Grand Hotel Europa
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Grand Hotel Europa

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Mientras se documenta para un libro sobre el turismo de masas, un escritor llamado Ilja Leonard Pfeijffer sufre una dolorosa ruptura sentimental y decide dejarlo todo para poner orden en sus recuerdos. El lugar que elige para su retiro es el Grand Hotel Europa, un establecimiento de pasado ilustre y futuro incierto habitado por un elenco de personajes estrambóticos. El autor se impone la tarea de reconstruir por escrito su explosiva relación con Clío, una historiadora del arte italiana con una audaz teoría sobre el último cuadro de Caravaggio, y a medida que él avanza en su cometido incrementa su fascinación por los misterios del hotel. Las conversaciones con los demás huéspedes, entretanto, lo llevan a reflexionar sobre la decadencia del Viejo Continente. «Grand Hotel Europa» es una monumental novela que dialoga «sotto voce» con grandes pensadores y escritores europeos, desde Virgilio, Horacio o Séneca, pasando por Dante, hasta Thomas Mann y George Steiner.«Entre la fantasía y la ironía, con mil y un guiños culturalistas y de nuestra vida más inmediata y contemporánea, Ilja Leonard Pfeijffer ha escrito una novela de imaginación desbordante y gozosa. Una fantástica metáfora de nuestro Viejo Continente».Mercedes Monmany, ABC«Narrado desde el punto de vista de un escritor de guías turísticas, Grand Hotel Europa reflexiona sobre las flaquezas del viejo continente. El apabullante bagaje cultural del autor llena el libro de referencias interesantes».Sagrario Fernández-Prieto, La Razón«Esta es una novela caleidoscópica que lejos de abrumar por su complejidad ofrece sus casi 650 páginas al pleno disfrute, porque Pfeijffer se las ingenia para que todas las piezas de este rompecabezas de personajes, tramas, situaciones, escenarios y reflexiones encajen a la perfección».Antonio J. Ubero, La Opinión de Murcia«Grand Hotel Europa es probablemente la mejor novela que se ha escrito sobre el turismo de masas. Ilja Leonard Pfeijffer entrevera la ficción y la novela de ideas en esta robusta y elegante simbiosis. Perspicaz y chispeante».Iñigo Urrutia, Diario Vasco«Pfeijffer ha escrito una novela grande abarrotada de pequeños y valiosos ensayos. Una reflexión profunda y necesaria sobre el futuro de Europa».Fulgencio Argüelles, El Comercio«Grand Hotel Europa es provocadora, festiva, jovial, irónica, cómica, erótica y crítica».Alfredo Urdaci, FanFan«Ilja Leonard Pfeijffer analiza muy a fondo el fenómeno del turismo de masas en esta obra, con frecuencia en forma ensayística y mediante diálogos entre el autor y otros personajes, y recurriendo no pocas veces al humor».Isabel-Clara Lorda Vidal, Frontera D«El relato edifica un universo tan seductor, misterioso y rico que el lector querrá vivir en él, pese a lo decadente y extravagante que pueda parecer».La Voz de Galicia«Pfeijffer plantea la necesidad de un debate de largo alcance sobre el fenómeno del turismo de masas y pone las bases para ello con tanta soltura como contundencia».Jaime Priede, La Nueva España«Pfeijffer ha escrito un libro de viajes, arte y turismo que contiene también la huella de una historia de amor. Una novela total».J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo«Una novela extraordinariamente ambiciosa que consigue su propósito: fascinar al lector. Una vez la empiezas no la puedes dejar, como toda obra maestra. La novela del año».NRC Handelsblad«Una obra maestra, escrita con un estilo tan brillante como atemporal».Trouw«Una novela fascinante y extraordinaria que no se olvida fácilmente».La Stampa

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2021
ISBN
9788418370731
Categoría
Literatura

