Filosofía de la mente (2a ed.)
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Filosofía de la mente (2a ed.)

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Filosofía de la mente (2a ed.)

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La filosofía de la mente, la reflexión sobre la naturaleza de lo mental y sus relaciones con el mundo físico y el comportamiento, han experimentado un fuerte desarrollo desde mediados del siglo pasado. Esta obra pretende introducir al lector en las cuestiones centrales de la filosofía de la mente, ofreciéndole una guía clara y accesible de este intrincado territorio. El libro está dividido en tres partes. La primera y más extensa aborda el llamado «problema mente/cuerpo» y presenta y discute distintas propuestas para resolverlo. La segunda trata la cuestión del objeto o el contenido intencional de determinados estados mentales, como las creencias o los deseos. La tercera se ocupa de las relaciones entre la mente y el comportamiento, avanzando así hacia la filosofía de la acción. Esta obra será de utilidad tanto para estudiantes universitarios de primeros cursos como para el lector culto interesado en la reflexión filosófica de la mente.

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Información

PRIMERA PARTE
MENTE Y CUERPO:
LA NATURALEZA DE LA MENTE
1. Algunos rasgos de nuestro concepto preteórico de lo mental
La pregunta por la naturaleza de la mente (o del alma, por usar un término más tradicional) es importante, entre otras razones, porque la posesión de propiedades mentales determina una diferencia. La atribución de propiedades y estados mentales no constituye meramente una descripción, sino que incluye también una valoración. El valor y la dignidad especial que concedemos a los seres humanos no se debe meramente a una actitud irracional antropocéntrica, sino que descansa en el supuesto de que los seres humanos poseen características mentales. La diferencia entre las actitudes que adoptamos ante distintos tipos de seres se encuentra estrechamente relacionada con la posesión y la riqueza de la vida mental que atribuimos a tales seres. Establecemos una jerarquía entre las entidades que pueblan el mundo en función, en gran medida, de las características mentales que suponemos que poseen.
Nuestra actitud natural hacia los animales superiores no es cartesiana; no los consideramos simples mecanismos físicos o máquinas. En el caso de un perro, por ejemplo, sus reacciones nos llevan, de modo natural, a atribuirle una interioridad, una vida interior, una capacidad, aunque sea elemental, por un lado de sentir, y, por otro, de concebir las cosas y discriminarlas. Un perro, suponemos, es capaz de sentir dolor y placer, y de tener otros sentimientos, como alegría y tristeza; también es capaz, por ejemplo, de reconocer a su dueño, si lo tiene, y de reconocer muchas otras cosas. Es esta interioridad lo que no posee un objeto inanimado. Algo no muy alejado de esto quería expresar Leibniz al decir que un alma (una mónada) es un reflejo del universo desde una perspectiva singular. Por eso un golpe propinado a un perro tiene otro significado que un golpe dado a una mesa.
Consideramos, pues, la posesión de propiedades mentales como una cuestión gradual, no como una cuestión de todo o nada. La vida mental de los distintos organismos, suponemos, es cada vez más rica o más pobre a medida que ascendemos o descendemos en la escala de complejidad biológica, y las características mentales se desvanecen insensiblemente en las formas más elementales de la vida animal. A medida que ascendemos en esta escala necesitamos conceptos mentales cada vez más refinados y complejos para entender las reacciones y el comportamiento de los distintos tipos de organismos. En los escalones más bajos apenas necesitamos conceptos psicológicos: los movimientos de las amebas o de los virus son explicables, creemos, en términos puramente físico-químicos. Sin embargo, para entender el comportamiento de un perro ya empleamos conceptos psicológicos bastante complejos, y necesitamos ya toda la complejidad de estos conceptos para entender las reacciones y el comportamiento de un ser humano.
Sería erróneo pensar, sin embargo, que la diferencia entre un perro y un ser humano es sólo de complejidad psicológica. Más allá de cierto límite, la diferencia cuantitativa, de complejidad, se convierte en una diferencia cualitativa. Y una diferencia cualitativa que aceptamos entre un perro y un ser humano es que este último –pensamos– es capaz de decidir libremente y es, con ello, responsable de los actos que decide libremente llevar a cabo. Otra diferencia de este tipo es la autoconciencia y la reflexividad: un ser humano no sólo tiene propiedades mentales, sino que sabe que las tiene. Esta capacidad es una condición indispensable del progreso intelectual y moral, puesto que nos permite convertir nuestras creencias en objeto de examen y juzgarlas críticamente. Es plausible pensar que estos dos caracteres están relacionados, que hay entre ellos relaciones de dependencia. En cualquier caso, la libertad no es concebible salvo sobre la base de una vida mental muy rica y compleja, de modo que la cuestión de la naturaleza de la mente es previa a la cuestión de la posibilidad y estructura de la libertad.
