La conquista de Bizancio
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La conquista de Bizancio

  1. 270 páginas
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La conquista de Bizancio

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«La conquista de Bizancio» es una novela de José María Vargas Vila, continuación de «Camino de triunfo». León Vives es el director de la revista «El Monitor Católico», defensor de la moral, las costumbres y la religión, pero la imagen de hombre ejemplar no es más que una mentira bajo la que esconde una vida de traiciones y lujuria. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726680577
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Cuando León Vives, acabó de leer y corregir estas páginas, de sus «Notas» abandonó la pluma, se desperezó, con la elástica voluptuosidad de un gato joven, y miró sonriendo, el enorme crucifijo que adornaba el muro, al pie del cual estaba su escritorio;
pensó que ya era hora de ir a la Redacción de El Monitor Católico, del cual era el Director y Propietario, para escribir el editorial del día, en su recia campaña contra las ideas modernas, de las cuales era el enemigo encarnizado;
tomó cariñosamente su manuscrito, y, lo guardó en una gaveta de la mesa, diciendo:
—«Ahí te quedas, León; ahora, el Doctor Vives, va a defender la Moral, la Sociedad y la Religión»;
y, sonrió, con esa sonrisa fría y sin emoción, que era en su rostro, como un puñal cogido entre los dientes.
León Vives, tenía entonces, treinta y cinco años, y era alto, flaco, un poco encorvado, pero bello, con una belleza tal vez más intelectual que física, llena de una seductora e inquietante perversidad;
la voluptuosa fascinación de la Vida, parecía recorrer su cuerpo todo, nervioso y vibrante, y brillar con luces de inquietud y de sensualidad, en sus ojos verdes y taciturnos, profundos, y cambiantes, que se dirían llenos de oscilaciones magnéticas;
volvió a desperezarse, como si sintiese la nostalgia del lecho, en aquella mañana fría, cuyo desapacible rigor se hacía sentir en la habitación, elegante, pero desprovista de caloríferos, como era usual en ese gran pueblo andino, que tenía honores de Capital, porque en él palpitaba el inmundo corazón de una Satrapía;
miró hacia la ventana, y pudo devorar sin tregua la emoción enorme del Silencio que había afuera;
la ciudad despertaba, bajo la fría caricia de la niebla, en cuyos cendales, de una blancura cruel, las blondeces del día naciente ponían reflejos de un rosa muy pálido, como una circulación de sangre anémica sobre esa infinita tristeza blanca, que parecía sentir el estremecimiento de una caricia al salir de los crespones verdáceos de la Noche;
la escarcha, cubría el suelo de capas deleznables, las cuales se diluían en azulidades apacibles, descongelándose en aguas pálidas, llenas de lamentables transparencias, como de un paisaje muerto;
un infinito dolor, parecía extenderse bajo el cielo de una melancolía desconocida, y sobre los edificios, bajos y uniformes, como cabañas de esquimales, de los cuales emergían los campanarios de las iglesias como faros extintos, y, en ellos las campanas empezaban a sonar, con un rumor sensitivo de almas sufrientes; se diría que el corazón sangriento del Infortunio, palpitaba en aquel pueblo sombrío, envuelto en la niebla, como una cosa monstruosa, que palpitase bajo ella;
las claridades flúidas y captadoras del día, hechas todas de indecisiones siderales, comenzaban a invadir el paisaje, animándolo con su encanto, dando a todas las cosas contornos aéreos, llenos de líneas blondas, en las cuales emergían los edificios con una forma floral;
el cielo, se hacía de una claridad infinita y cristalina, de estrella;
los montes se perfilaban lejanos, con un encanto espectral, con tal pureza de contornos que se diseñaban hasta sus últimas ondulaciones y, las blancas ermitas que los coronaban con una gracia de rosas, entre los verdes saucedales, que parecían como saturados de vértigo;
los últimos copos de escarcha, se fundían sobre las cimas, y rodaban por las pendientes abruptas, como pétalos de una flora de cristal, llevados por un viento de Eternidad, hacia las praderas sin vida de un universo inerte;
