Niño y grande
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Niño y grande

  1. 50 páginas
  2. Spanish
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Niño y grande

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Índice
Citas

Información del libro

Plagada de la sensibilidad del autor y de constantes referencias a sus obsesiones vinculadas a la enfermedad y la muerte, Niño y grande nos presenta los recuerdos de su protagonista, Antón, en la España rural de finales del s. XIX, desde su infancia en el campo a sus estudios en un colegio religioso y su despertar a la vida adulta con sus placeres y sus miserias, su amor infantil y su amor adulto.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726508895
Categoría
Literature
Categoría
Classics

- III -

Elena

I. Después

...Siete años estuve en Madrid, pasando constantemente del bullicio y del amor placentero al recogimiento de la meditación y castidad. Las abrasadas espadas del pecado y del dolor encendieron y llagaron mi espíritu. He sentido las inquietudes, las imprecisas ansias de costosos ideales sin fijeza. Desconfié de mí mismo. ¿Qué apetecía yo, Dios mío?
Llegué a preguntarme si no hubiese sido un hombre fuerte, bueno y útil con otra idealidad más concreta y reposada, fundando hogar, gozando de mi sencilla abundancia horaciana, rodeado de mujer y de hijos. Lo dije a mis geniales amigos, y me avergonzaron con sus chanzas.
No; yo no sabía lo que anhelaba. Me hundía en vedados amores, por el impulsivo recuerdo del primer beso de dona Francisca, el beso inicial de seducción, que me mordía siempre, siempre, la carne; y me apartaba arrepentido, y hasta llorando, cuando en los ojos, los cabellos, la boca, las líneas de la figura de una mujer casta y hermosa veía una dulce semejanza con los rasgos casi infantiles de Elena, mi Venus Urania.
¿Es que en mi camino sólo pasé jornadas amatorias?
En el mío y en el de todos los hombres, Amor es nuestro guía, nuestra posada y nuestro cansancio.
Veneraba yo la memoria de Elena, y me sentía besado por doña Francisca.
Tuve trances que me hicieron creer que de la suma pureza procedían mis ansias saciadas impuramente, y que del arrepentimiento y hastío del pecado se originaban mis anhelos de perfección...
* * *
«Querido Antón: antes de que busques la firma para saber quién te escribe, me apresuro a decirte que soy yo: Sebastián Reyes, tu padrino, viejo, solo, rico y necesitado de tu compañía.
Llevo cinco años buscándote. Al cabo, supe que estabas en Madrid, y a Madrid he venido. Si no llegasen a tus manos estas líneas, o no accedieras a reunirte conmigo, pagaré un pregón por las calles o publicaré un anuncio en los periódicos, y, por último, acudiré a la policía valiéndome de mil embustes.
Te aguarda para abrazarte y confesarse, tu padrino,
Sebastián Reyes.
Hotel Oriente.- C. Arenal. No saldré durante tres días para que puedas encontrarme en todo momento. Mi tarjeta, en la taquilla, o tarjetero, o como eso se llame, dice:
SEBASTIÁN REYES
DIRECTOR DEL CRÉDITO AGRÍCOLA DE LEVANTE».
¡Qué atrocidad! -recuerdo que proferí como única glosa.
El camarero del Suizo, Juan, que soportaba una cabeza esquilada v enorme de lego humilde, presentome esa carta en la misma bandeja de mi desayuno, al lado de los dos brioches.
Yo no había pensado en mi padrino desde que salimos de nuestra hacienda murciana; y confieso que acogí con desabrida burla esta inesperada aparición. Quizá tuviese la culpa el pobre recuerdo de la señora Leandra.
Juan me dijo que había traído la carta un señor rollizo y lujoso, que estuvo preguntando por mí, y que, al darle noticias mías, el desconocido resopló de contento y pronunció mucho mi nombre, pidiéndole que le contase más de mi vida.
Pero Juan no pudo darle otros datos que el de mi desayuno, y todavía no eran de mucha certidumbre por mi falta de puntualidad.
No pasaré de aquí sin confesarme agradecido de este buen hombre.
Una mañana de Navidad, mientras desplegaba la rizada servilleta y la tendía en la orilla de mármol, no pudiendo contenerse dentro de su comedimiento, exclamó con asombro, que me supo a ternura:
-¡Pero usted, usted ni en fiestas se marcha al pueblo, al calor de la familia!
¿Había adivinado Juan mi origen y mis gustos de lugareño? Y esta sagacidad, ¿no nacía de desearme un tranquilo goce en casa aldeana limpia, abundante, patriarcal?
-Juan; toda mi familia soy yo...
Y él apartose, y desde lejos estuvo mirándome.
Juan me presentaba una apacible evocación de la provincia. Estuve a punto de llamarle y pedirle que me tuteara, porque me parecía un antiguo criado de mis padres.
...Cuando aquella mañana de la carta acabó su relato, me dijo:
-Ese señor gordo y forastero hablaba de usted como de un muchacho menudo.
Juan me acercaba a Sebastián Reyes. Repasé la carta. No nombraba a la señora Leandra. Y fui en busca de mi padrino.

