Panteón
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Panteón

Una nueva historia de la religión romana

  1. 502 páginas
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Panteón

Una nueva historia de la religión romana

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La intención de este libro es relatar la historia de una convulsión cuyo impacto marcó una época. Esta es la historia de cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que se narran no fueron inevitables, nadie podría haberlos previsto; tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario. Es una historia viva, dinámica, colectiva e individual.En este monumental texto, Jörg Rüpke nos entrega una narración histórica, sorprendente y original, de la religión antigua romana y mediterránea desde la Edad del Bronce hasta la Antigüedad Tardía pasando por la Roma imperial. Tomando como punto de partida la religión vivida, una perspectiva que destaca cómo las prácticas y las experiencias individuales transforman la religión en algo muy diferente de su aspecto oficial, el autor construye un cuadro radicalmente novedoso tanto de la religión romana como de un periodo crucial de la religión occidental, un momento decisivo que influyó en el judaísmo, el cristianismo, el islam e incluso en el concepto moderno de religión. Por su enfoque innovador y su dimensión sin precedentes, estamos ante un relato inigualable de la cultura romana y mediterránea."

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Información

Año
2021
ISBN
9788446051169
1. Una historia de la religión mediterránea
1. ¿QUÉ ENTENDEMOS POR UNA HISTORIA DE LA RELIGIÓN MEDITERRÁNEA?
La intención de este libro es relatar la historia de una convulsión cuyo impacto marcó una época. Esta es la historia de cómo un mundo que para la mayoría de nosotros está más allá del entendimiento se transformó en un mundo muy parecido al nuestro, al menos en un aspecto concreto. Para decirlo con brevedad: vamos a describir cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que voy a describir no fueron inevitables; nadie podría haberlos previsto. Tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario.
Hablar de religiones –en plural– es algo que hoy nos parece normal. De hecho, podemos definirnos en términos de una religión. Una religión puede abrirnos algunas puertas –acceso al funcionariado, a los medios de comunicación de masas, a las oficinas de hacienda cuando se trata de una exención fiscal o, en algunos casos, las puertas de una cárcel–. Pero, aunque en tanto individuos podamos pertenecer a una religión, ya no podemos «des-pensar» la declinación plural del término cuando usamos el concepto para describir tanto las sociedades de nuestra época como las históricas. Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, surgen tendencias que desafían dicha categorización. «New Age» ha sido uno de esos conceptos. «Espiritualidad» se dibuja cada vez más como otro de ellos y «misticismo» tiene una larga historia en tanto manifestación en este sentido. Innumerables personas, cristianas, musulmanas e hindúes, hablan con bastante naturalidad de sí mismas en tanto pertenecientes a una de las muchas religiones (es raro que se pertenezca a varias), pero tenemos buenas razones para preguntarnos si, en muchos casos, no deberíamos hablar de culturas y de diferencias culturales más que de feligresía en las diferentes religiones.
Cuando un concepto tiene muchos sentidos diferentes se abren ventanas de comparación a través del tiempo y del espacio y, en muchos casos, solamente entonces empieza a ser posible tener una conversación con sentido. Pero una historia, en cambio, solo se logra comunicar cuando el número de conceptos en juego es limitado, cuando se garantiza una recognoscibilidad a quienes participan, a pesar de las pequeñas diferencias; de otro modo, nos enfrentaríamos a una multitud de historias dispares, a veces en conflicto, con resultados que pueden ser entretenidos (pensemos únicamente en Las mil y una noches) y completamente informativos y reveladores (mil relatos diarios que se suman a una «microhistoria») pero que no tendrían un fin, una «moraleja». Esto es especialmente cierto en el caso de una historia tan larga como la que aquí se intenta contar, en la que los actores cambian repetidamente o, al menos, cambian con una frecuencia mucho mayor que los parámetros de las prácticas y de los conceptos religiosos.
Por supuesto, a las dificultades se suma la armonización conceptual cuando el intento de alcanzar dicha armonía nos lleva a imponer una apariencia de continuidad que enmascara los cambios y las transformaciones ininterrumpidas. En ese momento es crucial refinar nuestros conceptos, apreciar las diferencias. Empezamos a ver que el mundo que describimos comprende muchos espacios geográficos, donde tienen lugar muchos tipos distintos de acontecimientos: un cambio que percibimos en un lugar puede que también haya sucedido en otro, pero no tenemos ninguna garantía de que haya tenido las mismas consecuencias en ambos escenarios. Así pues, aunque una historia de la religión mediterránea no sea una historia universal de la religión, debe siempre tener en cuenta otros espacios geográficos, debe preguntarse qué ocurrió en ellos y debe percibir los momentos en los que las ideas, los objetos y las personas atravesaron esos muros erigidos por nuestra imaginación mediante la metáfora de los espacios separados.