despojada de su sudario de nieblas, la Naturaleza se hacía bella sin dejar de ser triste, de una tristeza suave, de una dulzura vehemente, como la de una canción oída en la Noche;
la altura, duplicando el atractivo del paisaje, parecía purificarlo, idealizándolo, en las lejanías violáceas, llenas de serenidades grandiosas;
el Poeta, que según él, reside en el alma de todo hombre, parecía despertarse y cantar en el corazón de León Vives, ante el espectáculo maravilloso que se alzaba delante de sus ojos, con las apariencias vagas de un sueño;
y, la canción de los recuerdos cantó en él;
y, los contornos de su vida, las imágenes de su pasado, fueron alzándose en el fondo de su cerebro, como emergiendo de una bruma incierta, para cristalizarse;
y, el sutil efluvio de las reminiscencias, lo envolvió en una caricia maternal, llena de encantos pensativos, como una onda de perfumes venida de un remoto jardín, pleno de jazmines y de rosales, lleno de calmas monásticas, temblador y argentado, en la luz floral y mística de un crepúsculo tirreno;
y, aspiró esas brisas del recuerdo, las aspiró con voluptuosidad, porque todo en él se disolvía, así, en un placer voluptuoso y carnal;
la llama verdosa de sus ojos, pareció volverse toda hacia el fondo de su alma, del lado de su corazón, siguiendo hacia arriba el curso de su Vida, en un movimiento ondeante, confuso y fugitivo, hacia el pasado;
y, la marea del recuerdo, subió en su espíritu, con tal fuerza, con tan poderosa intensidad, que le parecía sentir la materialidad misma del contacto con los paisajes y los seres que evocaba;
y, fueron los últimos quince años de su vida, los que llenaron con un fulgor empurpurado, y poblaron con un clamor de mar todos los ámbitos de su cerebro;
eran quince años de lucha y de ascensión; y, el recuerdo de esa lucha, exaltaba apasionadamente su alma, y, aguijoneaba sus nervios, porque aun vivía en ella, porque aun no había vencido definitivamente; aun no era suya la victoria final, aquella que consagra;
sus labios delgados y sinuosos, se estrecharon como con cólera, por no haber realizado aún todo el Ideal de sus sueños; porque tenía treinta y cinco años y, el mundo no era suyo, es decir, el pequeño mundo que lo rodeaba, y sobre el cual se había jurado reinar;
y, con reminiscencias de Julio César, en la cabeza, pensó en Alejandro, que a los treinta años había conquistado el mundo, y no lloró como el romano, pero sintió un gran rencor desbordarse en su corazón como un río;
y, como una ola de lava, el sentimiento de la Dominación que lo torturaba, saltó engrandeciente con un atrevimiento de demencia;
y, en medio de esa atmósfera mental, colérica y ambiciosa, gozó en exacerbar su rencor, con el recuerdo de esos años, que no carecían de triunfos;
y, tuvo la visión de aquella tarde en que abandonó su aldea natal, entre la rechifla apasionada y, la ardiente animosidad de sus conterráneos;
y, sintió la sensación del paisaje, el silencio mortal sobre el cerro escueto, el aullido intermitente del viento que hacía inclinar los arbustos raquíticos de la cima, que se quejaban, y el estrépito del torrente que se despeñaba indómito y, escapaba ululante a la pradera y, hacía vibrante la soledad inmisericorde, plena de melancolía;
y, allá, abajo, el cortejo fúnebre, que llevaba al cementerio el cadáver de Lucio Pica, de su Maestro, de su Amigo; y, el hormigueamiento de la multitud recogida y silenciosa, agrupándose por el sendero estrecho, lleno de la sola vivacidad de las flores campesinas, que abrían ante el muerto, tiernamente, el misterio de sus pétalos ebrios de fragancias;
y, en el infinito silencio del llano, que parecía un estuario en la noche, la casa del muerto, en cuyas ventanas herméticas y llenas de mudeces había él visto otras veces, asomar la Vida, magnífica y tentatriz, en los divinos ojos de Victoria Pica;
y, envuelto en la sombra, que se extendía sobre el llano como una fiebre nocturna, el trágico jardín, donde el Maestro había sido hallado muerto; suicidado, según la carta generosa que había dejado escrita, pero muerto por él, por León Vives, su discípulo, su hijo espiritual, aquel que había deshonrado por igual, la mujer y la hermana de ese que había sido como su padre, y, le había dado el tesoro inagotable de su cerebro, con el cual había vencido, y vencería aún...