XVI

GOLPE DE GRACIA AL PUEBLO MORIBUNDO

1

Era verano. Agosto pendía sobre mí como una condena cuya ejecución, a pesar de mis insistentes peticiones de clemencia, tendría lugar en la fecha prevista. Las persianas metálicas de los comercios caerían como la verja de una prisión, y el país entero echaría el cierre durante la duración oficial del período de calor establecido. En Génova sabía por experiencia que, cuando el asfixiante mes de agosto imponía su ley de hierro, resultaba problemático abastecerse de artículos de primera necesidad o encontrar, por ejemplo, un estanco que permaneciera abierto, y los turistas parecían más perdidos que de costumbre en una ciudad abandonada por sus habitantes, que se exiliaban en masa a playas tan concurridas que ni siquiera se veía la arena. Ahora me preguntaba cómo sería agosto en Venecia, y me imaginaba una ciudad cuyos últimos restos de autenticidad italiana, de acuerdo con la costumbre del país, huirían a sus lugares de veraneo, dejando las calles en manos de turistas de temporada alta con los sesos recalentados y vahos de sudor emanando de sus zapatillas. Habría sido útil para mi novela presenciar ese tipo de escenas apocalípticas, pero sabía que era una causa perdida de antemano. Clío estaba cansada y era italiana. Quería ir a visitar a sus padres. Y luego a la playa.
De modo que volvimos a Liguria. Tras unos días en Génova, trazando un majestuoso giro de ciento ochenta grados a los pies de los Apeninos, continuaríamos hacia el hotelito con vistas al mar que había reservado Clío para nosotros en la isla de Palmaria, frente a la pequeña ciudad de Portovenere, en la provincia de La Spezia. El Hotel Lorena era uno de los secretos más preciados de su familia, encomiado por su ubicación privilegiada en un entorno de playas de piedras visitadas únicamente por algún que otro excursionista. No me lo presentó como un plan, sino como un decreto papal infalible según el cual el destino de nuestras vacaciones era el lugar identificado por el dogma de forma inequívoca como el paraíso en la tierra. Mi eventual opinión al respecto era tan irrelevante como las consideraciones personales de un monaguillo sobre una encíclica.
Pero aquí sí puedo decir cuál era mi opinión en aquel momento. En primer lugar, debo admitir que había ciertos elementos del plan que despertaban mi más sincero entusiasmo. Volver a Génova ocupaba el primer lugar de aquella corta lista. La perspectiva de una estancia con Clío en una isla poco menos que desierta sin nada que nos distrajera de nuestra mutua compañía también me resultaba muy atractiva, especialmente cuando me la imaginaba, de acuerdo con las costumbres de aquella reserva natural donde siempre brillaba el sol, emergiendo de un mar iridiscente tras un merecido chapuzón como una escultura de bronce apenas cubierta por un bikini minúsculo. Suponía para mí una gran tranquilidad, además, el hecho de que íbamos a hacer algo que había elegido ella sin tener en cuenta nada más que sus propios deseos, lo cual no era un sentimiento tan altruista como pueda parecer. Más que nada, me alegraba de que fuéramos a un lugar donde cabía suponer que ella estaría a gusto, porque eso minimizaba la probabilidad de que surgieran frustraciones que, sin duda, pagaría conmigo. Si algo resultaba peor de lo esperado, no podría echarme la culpa, por la sencilla razón de que la idea había sido suya.
