El abrazo. Hacia una cultura del encuentro
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El abrazo. Hacia una cultura del encuentro

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Este libro es la crónica de un descubrimiento. El que Mikel Azurmendi, su autor, realiza al desvelar en su entorno cercano la existencia de una comunidad unida desde el origen de los tiempos por lazos fraternales. Gente de hoy, pero con valores de hace dos mil años. Habituado a vivir en el seno de una ciudadanía permanentemente insatisfecha en lo material y atizada por sentimientos de agravio, engaño y hasta odio desde sus atalayas suministradas casi en exclusiva por la ideología, Azurmendi se topó con una presencia enfundada en una inmensa alegría y colmada por un darlo todo sin aspavientos, gratuitamente, sin la vista puesta en el cálculo costo/beneficio sino únicamente merced a la activación de un inmenso amor al otro. Y constató que esa conducta producía perdurable alegría existencial y mucha certeza. O sea, algo impropio de nuestra sociedad, donde el otro es a menudo percibido como portador de incertidumbre y riesgo.Transformarse uno, cambiar a mejor, mejorar las relaciones humanas del entorno, así en cualquier poblado africano como en la metrópoli moderna más sofisticada. En suma, ser cristiano al estilo de los primeros cristianos. Azurmendi, escritor de altos vuelos y hondas intuiciones, extrae conclusiones enormemente reveladoras sobre el sesgo de nuestra civilización moderna y los modos y maneras de encauzarla hacia la alegría y una humilde paz vital.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418578489
Categoría
Sociología
1.
En la sintonía de gente nueva
Fernando
Estás en la cama como un muñeco desgonzado. Tarda horas en amanecer. Tus ojos semicerrados apenas captan luminosidad tras el irrevocable ventanal de la habitación. Aun cuando no esté de par en par abierto, tienes descorridas sus cortinas. Estás en la posición de mirar, mirar desde tu cama al cielo raras veces estrellado. Incluso entonces, de sus luminarias hará jirones la noche. Ahora mismo alguna estrella que no ves está bruñendo el roble más grande del jardín. Lo piensas por un encaje de resplandor en las hojas. Entre recostado y sentado sobre tres almohadones aguardas la amanecida. Y especulas mientras aguardas. ¡Cuánto tarda la noche en marcharse, tan enceldada en su sayo negro!
La radio la tienes puesta. Tanto como sus voces y músicas estás interesado en escuchar el hilillo de oxígeno. Como un bichito dulce está arrastrándose por tus dos ventanas nasales adentro. Ese animalillo fresco silba en tu nariz desde unas olivas sujetadas tras la nuca e introducidas en ambas oquedades. Un largo tubillo de plástico trasparente tras muchos metros de alargamiento llega a una estridente máquina eléctrica de producir oxígeno. La radio que escuchas parece sostener el ronquido continuo pero desmayado de esa máquina. Es sábado y dan por fin las seis. Cierras los ojos y te dispones a escucharle.
Un mes de hospital y otros cuantos más percibiendo los ruidos de la noche y manipulando el dial de la radio te han enseñado a elegir una voz única de fin de semana: la de Fernando. De primera oída te causó extrañeza: apenas arrullaba, pero tampoco necesitaba endulzarse en la melifluidad aduladora del locutor de madrugada. Ese que te asorda los oídos de zalamas noctívagas. Tampoco chirriaba y menos aún buscaba entusiasmar. No bien la oíste, esa voz se te antojó la de un locutor de medio pelo con un gran trabajo detrás por arrinconar cierto deje andaluz. Te sorprendió lo sumamente dócil que era al cometido de informar. Informar desde todas las esquinas de la verdad, lejos de la ideología, sin escondites amañados ni exageraciones de parroquia. Una voz, sin apenas andamiaje ideológico. Una voz que te sujeta en la pura recepción y retiene tu cuerpo en su percepción hasta casi dejar de sentirla. Es una voz que deja correr la programación como el buen jinete al caballo boquifresco y de remos finos, sin fustigarlo a las guías, sin manosear la noticia, sin afectar indignación ni darse a consejas. Y nunca dice «sooo, caballo» a fin de huir hacia la música. Y siempre arrea un axioma insobornable: «el otro es como yo, como si fuese yo mismo. Que nadie lo humille, por favor, pues me lo hace a mí».