Mi narración mediterránea reconoce que en otras épocas y en otros ámbitos tuvieron lugar transformaciones comparables con resultados semejantes (en religiones, en ensamblajes de prácticas, en los conceptos y en los símbolos), y que las personas a las que afectaron estas transformaciones las percibieron claramente. Estoy pensando en concreto en Asia occidental, oriental y meridional. Y, sin embargo, en el último medio milenio, en muchas de estas zonas, la religión ya era muy diferente. Yo sostengo que la institucionalización de la religión característica de la Era Moderna en muchas partes de Europa y de las Américas, y la rigidez espoleada por el conflicto de las «religiones» o «confesiones» de las que se podía ser o no miembro –pero solamente de una en una– se debe a las particulares configuraciones de la religión y del poder que predominaron en la Antigüedad y en su codificación legal en la Alta Antigüedad. No solamente la expansión islámica sino, por encima de todo, los acontecimientos específicamente europeos de la Reforma y de la formación de los Estados nacionales reforzaron el carácter confesional y la consolidación institucional de las redes religiosas suprarregionales. Este modelo se exportó a muchas partes del mundo (aunque, por supuesto, no a todas) a lo largo de la expansión colonial y, con frecuencia, con un espíritu de arrogancia[1].
Es esta historia, primero en torno al Mediterráneo y después, progresivamente, euromediterránea, lo que nos lleva a centrarnos en Roma. Pero nuestra elección de Roma como núcleo sería un error si lo que estuviéramos buscando fueran los mitos de origen. El politeísmo antiguo y sus mundos narrativos no se desarrollaron en absoluto cerca de Roma, sino más bien en Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia. Las tradiciones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam conectaron en Jerusalén, no en la ciudad a orillas del Tíber. Más aún, tenemos que agradecer a Atenas, y no a la ciudad de las Siete Colinas, la polémica separación de la filosofía y la religión, prácticamente una característica única del pensamiento religioso occidental. Incluso la codificación del derecho en lengua latina, el Corpus iuris civilis, que ha dejado su impronta en tantos sistemas legales modernos, surgió de Constantinopla, la Roma del Imperio bizantino, y no de su predecesora italiana. Sin duda la palabra religio tiene su origen en Roma. Pero eso tiene muy poca relevancia para el cambio que constituye el tema del presente relato.
Pero el origen no lo es todo. Roma estaba emplazada en una parte del mundo con una larga historia de absorción de los impulsos culturales, más que de la creación de estos. Desde finales del primer milenio a.C. en adelante, la ciudad exportaba múltiples concepciones de la religión por todo el Mediterráneo[2]. Y, después de la destrucción de Jerusalén, el poder político romano se convirtió en un factor central de la historia de las distintas identidades religiosas. Cuando el Imperio creció para convertirse en un espacio multicultural con una nueva estructura estratificada del poder, el intercambio acelerado de ideas, mercancías y personas dentro de este espacio, la atracción que su centro ejercía, tanto sobre profetas como sobre filósofos, fueron todos ellos factores que se combinaron para garantizar que Roma sería el punto focal del primer milenio d.C. En los siglos anteriores, hay que concebir a Roma como un ejemplo más del desarrollo mediterráneo, uno más de ellos, con su propia historia y su cronología, lo que tiene como consecuencia que tenemos que cuestionarnos continuamente lo que se puede considerar típico y lo que no se puede considerar típico de otras regiones. La veta distintiva que representará Roma en la presente historia solo quedará patente, por lo tanto, a partir de una reflexión sobre sus inicios italianos y mediterráneos.
Nuestra atención queda liberada, por lo tanto, para cubrir el amplio espectro de concepciones, símbolos y actividades religiosas, todo el abanico de prácticas culturales, desde las altas culturas orientales de la Antigüedad Tardía (y más allá), y para observarlas mientras experimentan procesos esenciales de desarrollo, todos ellos con una multiplicidad de aspectos comunes. Desde una perspectiva a largo plazo y global, el desarrollo de las formas particulares y sus cambios en la arquitectura y en los medios de comunicación adquieren aquí una importancia considerable. La imaginería del budismo, que surgió desde la India, tiene una enorme deuda con las modificaciones griegas de los arquetipos egipcios, como puede verse en el arte de la región de Gandhara. El concepto de un «panteón» de deidades que interaccionan en una jerarquía, un concepto que una vez más se originó en Asia occidental y en el antiguo Oriente, jugó un papel importante a la hora de definir la forma y la personificación de las concepciones griega y romana de lo divino, y en su adopción posterior por el cristianismo. La historia religiosa del periodo romano tiene unas vastas