Todo aquello alimentaba mi optimismo. Pero estábamos hablando de unas vacaciones en la playa, no lo olvidemos. Mis últimas vacaciones en la playa, que yo recordara, se remontaban a una época de la que sólo quedaba constancia en las fotos amarillentas de mi madre, cuando aún tenía la fotogénica edad en que un cubo y una pala se consideran atributos apropiados para un retrato. Y ni siquiera era un recuerdo especialmente preciado. Más tarde adquirí la costumbre de despreciar de antemano a todo aquel que optaba por ir voluntariamente a la playa. Para mí no eran más que seres incultivados con el cerebro reblandecido por el sol que apestaban a crema de coco y preferían hinchar objetos de plástico que descubrir los tesoros artísticos de la civilización europea.
Si Clío leyera esto me acusaría de estrechez mental y, meneando la cabeza, me recomendaría que mirara mi voluminoso cuerpo, que por lo que a ella respectaba necesitaba un poco de atención. A lo cual yo respondería en tono sarcástico que, en tal caso, más me valía continuar con mi estricto régimen de paseos por la ciudad que seguir su ejemplo y pasarme días enteros tumbado en la playa, interrumpiendo mi inactividad únicamente para chapotear de vez en cuando con infantilismo vergonzante en un charco de agua caldorra. Ella entonces se reiría, porque se habría quedado sin argumentos, lo cual no quería decir, de ninguna manera, que me diera la razón.
Nadar no era el problema. Sé nadar como el mejor. Pero la cuestión es que nunca encontraba motivos para hacerlo y, sinceramente, me consideraba muy afortunado por ello. Por lo demás, no se me ocurría qué puede hacer uno en la playa, más allá de esperar a que llegue el momento de largarse de allí. ¿Y cómo iba a resolver los problemas prácticos que planteaba la necesidad de andarse vistiendo y desvistiendo todo el santo día? El pasador de la corbata y los anillos podía meterlos en un zapato, pero ¿dónde iba a colgar la chaqueta y la camisa? Dejar la chaqueta en el hotel estaba descartado, no sólo por mis firmes convicciones en lo tocante al buen vestir, sino, más que nada, porque en los bolsillos interiores llevaba mi oficina móvil. Sin pluma y libreta me sentiría más inútil aún de lo que ya era un hombre como yo en la playa. Sí, podía comprarme un bolso de hombre de esos que se llevan en bandolera, pero la simple idea me revolvía el estómago. Además, ¿cómo iba a escribir sin mesa ni silla, tumbado en una colchoneta hinchable? Había que pensar en todo.
Agosto me hacía estremecerme. Clío decía que no fuera tan cuadriculado, que me vendría bien romper por una temporada con mis costumbres. Pero para ella era fácil hablar, porque era yo quien tenía que renunciar a sus costumbres, y ella quien imponía las suyas. Para Clío, un agosto sin ir a la playa era un agosto perdido, y un agosto perdido, un síntoma inequívoco de una vida fracasada. Así había sido desde que nació, porque así había sido siempre para todas las generaciones anteriores a ella desde el principio de los tiempos. Sí, ya lo sé, era yo quien había querido a toda costa una novia italiana. Nadie me había obligado. Y los italianos van a la playa en agosto, eso es algo que no va a cambiar nunca, por mucho que se quejen todos los años de que todos los demás italianos también quieran ir a la playa en agosto.