Hable de lo que hable, Fernando te hace comprender que las relaciones sociales no son esencialmente económicas sino éticas, y que en ellas se juega siempre el que las personas sean o no sean usadas para los fines de otras personas. Por eso adviertes enseguida que sus palabras fustigan la insolidaridad, la doble vara de medir, el aventar la paja en el ojo ajeno pero jamás en el tuyo. Y la mentira, ¡ah, la mentira y la falsedad, cuánto las parodia esa voz! Sus noticias subrayan el hecho negativo de que alguien se sirva de otro para sus fines. Y eso en política, en relaciones internacionales y también en la enseñanza, en los hospitales, en los laboratorios o en los sucesos más triviales de la vida cotidiana. Alejándose de la ideología y de la neurótica búsqueda de un «nosotros» de torre de campanario, que señale al otro como extranjero o enemigo, su informe resulta veraz hasta las cachas. Resulta humano. Como si dentro de él resonaran voces de gente esquinada. Es una voz de voces. Voces de balcón, de mujeres gordas que aceptan con desgaire sus michelines y gorduras, de niños que prefieren jugar en casa con su hermanita a ir a la escuela, de taxistas mansos hablando con su mujer por el móvil mientras esperan en la parada. O voces de clientes del bar, de paseantes en el zoo, de muchachos negros corriendo por la orilla de las olas. Siempre le sale a Fernando alguna voz humana sobrada de luces, inesperada como una ribera de pájaros.
Lo elegí de manera irrecusable para los fines de semana. Después de casi tres años prosigo escuchando a Fernando desde las seis hasta que abandona la emisora, hacia las 8:25 de la mañana. Yo también la cierro entonces del todo, sea que esté trajinando en la cocina, haciendo mis kilómetros diarios de máquina elíptica o paseando con mis perrillos. Entonces apago la radio y reflexiono sobre la foto. Porque Fernando se despide siempre de nosotros, sus radioyentes, con una foto. Una fotografía tomada de algún diario de ese día que él te visualiza. En las tres dimensiones de la imaginación hechizante: verdad, bondad y belleza. Siempre se tratará de alguna imagen humana y de ella él te separará un rasgo. Algo muy real, eminentemente real. La foto de Fernando siempre está aferrada a la realidad. Y mediante sinestesia (o sea, lo contrario de anestesia), mediante las más mansas sensaciones él va arremolinando emociones dispersas, alarmas escondidas, presencias insospechadas. Con esa magia tú llegas indefectiblemente a vislumbrar alguna gran esperanza. O sea, comienzas a confiar. Hay en ello un ardid de inteligencia, pero también un prodigio de reciedumbre carnal que te acelera las ganas de vivir. En la transmisión de esas ganas de vivir consiste la inmensa belleza de sus fotografías.
Expondré dos prototipos de foto, ambos de esta misma semana de marzo de 2017 en la que se inicia mi escritura. Están transcritos tal como los ha grabado mi teléfono móvil y copio literalmente el discurso. Imposible me sería trascribir el tono cálido de las palabras y su cadencia romera. Quimérico sería acarrear algunos sonidos más tonales, salidos de su garganta con intenciones de impulso de herradura, análogos en algo a la prótasis de una antífona gregoriana. Así, por ejemplo, cuando maldice a la clientela de los prostíbulos o cuando insulta a los «tíos cerdos» que compran el cuerpo de una mujer. ¿De qué manera dar cuenta aquí de sonidos inciertos en el derrumbe de algunas frases suyas que he debido escuchar tres o cuatro veces? El discurso les confería el carácter de reposo emborronado, similar en algo al final de cualquier tonadilla infantil. Ese final quieto, hasta mudo, hace que Fernando aparezca como derrumbando la voz sobre un sillón. Y tú descansas del todo y meditas en la belleza de haber escuchado cuanto ha sido dicho.
Un sábado de marzo
Me quedo hoy con una foto de las páginas interiores de La Vanguardia; es un retrato muy particular. Los dos tercios de la imagen están ocupados por una pared con gotelé gordo y sobre esa pared la luz de la primavera que está por llegar. Delante de esa pared, una mujer negra vestida con una parca negra.
La mujer, que se llama Rita, se tapa el rostro con las manos. Son manos de dedos finos, manos de trabajo, manos gastadas. Rita ahora trabaja como limpiadora, empieza su jornada a las cinco y media de la mañana.
La luz de la primavera, que está por llegar, ilumina con un brillo que parece de esperanza la frente y el cabello de Rita. El otro tercio de la foto, sin foco, es una calle con trajín que parece la ventana a un futuro prometedor. Rita es nigeriana, del sureste de Nigeria. Era peluquera, una peluquera tranquila hasta que una de sus clientas le quitó esa tranquilidad con la promesa de que iba a hacerla llegar hasta España para ser peluquera en nuestro país.
¡Malvada clienta que, en realidad, trabajaba para una mafia de tráfico de seres humanos!
El viaje fue largo a través de Níger, Argelia y Marruecos. En Rabat, Rita vivió en condiciones de miseria y luego tres días en el mar sin comer y sin beber. De Málaga viajó hasta Barcelona y en Barcelona no había ni peluquería ni nada que se le pareciese. Allí estaba su clienta, la malvada clienta que obligó a Rita a prostituirse.
¡Malvados clientes que compran sexo, que compran carne explotada, que aceptan el comercio carnal con mujeres convertidas en mercancía!
Rita estuvo dos años haciendo la calle en Las Ramblas. Cuán difícil imaginarse cómo se levanta y se acuesta una, cómo se mira al espejo cuando, a la fuerza, todos los días hay unos tíos cerdos que la usan como una esclava.