Preguntémonos, pues, qué es la mente, tomando ya como paradigma la mente humana. ¿Hay algún rasgo que caracterice las propiedades o estados que son mentales y los distinga de los que no lo son?
Inicialmente, hemos de constatar que bajo el término «mente» o «mental» agrupamos de hecho un conjunto bastante heterogéneo de propiedades y estados: sensaciones, creencias, deseos, sentimientos, emociones, intenciones, decisiones, rasgos de carácter, disposiciones y habilidades diversas.
Podemos intentar establecer una clasificación inicial de estos diversos tipos de estados y propiedades en dos grupos básicos y dos grupos derivados, caracterizables, al menos en parte, en términos de los dos primeros. Tenemos así, en primer lugar, estados intencionales, que se distinguen por tener un contenido ante el cual un sujeto adopta cierta actitud: creencias, deseos, intenciones, esperanzas, etc. En segundo lugar, podemos distinguir estados fenomenológicos, caracterizados por una cualidad sentida o un modo peculiar de aparecer al sujeto: sensaciones de dolor o placer, post-imágenes, experiencias visuales, auditivas, olfativas, etc. Un tercer grupo estaría constituido por estados mixtos, en especial emociones y sentimientos, caracterizados a la vez por cierta actitud hacia un contenido y por cierta cualidad sentida. Sin embargo, un somero análisis aconseja considerar este grupo como derivado. Encontramos en él, en efecto, estados de emoción y sentimiento cuyo componente fenomenológico es inespecífico cuando se lo aísla del contenido; pensemos, por ejemplo, en suprimir del temor el objeto del mismo; lo que resta es una vaga intranquilidad que podría ser propia de emociones muy diversas. Este tipo de estados serían asimilables a los estados intencionales. En cambio, una depresión inespecífica o una tristeza sin objeto (quizá cabría denominar estas condiciones psíquicas «estados de ánimo») bien podrían agruparse junto con los estados fenomenológicos. Finalmente, tenemos el grupo de las disposiciones puras: capacidades (inteligencia, fuerza de voluntad, etc.) y rasgos de carácter (envidia, generosidad, etc.). Estas propiedades no poseen contenido semántico ni fenomenología, son meras disposiciones o tendencias, pero intuitivamente son parte de lo mental: describir a una persona como envidiosa o inteligente es sin duda describirla mentalmente (no sabemos nada acerca de sus propiedades físicas al recibir esta información). Hay razones, sin embargo, para considerar también este grupo como derivado de los dos primeros, pues al caracterizar sus miembros hemos de emplear conceptos de estados intencionales o fenomenológicos. La envidia, por ejemplo, puede entenderse como una disposición o tendencia a tener ciertos deseos (verbigracia, el deseo de que los demás fracasen), creencias y quizá estados fenomenológicos (sentirse mal ante el éxito de otras personas, etc.).
La diferencia entre los estados de los dos primeros grupos es muy notable y establece una dualidad en nuestro concepto de la mente. No parece haber un rasgo sustantivo común a una creencia determinada y a una sensación de dolor por el que clasifiquemos ambas como estados mentales. No parece haber, en suma, una esencia de lo mental, una característica esencial que defina todo aquello que es mental y lo distinga de aquello que no lo es. El filósofo y psicólogo Franz Brentano consideró el contenido u objeto intencional como criterio distintivo de lo mental. En un importante texto, escribe lo siguiente: «Todo fenómeno mental se caracteriza por lo que los escolásticos de la Edad Media llamaron la inexistencia intencional (y también mental) de un objeto y nosotros podríamos llamar, aunque en términos no totalmente carentes de ambigüedad, la referencia a un contenido, una dirección hacia un objeto (por el que no hemos de entender una realidad en este caso) o una objetividad inmanente».[1] Diversos autores, siguiendo a Brentano, han visto en la intencionalidad un rasgo central de la mente. Así, por ejemplo, Donald Davidson escribe: «El rasgo distintivo de lo mental no es ser privado, subjetivo o inmaterial, sino exhibir lo que Brentano llamó intencionalidad».[2] Sin embargo, la posesión de contenido u objeto intencional caracteriza únicamente los estados del primer grupo, pero no los del segundo. En la tradición cartesiana, la conciencia ha sido considerada como el carácter esencial de lo mental. Este criterio, sin embargo, excluye del ámbito de la mente, por ejemplo, creencias que serían correctamente atribuibles a un sujeto, pero que no están presentes a su conciencia. Rebajar este criterio requiriendo únicamente accesibilidad a la conciencia resulta también demasiado restrictivo, por ejemplo si la hipótesis freudiana de lo inconsciente es correcta. Pero pensemos además en la experiencia de acostarnos preocupados por un determinado problema, p. ej. filosófico, y descubrir, al despertarnos, que hemos hallado una solución (aparente o real) al mismo. Es sin duda plausible suponer que determinados procesos mentales dotados de contenido han tenido lugar mientras dormíamos, pero esos procesos no son accesibles a nuestra conciencia. Cabría quizá considerar la conciencia únicamente como criterio paradigmático de lo mental, es decir, como la característica propia de casos centrales de estados mentales, como un dolor presente o una creencia basada en la percepción actual de un objeto. Pero incluso en este caso cabe dudar de que el término «conciencia» esté siendo empleado de modo unívoco respecto del dolor (un estado fenomenológico) y de la creencia (un estado intencional): que somos conscientes de nuestros dolores presentes significa que los sentimos, pero que somos conscientes de ciertas creencias no significa que las sintamos, sino sólo que podemos saber y decir cuáles son.