2

Era raro estar otra vez en Génova. Muy grato, pero distinto. Sólo íbamos a estar tres días y, puesto que los padres de Clío no propusieron que nos quedáramos en su casa—y, de haberlo hecho, habríamos declinado la invitación—, reservamos una habitación en el Hotel Colombo, en la via di Porta Soprana, a cien metros escasos del lugar donde nos habíamos conocido, por donde habíamos pasado los dos en infinidad de ocasiones—antes de conocernos por separado, y después juntos, cogidos de la mano—sin entrar ni dedicarle especial atención.
Con la ubicación de nuestro hotel cambió la orientación de la ciudad. El plano de Génova, que los dos conocíamos al dedillo, seguía siendo el mismo, pero era como si alguien lo hubiera girado cuarenta y cinco grados, por lo que los callejones del casco antiguo parecían nuevos, distintos. Nos sentíamos como turistas en nuestra propia ciudad, lo cual no era tan extraño porque, bien mirado, eso es lo que éramos. Más allá de nuestras obligaciones para con los padres de Clío y una cena con viejos amigos, no teníamos nada que hacer, por lo que nuestros paseos carecían de rumbo y propósito. Nos dedicábamos a vagar por la ciudad sin más objetivo que dejarnos sorprender por nuestros recuerdos. Pero nuestros recuerdos no se decidían a sorprendernos, o sólo en pequeñas dosis y sin sustancia, como tazas de un caldo insípido. Lo que experimentamos, más que nada, fue una agradable sensación de superficialidad. Como nuestras raíces ya no se nutrían de las oscuras aguas subterráneas bajo los adoquines medievales de la ciudad, Génova había perdido su significado para nosotros, y lo único que podía ofrecernos era su belleza. Muy curioso todo.
Sólo habían pasado unos meses desde que nos mudamos a Venecia, pero nuestra mirada había cambiado por completo. Aquel breve período de tiempo en la meca del turismo de masas había bastado para convertirme en un experto en la materia o, al menos, para que pudiera observar otras ciudades desde esa perspectiva, y ahora que estaba en mi vieja ciudad adoptiva sin nada que hacer más que asumir mi repentino y provisional estatus de turista, empecé a juzgar inopinadamente sus cualidades y defectos como destino turístico.
En comparación con Venecia, todo estaba aún en mantillas, y ése era el principal atractivo de Génova. Los palazzi, a punto de desmoronarse por falta de mantenimiento, seguían utilizándose como viviendas. El laberinto de callejones seguía oliendo a orines y peligro. Viejitas encorvadas bajo el peso de sus duras vidas iban y venían con bolsas de la compra medio vacías. Los blanquísimos dientes de una prostituta africana brillaron en la penumbra de los vicoli, donde no entraba la luz ni cuando el sol alcanzaba su punto más alto. Una rata pasó corriendo tras sus tacones de aguja. Y a la vuelta de la esquina vivía la vieja aristocracia, de la cual formaba parte mi nueva familia política, lo cual no quería decir que yo, en mi calidad de yerno putativo, pudiera reclamar derecho alguno sobre la herencia. En fin, no voy a repetir aquí lo que ya escribí en La Superba, pero la cuestión era que Génova había sabido conservar su autenticidad. La prueba estaba en los comercios del centro, donde seguía habiendo ferreterías, mercerías, boutiques de novias y tiendas donde se podía comprar mantequilla, queso, fécula de patata y huevos, o ropa de cama y cortinas, en vez de máscaras de carnaval y góndolas de plástico con lucecitas. Y esa autenticidad era una mina de oro para el sector turístico, porque eso es justo lo que buscan los turistas. La paradoja irresoluble, sin embargo, es que no hay nada peor para la autenticidad de un lugar que el turismo. Los turistas, irremediablemente, destruyen con su presencia aquello que los atrae.
Pero el turismo de masas no había descubierto Génova, lo cual tenía una explicación muy sencilla. Génova tiene mucho que ofrecer, pero carece de una atracción con tres estrellas en todas las guías de viaje, como la torre de Pisa, el puente de Rialto, el Coliseo o el David de Miguel Ángel, algo que nadie pueda perderse durante su tour por Italia y donde, al menos una vez en la vida, haya que hacerse un selfi. Eso es lo que salva a Génova, el hecho de que el visitante tenga que esforzarse para descubrir sus secretos, de la misma forma que un poema sólo adquiere significado y cobra vida cuando el lector está dispuesto a invertir tiempo y esfuerzo para ir más allá de lo que se aprecia a primera vista. Y eso atrae a un tipo determinado de turistas, aquellos que se preparan bien antes del viaje y dan muestras de un gusto cultural más refinado. A Génova no van muchos, pero los que van son los más deseables para una ciudad, porque causan pocos daños y gastan dinero en buenos restaurantes.