Que Rita, como toda mujer, nació para escuchar palabras de cariño, para ser acariciada sólo con manos de ternura, con manos de respeto, con manos de devoción. Manos que le recuerden que es el centro del universo y de la historia. Rita, que como toda mujer nació para eso, para ser querida con respeto, durante dos años fue maltratada, explotada sexualmente. Un gesto de valentía sacó a Rita del infierno y fue acogida en una casa de monjas Adoratrices y en esa casa las palabras de cariño por fin se volvieron a escuchar. En esa casa volvieron las manos de ternura.
¡Que también hay una España que funciona, que no sólo hay mercado y Estado!
Y en esa casa de monjas Adoratrices Rita volvió a ser aquello para lo que había nacido: una mujer querida, una mujer tratada con respeto, una mujer tratada con devoción. En esa casa de Adoratrices Rita estudió cocina y español, en esa casa encontró las manos de ternura que había perdido. Rita quiere montar ahora una peluquería, Rita trabaja desde antes de que salga el sol hasta muy tarde. Rita ahora brilla bajo el sol de la primavera que está por llegar.
En todas nuestras ciudades, en todas nuestras calles, en todas nuestras esquinas hay Ritas esperando manos de ternura, esperando manos de compasión, manos que hagan volver a las mujeres a sentirse como aquello para lo que nacieron: que vuelvan a sentirse reinas, centro del universo, centro de la historia. Hay mujeres como Rita esperando una mirada de ternura, una mirada de vida.
Que tengan un estupendo sábado.
A esa mujer negra que el diario La Vanguardia llamaba Rita yo la he seguido viendo, si no a diario, sí en cada telediario en que se nos noticiase algo relativo a los inmigrantes. En esos momentos en que te das cuenta precisa de que los otros viven en el infierno mientras nosotros fruncimos el ceño para seguir anestesiados. O como anestesiados. En esos momentos de telediario en que te recuerdan que entre el año 2000 y el 2014 se ahogaron en el Mediterráneo veintidós mil emigrantes africanos. Hombres y mujeres como tú. Para ellos ese viaje a Europa fue el más peligroso de su vida. Fue mortal. Y te viene a la memoria Rita, que no se ahogó y así tuvo que prostituirse.
Un domingo de marzo
Hoy me quedo con una foto de La Vanguardia, es una foto que ocupa dos páginas. El hombre protagonista de esa imagen tiene 67 años, se llama Josep Borrell Margallo. Es un payés de pelo blanco y barba también blanca y aparenta menos años de los que tiene. Posa para la foto tumbado en el suelo, viste un jersey rojo y posa bajo un almendro pequeño, que no se eleva un metro del suelo, un almendro que ha estallado en flores y en esos pequeños milagros blancos, delicadísimos, flor de almendro que es prenda de una primavera que está al llegar, anuncio cierto de días soleados, de campos reventando de fecundidad, de vida que renace. La flor de almendro es esperanza en días todavía fríos, en días todavía grises, en días todavía cortos. La flor de almendro es esperanza de que el verano no está lejos, de que la alegría volverá, de que mayo anda cerca, de que los rigores del invierno no son eternos. La flor de almendro es garantía y apoyo para los que flaqueamos, para los que necesitamos ayuda, para los que necesitamos algo delante de los ojos para mantener la esperanza viva. Josep Borrell, el payés de la foto, posa debajo del almendro, que es un estallido de promesas, un estallido de promesas blancas. Blancas las flores, blanco su pelo, blanca su barba. Detrás del tronco del almendro se pone el sol, se pone para salir dentro de unas horas, pues la oscuridad no se da para siempre. Josep Borrell es un cazador, un recolector de árboles en flor, desde hace 46 años anota en un cuaderno el momento en que las nuevas yemas, los nuevos brotes se abren y se convierten en flores en los olivos, en los manzanos, en los almendros, ciruelos y avellanos. Josep Borrell es un hombre de campo, un hombre acostumbrado a mirar, un hombre paciente que sabe ver lo que a los demás nos pasa inadvertido. A nosotros, que estamos siempre atrapados en nuestros pensamientos, en lo que hemos conseguido o no hacer, nos cuesta mirar, nos cuesta ver, nos cuesta salir. Nosotros ya no conocemos el campo, ya no sabemos ver y mirar más que pantallas, ver y mirar flores, yemas que...

Índice

  1. Advertencias
  2. 1.En la sintonía de gente nueva
  3. 2.Una tribu de gente renovada
  4. 3. El arte de educar
  5. 4.Bocatas
  6. 5.La belleza desarmada
  7. 6.Jesús de Nazaret
  8. 7.Tradición viva: transmitir, entregarles
  9. 8.Eso de la gracia, ¿qué es?
  10. 9.Verdad y estilo de vida
  11. ¡Acabáramos!