Los pies y los zapatos de Enriqueta
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Los pies y los zapatos de Enriqueta

  1. 23 páginas
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Los pies y los zapatos de Enriqueta

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Información del libro

Los pies y los zapatos de Enriqueta es una novela de corte costumbrista del escritor Gabriel Miró. Se articula en torno a una historia de amor frustrado con el pueblo de Boraida como telón de fondo, excusa que el autor usa para volver a desglosar los problemas sociales de su época en el entorno rural.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726508918
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

- III -

La Señora
Esta Señora no nace falta nombrarla. Al menos en Boraida, sin mentar su nombre, se la conocía sólo diciendo eso: la Señora.
Tenía muy grata presencia, y aunque de talla menuda denotaba autoridad por la amplitud de su frente, el entono de su paso, y la sabiduría que brillaba en su mirada. Debajo de aquellos ojos tan grandes, negros, austeros, casi solemnes, resultaba infantil su naricita levantada y su boca, todavía fresca, con un levísimo vello de almendruco y un lunar de color de café en la comisura izquierda, inclinado hacia la barbita gordezuela.
Vestía siempre de rico paño de merino; y en sus manos brillaba pálidamente el anillo nupcial, muy fino, adelgazado por la lima del tiempo.
Hablaba despacio, y en castellano -que era prodigio allí donde casi todos se valían de la lengua valenciana- y pronunciaba las ces y las cedas tan recortadas, tan limpias, que el párroco, buen hombre menudo y pobre y su amigo don Acacio, humanista, desengañado y solterón, alto, pálido, afeitado y miope, le miraban la boca.
El capellán y el hidalgo se lo comunicaron una tarde paseando por el Calvario.
-La Señora no habla como los demás. ¿No se le figura a usted, don Acacio, que cuando la Señora dice: medicina, aceite, paciencia... se le ven las ces unas ces gordas y rojas, bailándole por la lengua, y aun como hechas de lenguas, y no le parece, también, que diciendo la señora: plaza, cera, azúcar... resultan tan grandes como si se equivocase, como si debiera decir: plasa y sera y asúcar? Claro que la Señora habla con mucha elegancia. A mí me recuerda a una prima que tengo de Superiora de las Hermanas de San Vicente.
-La Señora sabe que ella no pronuncia como todas las gentes, y esto le halaga y le confirma en su señorío lugareño; y la Señora, además, prueba un modo raro de deleite en su boca, que debe de deslizársele por todo su honestísimo cuerpo cuando le nacen esas letras tan femeninas y se le funden como una fruta jugosa entre sus limpios dientes. Yo le confieso que oyéndola me envuelve una caricia de juventud y de poesía, porque yo, mosén Antonio, no fui sólo en mi primera mocedad un jurista, dado en los ocios a secas humanidades, que también gané plumas de oro y rosas de plata cantando pulcramente la donosura de Amarilis y las tristesas, ¿ha oído usted? ¡con ese!, las tristezas, ¡¡recuerno!!, de Filomena...
-¡Usted, solterón de más de cincuenta y seis años, se detiene a piropear como un bachiller a una señora viuda, tan respetable por su casa como por su edad!
Y mosén Antonio pasó su brazo sobre los hombros del humanista, y quedósele mirando muy risueño.
Su amigo se quitó los anteojos, que eran de concha, y mientras los empanaba dejándoles el vaho de su aliento para mejor limpiarlos, como después hizo con la punta de su chalina blanca y estrellada de negro, estuvo mirando al capellán muy de cerca, por la miopía de su vista.
-¿Sabe usted, mosén Antonio, cuántos años tenía Adán cuando engendró a Seth?
El párroco cayó en honda turbación. No lo sabía.
-Pues dice Flavio Josefo que lo engendró a los doscientos treinta años.
-¿A los doscientos treinta?
-A mí también me parecen muchos, aunque fuese nuestro primer padre. Ya ve usted, señor cura, que bien puedo tomarme todavía alguna moderada licencia.