Otro factor que explica la inmunidad de Génova al turismo de masas es su mala reputación. Muchos de los turistas que pasan por Génova no ven más que el puerto, donde toman el transbordador a Córcega o Cerdeña, y ésa es la parte más fea de la ciudad. Quien, después de haber visto únicamente el puerto, vuelve a casa y les cuenta a sus amigos sus impresiones, contribuye al injusto pero bienvenido mito de que Génova es una ciudad que más vale evitar. Y los veraneantes que tienen que pasar una noche en Génova a causa del horario de su transbordador y, con la cabeza ya puesta en los inminentes días de colchonetas hinchables y balones de playa, se aventuran en chancletas por los callejones del casco antiguo en busca de una pizzería, también corren un alto riesgo de percibir la ciudad como un lugar hostil. Porque Génova no es una ciudad fácil. Hay que estar preparado mentalmente para ver en perspectiva la cruda realidad de prostitutas y camellos.
El Ayuntamiento de Génova, sin embargo, no veía tan claras las bendiciones de una fama deshonrosa, y estaba desarrollando políticas orientadas a incrementar el atractivo de la ciudad para el turismo. A mí aquello me parecía una pésima idea, pero, en cierto sentido, lo comprendía. La industria pesada había desaparecido casi por completo. El puerto, lastrado por las exigentes condiciones de trabajo negociadas por poderosos sindicatos en épocas de mayor prosperidad, ya no estaba en condiciones de competir con el resto del mundo. Génova adolecía, en definitiva, de los mismos males que Europa. Los pilares económicos del siglo XX se estaban desplomando, y la ciudad se encontraba ante la difícil tarea de reinventarse. Apostar por el turismo como futuro modelo de negocio demostraba poca imaginación, pero, dada la riqueza histórica y artística del casco antiguo, era una opción lógica.
Aunque yo mismo he contribuido a ello poniendo en marcha una modesta forma de turismo literario con mi novela La Superba—que durante una época llegó a generar una demanda de visitas guiadas tan lucrativas que hasta perdí la vergüenza—, no creo que el turismo a gran escala sea un escenario de futuro deseable para Génova ni para ninguna otra ciudad, pero me consuelo con la idea de que, en el caso concreto de Génova, el plan está abocado al fracaso. La ciudad es desde hace siglos demasiado recalcitrante, demasiado inmanejable y auténtica como para adaptarse de pronto al papel de amiga simpática accesible para todo el mundo. Génova nunca abrirá las piernas como una cortesana venida a menos, nunca cerrará los ojos para permitir que abusen de ella, porque desconfiaría de las codiciosas miradas de sus amantes y ocultaría sus joyas. Génova se mantendrá firme racaneando en el regateo, reclamando pequeñas ventajas en tono plañidero y fingiendo siempre más pobreza de la que realmente padece, porque es mejor para los negocios. Y si, a pesar de todo, empezaran a llegar riadas de turistas, sabría cómo lidiar con ellos. Que dieran sus predecibles paseos por via San Lorenzo y via Garibaldi, ningún problema, porque en el laberinto de callejones oscuros no se atreverían a entrar. Y si alguien, arrastrado por la curiosidad y con riesgo para su vida, buscaba alguna diversión allí dentro, había ...

Índice

  1. I. El plan
  2. II. La plaza de la solemne promesa
  3. III. El despertar de la ninfa acuática
  4. IV. Hija de la memoria
  5. V. Un cisne en modo discoteca
  6. VI. La ciudad náufraga
  7. VII. Talento para la decadencia
  8. VIII. El misterio maltés
  9. IX. Nuevos huéspedes
  10. X. El panchayat de Muzaffargarh
  11. XI. Peces carnívoros
  12. XII. La ciudad de las mil estatuas
  13. XIII. Zapatos porno con piel de gato
  14. XIV. La redención del paraíso de la Nutella
  15. XV. Intertextualidad
  16. XVI. Golpe de gracia al pueblo moribundo
  17. XVII. El tulipán roto
  18. XVIII. Simulacro de incendio
  19. XIX. La decapitación de san Sebastián
  20. XX. El patio de recreo del mundo
  21. XXI. Abdicación en un restaurante de carretera
  22. XXII. Un escondite inadecuado
  23. XXIII. Los tesoros del naufragio de El Increíble
  24. XXIV. El concierto
  25. XXV. Arena en las estrellas
  26. XXVI. El sepelio de Europa
  27. ©