II. Don Sebastián

Apenas me asomé a su dormitorio, se arrojó, se derribó de la cama cubriéndose con un amplísimo ropón de lana velluda. Parecía vestido de pieles de sus ovejas; y casi le creí un héroe primitivo.
Toda mi infancia, la familia labradora de la barraca, la becerra, los árboles del río, la huerta murciana, me rodeaban sintiéndome abrazado de aquella fiera corpulenta y mansa que lloraba y se reía balbuciendo mi nombre sobre mis cabellos...
Yo, enternecido, me preguntaba si sería verdad que me quisiese tanto un hombre que fue para nosotros algo desamorado, frío, cauteloso.
¡Y estaba en el Hotel Oriente! Mi padre, cuando regresaba de sus tardíos viajes a Madrid, nos hablaba de este hotel, sencillo y austero. Contaba todo lo que había comido; nos decía el abrigo que le pusieron en la cama. Y si se había despertado alguna noche, mi madre, entonces, lo notaba y relacionaba con un súbito llanto mío, ocurrido a la misma hora...
En mis siete años de vida cortesana, pasé frecuentemente por el portal de la fonda; me asomaba; y mi alma veía la silueta de mi padre rodeado de mercaderes ingleses que hablaban de cosechas y precios de la naranja...
...Don Sebastián esperaba con resignación que yo le atendiese; me dio lástima, y me senté a su lado. Y él comenzó de esta manera:
-¡A buen seguro, Antón, que mi carta te habrá llenado de recelos! ¿Para qué te busco, verdad? Debo parecerte transformado. ¡Estoy ancho, imponente! ¿Y tú, te acuerdas de mí? Yo era enjuto, largo, ruin. Mis manos olían a calderilla, a ganado, a muestras de cáñamo, a lejía... La pobre de tu madrina no se hartaba nunca de repasarlo y cerrarlo todo. Pues, ¿y el llavero que traía colgado en la cintura?; pesaba como un costal; y ni a mí, ni a mí me lo confió hasta que le dieron los óleos. ¡No he conocido memoria y desconfianza como las suyas! Prestaba dineros a toda la huerta, y no apuntaba un número ni un nombre; corría todos los caminos y sendas apremiando a los vencidos sin otro juez, fuerza y documento que su bravura, sus gritos y su llavero. Ganó ella más con sus logros, que yo con mis embarques de reses. Me pasaba la noche contando la calderilla de los réditos y de sus cambios. La temporada de los gusanos de seda se nos entró un caudal en la casa. ¡Tenía que ver con todo! Once duros que le debía el capellán de la partida, el del ermitorio, se los cobró llevándose la casulla que le regalaron tus padres, y un cordero que tú le diste. De vuestro viaje a la Mancha tuvo ella la culpa; ¡Dios la haya perdonado! Ella y yo... Yo veneraba a tu padre, porque era muy bueno y liberal, y a tu madre, porque era una santa, porque era muy hermosa y muy señora. En hablando ella, ya me tenías tembloroso, porque se me antojaba que se iba a romper como un cristal muy fino. Siempre la presentaba a todos de modelo de crianza, de dulzura, de lo mejor del mundo. Mi mujer enfermó del hígado. Y, aunque tu madre jamás le pidió nada -¡qué había de pedirle!-, ¡mi mujer la cobraba cada día unos intereses más fuertes de celos!
Y don Sebastián se reía y meneaba la cabeza con una desdeñosa lástima de la esposa muerta y de sí mismo. Luego, humillando los ojos, recatándose y hundiéndose entre los pliegues felpudos de su manto, prosiguió:
-Vergüenza me da lo que sigue... y hay que contarlo. Mi mujer, decía: yo estoy seca, abrasada, vieja y enferma... Cuando yo falte, te espumarás, te harás señor; y aun te casarás...
Por entonces murió tu padre. Después te trajeron del colegio. Tu madre me pidió que le aconsejara; que me encargase de vuestra hacienda. Y yo, que hubiese sido un perrazo leal de aquella noble señora, la engañé con mis miedos embusteros de ruina por su desamparo. Me fingí desagradecido, olvidado de la protección y confianza de tu padre, sin las cuales yo nunca habría salido de mi pobreza de cuna... Hice que os fuerais a la Mancha para que cuidarais de cerca lo poco que allí os quedaba, y me malvendierais la abundancia que teníais en la vega... ¡La Leandra! ¡La Leandra y yo, qué caray! Lo que mi mujer sentía por tu madre ya no eran celos, sino una rabia que la iba socarrando y consumiendo. Perdónala. ¡Es que yo me apartaba de donde tu santa madre pisaba, para que mis pies no ofendiesen ni borrasen la huella de los suyos! ¡Y ya ves! Pues a ti, a ti te miraba yo como un niño príncipe. Y, sin embargo, Antón...