ramificaciones. En el mundo mediterráneo tenemos la formación del judaísmo, del que después surge el cristianismo y la difusión de la forma romanizada del cristianismo a través de Roma y Constantinopla, mientras que el islam aparece en la periferia suroriental de este mismo mundo y, con su expansión por el sur, cada vez más hacia el este e incluso hacia el noreste de este espacio, señala en muchos sentidos el fin de la Antigüedad. Los procesos de difusión o, dicho con más precisión, los procesos de intercambio mutuo en las fronteras orientales y a lo largo de las rutas de contacto –la Ruta de la Seda hacia Asia Central, las rutas marítimas hacia el sur de la India[3]– aún yacen en las regiones sombrías de la investigación y a menudo no han sido objeto de la evaluación más básica: una situación que no puede alterarse mediante una historia tan concreta como la que queremos trazar aquí.
En cualquier caso, hay una clara ventaja relacionada con la decisión de centrarse en Roma. Ya en la época helenística, en los dos últimos siglos a.C., Roma era probablemente la ciudad más grande del mundo y, en la primera etapa del Imperio, alcanzó una población de medio millón de habitantes y hay quien dice que llegó a un millón. Esas cifras no se volverían a igualarse hasta la Alta Edad Media, con ciudades como Córdoba, en la España musulmana y Bian (ahora Kaifeng) en la China central o Pekín en la temprana Edad Moderna. En lo que se refiere a la función de la religión en la vida de la metrópolis y al papel de las megaciudades como motores económicos e intelectuales, la Roma antigua –y especialmente la Roma imperial– proporciona un «laboratorio» histórico con el que muy pocas ciudades del mundo antiguo podrían compararse. Lo más parecido serían Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno, y el crisol cultural del Delta del Nilo; y quizás Antioquía, con Ptolemaida y Menfis como las siguientes en tamaño. El peyorativo término latino pagani no se limitaba a describir a la gente como «no cristiana», sino que también las identificaba como habitantes del campo. La idea de que todo lo importante ocurre en las ciudades –y especialmente en las metrópolis– no es nueva, pero nunca se ha estudiado a fondo en el caso de las religiones. Y así mi historia de la religión se adentra aquí en nuevos terrenos. Pero, ¿qué es exactamente la religión?
2. RELIGIÓN
Cuando se trata de describir transformaciones de la religión, no debemos permitir que queden preconceptos sin analizar. Normalmente basamos nuestro pensamiento sobre la religión en su plural, «religiones». Hay incluso quien defiende que la religión solamente existe en realidad en los términos de su forma plural. Las religiones se entienden como tradiciones de prácticas, concepciones e instituciones religiosas, en algunos contextos incluso como iniciativas empresariales o similares. Según una importante corriente de pensamiento sociológico que se remonta a Émile Durkheim (1858-1917), de lo que se trataría aquí es de productos sociales, productos de unas sociedades[4] compuestas de grupos de personas que normalmente viven juntas dentro de un territorio, para quienes el núcleo central de su existencia en común, de su orientación compartida, se resguarda de la discusión habitual invistiéndose de formas religiosas simbólicas. Ahí surge un sistema de signos cuya inmanencia se protege mediante la ejecución de los ritos y que busca explicar el mundo mediante imágenes, relatos, textos escritos o dogmas refinados, así como regular el comportamiento mediante el uso de imperativos éticos o mediante una forma de vida establecida, recurriendo en ocasiones a un aparato eficaz de sanciones (por ejemplo, mediante el poder del Estado), pero a veces incluso sin esa amenaza implícita.
Un concepto así de religión puede explicar muchas cosas; pero se topa con sus límites, no obstante, cuando busca explicar el pluralismo religioso, la coexistencia duradera de concepciones y prácticas diferentes y mutuamente contradictorias. Se encuentra perdido también cuando tiene que descifrar la relación bastante peculiar entre el individuo y su propia religión. Se le acusa repetidamente de estar dem...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legal
  4. Agradecimientos
  5. 1. Una historia de la religión mediterránea
  6. 2. Las revoluciones en los medios de comunicación religiosa en la Italia de la Edad de Hierro. Entre los siglos IX y VI a.C.
  7. 3. La infraestructura religiosa. Del siglo VII al siglo V a.C.
  8. 4. Prácticas religiosas. Del siglo VI al siglo III a.C.
  9. 5. La apropiación y la conformación de las prácticas religiosas por parte de los actores religiosos. Entre los siglos V y I a.C.
  10. 6. Hablar y escribir sobre religión. Entre el siglo III y el siglo I a.C.
  11. 7. El redoble de la religión en el periodo bisagra de Augusto. Del siglo I a.C. al siglo I d.C.
  12. 8. La religión vivida. Los siglos I y II d.C.
  13. 9. Nuevos dioses. Del siglo I a.C. hasta el siglo II d.C.
  14. 10. Expertos y proveedores. Entre el siglo I y el siglo III d.C.
  15. 11. Comunidades reales y conceptuales. Entre los siglos I y III d.C.
  16. 12. Demarcaciones y formas de comunidad. Los siglos III y IV d.C.
  17. 13. Epílogo
  18. Bibliografía