Los dos amigos se sentaron bajo un nicho del Calvario, que estaba grietoso, y los manises del «paso», que era el del Prendimiento, se habían quebrado. La mano piadosa del ermitaño, soldó con rudeza y equivocadamente los trozos de los santos ladrillos, de manera que las piernas y medio tronco de San Pedro quedaron fraguados con otras piernas y otro cuerpo que se supone fuesen de algún ferocísimo escriba.
En la hornacina había este letrero:
Bajo la devoción y el cuidado
de la piadosa familia del Sr. Llopera.
cuya lectura, no se sabe por qué, regocijaba mucho a don Acacio; y siempre decía:
-Reposemos, mosén Antonio, al pie de este pilar y bajo la devoción de este desagradable señor Llopera.
Desdobló su limpio pañuelo, y lo puso muy tendidito sobre la piedra elegida para su asiento. Sacó un bolso hecho de gamuza negra, y de sus pliegues, picadura de verónica y tabaco. Ofreció al presbítero, y como éste se resistiera, hizo entonces el humanista dos cigarros, los encendió chupando de entrambos, y entregó uno de ellos a su amigo.
Estuvieron mucho tiempo callados, mirando la tarde campesina. Había un hondo sosiego; un olor de guisantes floridos. Lejos, encima de la rambla, surgía la villa, toda morena, gozosa de sol, como mujer trabajadora.
Mosén Antonio murmuró:
-¿No le da lástima la sequía de estos campos y la perdición de las fuentes? Castigo del cielo. Mire nuestro Boraida; repare en el silencio, en ese color de puresa o pureza de las montañas, en esta serenidad, y dígame si no parece que haya sido todo puesto y creado para invitarnos a ser santos. Y sin embargo, no tienen nuestros labradores aquella fe de los antiguos.
-Viviendo en el siglo, como ustedes dicen -repuso don Acacio- convendría que las fuentes corriesen con abundancia; y asegurado eso que el Evangelio nos promete, con demasiado optimismo, «que se nos dará por añadidura», sería un gustoso camino el de la santidad.
-¿Imagina usted que todos los santos tuvieron hacienda y vida regalada?
-De ningún modo, señor cura; pero los santos pobres parece que fueron algo despreocupados. Y un padre de familia que sólo tenga algunos pegujalillos de secano y deudas con el Fisco, pensará antes en las nubes de lluvia que en el cielo de los querubines. Además, mosén Antonio, resulta algo vanidoso ese designio de ser santo. Aprendí este juicio de un siervo de Dios.
Se detuvo don Acacio para mirar algunas cochinillas que salían de la humedad de la piedra en que estaba sentado. Cogió uno de estos traviesos gusanicos de San Antón, que hizo un gracioso volatín encima de la limpia mano del caballero, y encerrose en sí mismo, convertido en una acerada bolilla.
Entonces don Acacio lo tiró blandamente al bancal de guisantes de la cercana huerta de la Señora.
Después dijo:
-En la calle de Alcomanías de mi pueblo tomó casa donde descansar los meses de verano un canónigo de una Metropolitana. El señor cura del lugar y yo solíamos acompañarle por las tardes deseando recibir enseñanza y ejemplo, pues nos parecía hombre muy docto, que buscaba aquel retiro para estudio y meditación. Siempre estábamos preguntándole de Teología y de curiosidades de la Iglesia, y él nos oía complacido y nos preguntaba el precio de tierras de «trasoje» y de prado. Le cuidaba una señora de llaves no muy vieja. Y, una tarde, nuestro capellán lugareño le preguntó al prebendado, que se llamaba don Pablo: «Don Pablo; el espíritu seráfico presentose a nuestro santo padre Bernardo, diciéndole: -¡Bernardo!: ¿a qué viniste al yermo; para qué te retiraste al desierto? -Pues, yo, humildísimo sacerdote, me permito preguntar al señor canónigo: ¡Don Pablo: ¿por qué vino al sosiego de este lugar; para qué se ha recogido en estos campos?». -Y don Pablo contestó riéndose: «¡Señor cura: he venido a p...

Índice

  1. Los pies y los zapatos de Enriqueta
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. - I -
  5. - II -
  6. - III -
  7. - IV -
  8. - V -
  9. - VI -
  10. - VII -
  11. - VIII -
  12. - IX -
  13. SobreLos pies y los zapatos de Enriqueta