, ya que este animal no ha sido criado y seleccionado genéticamente por el hombre para otro destino, y de la contradicción de los prohibicionistas que comen carne o toman langosta hervida viva en Nochebuena, y el debate se alarga porque también interviene un amigo suyo.
Entra un nuevo pasajero, pregunta quién soy yo y Ram, el de Kerala, con bigotito y entrado en carnes, me presenta muy serio: «Periodista español, especialista en derecho animal», con esa solemnidad con la que los indios hablan de casi todo.
Por fin llega la hora del almuerzo y el personal del tren me sirve una bandeja de pollo al curry con arroz y chapatis, esa torta de harina de trigo tan ubicua. Está buenísimo y hago equilibrios para comer sin ponerme hecho un Krishna. Cuando acabo no sé qué hacer con la bandeja y los platos de plástico. Los demás pasajeros arrojan todo por la ventana. Cada día hay millones de indios que viajan en tren y cientos de miles de restos de plástico que vuelan al campo. Todos se sorprenden cuando me niego a tirar mis deshechos, pero la verdad es que no hay ni una papelera en todo el tren. Así que voy al cuarto de baño y lo deposito en el suelo, desde donde seguramente el revisor lo arrojará por la ventanilla.
Lo cierto es que la India está cada vez más sucia. En mis primeros viajes hace treinta años gran parte de la suciedad era orgánica: restos de frutas y verduras, boñiga de vaca sagrada, etcétera, pero hoy que hay una clase media de casi 500 millones de personas, las ciudades rebosan de bolsas y restos de plástico. A esto hay que añadir la cantidad de gente que orina en plena calle, cuando no hace otras cosas, y la basura que dejan a la puerta de casas y comercios sin bolsas ni nada que se le parezca. Me da pena decirlo, porque India es el país de mi corazón, pero con la superpoblación y la capacidad adquisitiva la India está hecha una guarrada. No existe cultura alguna de mantener limpia una calle, ni la propia, ni mucho menos la naturaleza. Uno puede ir a una casa de una familia de clase alta, donde todo está limpísimo, pero el padre escupirá o arrojará desperdicios en su escalera sin reparo alguno. La escalera ya es de todos, es decir, a él se la suda.
Y eso es así por todo el país excepto precisamente en Kerala, adonde se dirige la familia tan maja que ya se me ha hecho amiga. Este estado del sur de India, una hermosura tropical de palmeras, cocoteros, playas formidables y comida deliciosa, fue el primer territorio del mundo donde un Partido Comunista llegó al poder de forma democrática y lo ha ejercido casi siempre desde la independencia de India en 1947, salvo breves períodos, como ahora, por ejemplo. El Gobierno regional de Kerala ha puesto siempre un gran énfasis en promover la educación y como resultado es el estado indio con menor índice de analfabetos, también donde las mujeres tienen menos hijos y donde las calles y playas, ¡qué milagro!, están bastante decentes y pocos tipos mean en cada esquina.
La acumulación de basura en la India es ya tan preocupante que el propio primer ministro, el guyarati Narendra Modi, se ha marcado la concienciación sobre ello como uno de los principales retos que hoy encara el país. «Green India, clean India» es el lema que hoy puede leerse por todas partes, pero, de momento pocos le hacen caso, aunque todos reconocen que tienes razón cuando les pides, por favor, que no tiren su basura por la ventanilla. «Aquí no tenemos esa educación todavía», dice humildemente una de las pasajeras.
A medio camino una señora llega con su hijo, un niño de unos 8 años, y se sientan en un asiento del pasillo frente a una chica con aspecto de universitaria. Al poco pasa otra vendedora y la madre le compra al niño un pequeño tablero y las fichas de serpientes y escalas que, como tantos juegos de nuestra infancia, empezando por los dados, es un pasatiempo indio. Con toda naturalidad, la joven empieza a jugar con el niño. Los indios son el pueblo más natural de la Tierra, el que mejor comprende para qué estamos aquí, el que más contento está con su suerte, según esa reciente encuesta mundial que determinó que el 90 % de ellos se declara completamente feliz. En la India la gente se dirige a ti tranquilamente cuando vas en el bus o en el tren, te pregunta por tu nacionalidad, estado civil, ingresos, número de hijos, religión, por supuesto, y hasta si eres de la casta de los jipis, como me sucedió a mí cuando era joven y melenudo y viajaba con los indios más pobres sobre los vagones del tren para ahorrarme el billete.
Jugando a serpientes y escalas.
En un tren indio dejas un momento el libro sobre el asiento y tu vecino lo toma sin tu permiso, lo abre, se detiene en cada página aunque no entienda nada y se demorará minutos en admirar una fotografía si el volumen es ilustrado. Todo les hace ilusión, les sorprende, todo les hace gracia, a veces de un modo molesto: se cae una persona en la calle y se descojonan, le dices a uno que te has envenenado en un restaurante y se parte de risa. Una mujer cuenta que está escayolada porque su marido, un borracho, le ha dado una paliza, y quien te lo traduce también lo encuentra muy gracioso.
Así es la India, contradictoria, enigmática, sorprendente. No intentes entenderla porque no tiene explicación y de todo lo que se diga de ella vale lo contrario.
Volviendo a serpientes y escalas, quienes tengan unos años y les trajeron los Reyes Magos los Juegos reunidos de Geyper recordarán ese tablero tipo el de la oca en el que se trata de llegar al final tirando los dados y avanzando por las casillas. Pero si caes en una escala tienes la suerte de avanzar varias filas hacia arriba. En cambio, la cabeza o la cola de una larga serpiente te deslizará irremediablemente hacia abajo, a veces, como en la oca, hasta la casilla de salida. Sin embargo, en otras suertes de los dados, gracias a que una serpiente te ha hecho retroceder una fila, a la tirada siguiente una escalera te avanza cuatro... Es el juego de la vida, en el que, como dice Salman Rusdhie en su maravillosa Hijos de la medianoche, el veneno de una serpiente también puede ayudarte a trepar hasta el éxito.
No solo los dados, también el ajedrez, el juego más perfecto que existe, es de origen indio. El backgammon y otros pasatiempos de mesa, como todas las religiones, vienen de Oriente. El ajedrez, cuenta la leyenda de su origen, fue inventado por un campesino indio que se lo regaló a su rajá. Este, maravillado ante su complejidad, mandó llamar a su súbdito para recompensarlo y le ofreció lo que quisiera: dinero, joyas, tierras... El hombre, con timidez, respondió que no quería todas esas riquezas. Se contentaría con que le dieran algo de trigo, que pusieran 1 grano sobre el primer cuadro del tablero, 2 en el segundo, 4 en el siguiente, 8 en el cuarto y así sucesivamente, el doble de cada cifra anterior hasta cubrir los 64 del juego. El maharajá fue presa de un ataque de risa y de compasión hacia un genio tan humilde y ordenó a sus criados:
—Calculad la cantidad que sea y entregádselo en un par de sacos a este pobre hombre.
Después de unos minutos de sencillos cálculos matemáticos, el gran visir p...

Índice

  1. La ruta de los mogoles
  2. Un viaje de Samarcanda a Hyderabad
  3. I. Tras el rastro de los
  4. timúridas en Uzbekistán
  5. II. En el sultanato de Delhi
  6. III. La conquista de India Central
  7. IV. Un imperio desde Guyarat a Bengala
  8. V. Akbar el Grande
  9. VI. Agra, el esplendor de la dinastía
  10. VII. El terrible Aurangzeb
  11. y el declive del Imperio
  12. Epílogo
  13. Yangon, Birmania, julio 2015
  14. Bibliografía