La distinción entre estados intencionales y estados fenomenológicos se manifiesta con claridad en el discurso cotidiano sobre la mente. Encontramos en este discurso dos tipos de locuciones con los que describimos mentalmente a las personas.[3] Uno de ellos describe o atribuye estados mentales mediante un verbo mental que introduce una oración subordinada; el otro, en cambio, no incluye una oración subordinada, sino que el verbo mental, modificado o no por adverbios, contiene ya la descripción completa del estado mental en cuestión. Un caso claro del primer tipo es «Juan cree que el oso pardo es una especie en peligro de extinción». Un caso claro del segundo tipo es «Jorge tiene (muchísimo) dolor (de muelas)». El primer tipo de locución corresponde a lo que hemos llamado estados intencionales. Estos estados se especifican típicamente mediante oraciones subordinadas introducidas por la conjunción «que» o por un verbo en infinitivo. El segundo tipo de locución corresponde a los estados fenomenológicos. Al decir que Jorge tiene dolor de muelas estamos describiendo lo que Jorge siente, pero esta descripción no incluye la descripción adicional de un estado de cosas que sea objeto de una actitud, no incluye, podemos decir, la relación semántica con la realidad característica de los estados intencionales. Otro modo de concebir esta diferencia es el siguiente: en el caso de una atribución de creencia («Juan cree que el oso pardo es una especie en peligro de extinción»), podemos considerar esa atribución verdadera o falsa (Juan puede creer realmente tal cosa o no) y, adicionalmente, podemos también considerar verdadero o falso lo que el sujeto cree (que el oso pardo esté en peligro de extinción puede ser verdad o no), mientras que en el caso de la atribución de una sensación de dolor («Jorge tiene dolor de muelas»), sólo tenemos la primera posibilidad, pero no la segunda.
Cuando Brentano advierte que el objeto intencional no ha de entenderse como una realidad e insiste en que la objetividad es en este caso inmanente, alude al hecho de que el contenido intencional, o alguno de sus componentes, puede no corresponder a nada real, sin que eso afecte a dicho contenido. En el caso del deseo, por ejemplo, es característico que su objeto no sea todavía real, y puede ocurrir que nunca llegue a serlo, cuando el deseo no llega a ser satisfecho. Lo mismo sucede con las creencias falsas. En casos más extremos, es posible desear cosas que no pueden ser reales, como sucedía con los matemáticos que deseaban lograr la cuadratura del círculo, o con los alquimistas que pretendían transmutar ciertos metales en oro. La imposibilidad en cuestión no impedía que ésa fuera una descripción correcta de tales deseos o intenciones. Es también posible buscar o desear hallar algo que no existe, como la fuente de la eterna juventud. Si el contenido de una creencia tuviese que ser un hecho, no sería posible tener creencias falsas, y si a todo componente del contenido tuviese que corresponder un objeto real, no sería posible buscar la fuente de la eterna juventud.
Estas observaciones nos introducen en las peculiaridades de la intencionalidad.[4] En primer lugar, los estados intencionales de un sujeto manifiestan su perspectiva subje...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CREDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN
  7. PRIMERA PARTE
  8. SEGUNDA PARTE
  9. TERCERA PARTE
  10. BIBLIOGRAFÍA
  11. ÍNDICE ONOMÁSTICO Y ANALÍTICO
  12. COL·LECCIÓ EDUCACIÓ