¡Yo sonreía oyendo la palabra príncipe al lado de mi nombre Antón!
...Y, sin embargo, Antón -repitió don Sebastián confuso y enrojecido-, insté, apresuré vuestra marcha, y por mandato de Leandra, y quizá porque sin darme cuenta obedecía también mis bajos impulsos, hice negocio con vuestra inocencia y abandono, y os di doce mil duros por las huertas, la casa, los ganados; doce mil duros que a los dos meses había ya recogido de la fruta pendiente de vuestros naranjos y del cáñamo, todavía en el bancal... A los tres años llegaron unos ingenieros franceses que necesitaban más de una legua de tierra para fábrica de abonos y destilerías. Y me mercaron vuestras fincas. ¡Trescientas mil pesetas me dieron! Cuando descargué sobre la mesa, la mesa de la cocina, aquella fortuna, que no era mía, Leandra, toda enfurecida, me dijo: «¡Si pides cien mil duros, cien mil duros que te dan! ¡Esos pantalones que traes me los debí de coser yo para estas piernas!». Y se golpeaba las rodillas y le resonaba el llavero. Mi mujer cortaba y cosía mi ropa. Pues, tenía razón. Aquella gente extranjera necesitaba, ni más ni menos, que lo vuestro, por la fuerza del río y la cercanía de la estación de Almotaceña...
Esta última rabia de la codicia de la Leandra me impulsó a ser honrado. Y os escribí. Pero me devolvieron la carta. Tu madre había muerto, y de ti nada se sabía. Murió mi mujer. Ya es hora de que a la pobre le dedique algunas buenas palabras. Nada hay en el mundo que sea ruin del todo y que no dé provecho. Lo digo, porque de la avaricia de Leandra y de mi vida obscura de mercader se me despertaron unos propósitos virtuosos. Socorrí a muchos de los perseguidos por tu madrina; y viéndoles y habiéndoles, me dieron, en pago de la dádiva, la idea de ampliar el beneficio, sin daño de lo mío, que no era mío, porque lo tenía en depósito para ti. ¿Me entiendes? Pues, bueno: los dineros que yo prestaba liberalmente parecía que me mirasen prometiéndome otros. Aquella rica comarca, que produce tres y cuatro cosechas al año, era de pobres y de señores empeñados. Visité otras regiones de la provincia, y en todas vi gentes agobiadas por usureros que me recordaban a mi Leandra. Y me dije: Aquí hay un negocio seguro y decente fundando un Banco agrícola misericordioso, pero justo. Yo quería ser bueno; santo, no es posible, ¿verdad? Tenía quinientas mil pesetas, y junté dos veces más entre ciento veinticinco accionistas; de ellos, veinte de los anteriormente socorridos. -Te advierto que se me presentaron por su voluntad-. En menos de dos años establecimos seis sucursales. ¿Te cansas? Acabo pronto. Pose la dirección y mi residencia en la capital.
El negocio floreció; yo engordé, pero por dentro me mustiaba la cavilación de encontrarte y reparar lo pasado. Mira: acabadas las horas de oficina, subía a mis habitaciones, y no podía gozar de mi holgura. Las butacas, las alfombras, los espejos, más que nada los espejos; mi cama, con dosel y todo; la mesa del comedor, cargada de porcelana y plata, me decían lo mismo que los ojos de los criados vestidos de negro -te advierto que van vestidos como yo-; me decían que estaba cometiendo la más grande de las bellaquerías. Y todo reclamaba tu distinción, tu mocedad, tu presencia, que justificase mi fausto y me quitase la pesadumbre. Y pensé: dentro de mi miseria pude encontrar un financiero rodeado de respetos y halagos, ¿y no he de averiguar el paradero de Antón Hernando, que es empresa más fácil y más noble que la otra? ¿No era infame mi descuido? Me dije que sí; y en seguida me marché al pueblo manchego. Te juro que lloré mirando vuestra antigua casa.
Fui preguntando, preguntando. Me recomendaron que visitase a una señora que, por haber sido vecina vuestra, quizá pudiera darme noticias. «¡Sí, sí, Antón Hernando! -dijo-. ¡Bendito Dios! ¡Un niño pícaro y desengañao...! Muy hermoso se marchó, pero no sé dónde; tal vez mi Requena lo supiese!». Y su Requena ya estaba pudriendo tierra. Volví desalentado. Comenzó a atormentarme la idea de que hubieras muerto; de improviso la ...

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  1. Niño y grande
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