y, todos esos recuerdos, le daban una impresión bien definida de placer, de un placer que le venía de ver el vencimiento definitivo de esas pasiones y, de esos seres;
esas remembranzas, removiendo todos los elementos turbados de su vida interior, no agitaban fuertemente su corazón, y gozaba en acrecerlos por la emoción augusta del Silencio;
una especie de accalmie, muy feliz, le venía de esos recuerdos, como la que sigue a la escapada de un peligro;
y, se decía mentalmente, como si tuviese necesidad de afirmárselo: «Yo he vivido esa Vida»;
y, a veces le parecía, que no era suya, que no le había pertenecido jamás, tal era la indiferencia real, desprovista de emociones con que la miraba;
y, se preguntaba interiormente: ¿en verdad, he amado yo esas cosas y, esos seres?
¿los he amado?
¿me he amado en ellos?
tenía el alma demasiado fuerte, para ser un sentimental;
no era un corazón, de esos que la Vida devora, hechos para sentir crecer en sí, las flores enfermizas del romanticismo; vivía en la vida real, y todo otro género de vida, le era extraño; las vegetaciones anormales del sentimentalismo, no se adherían a su naturaleza que no era tierna y plástica, como la de los seres sensitivos;
así, esos acontecimientos ya lejanos, que en él habían sido sensaciones, no tenían hoy para su corazón, sino la vaguedad sutil de un perfume, que dejaba su pensamiento ajeno a toda emoción; era como un juego de ideas inseparable de su pasado, pero del cual, todo sentimiento y toda sensación hubiesen desaparecido;
si algún sentimiento había tenido alguna vez por el pasado, era de odio; odio al fantasma brutal de su abuela; odio a su madre, odio a su aldea; odio a sus años de prisión escolar, que no le dieron otros goces, que los profundos, intensos y turbadores goces de la carne;
el Amor, no ocupaba lugar ninguno en su corazón;
¿había sido amor ese sentimiento nacido de la soledad, y, que había inclinado su alma de niño hacia Victoria Pica, como un mirto florecido hacia el cristal de una fuente?
¡qué iba a ser Amor, esa miseria sentimental, que terminó en una noche de placer donde su lubricidad y su vanidad, tuvieron igual parte de festín!
en la egoísta absorción de sus recuerdos, nada decía a su corazón el de aquella hora en que el grito de la virgen violada, se mezcló a la visión radiosa de sus carnes, que habían sido la obsesión, de sus noches eclesiásticas de internado;
¿que él había amado y admirado a Lucio Pica? verdad; la acumulación de su ciencia, deslumbró su cerebro ávido; y, la prodigalidad cariñosa de su espíritu, había conquistado su corazón de niño;
después de tantos años, sólo recordaba que era bello, y que al volver a verlo, tras larga ausencia, había tenido una desilusión; así envejecido, encorvado, no había dicho ya nada a su corazón;
tal vez se moriría sin llegar a definir, el verdadero sentimiento que inspiró a su niñez, Lucio Pica; o al menos, sin tener el valor de confesárselo; ¿por pudor? no; por Orgullo;
y, la odiosa visión de su aldea, desaparecía tras aquel horizonte de piedras y, de aguas, como un paisaje interior, lleno de hosquedades sin vibraciones;
y, se sentía feliz de haber dejado para siempre, esa aldea, la bestialidad vegetativa de los seres que la poblaban, seres de humanidad inferior, nacidos y envejecidos con el arado al lado de los bueyes fraternales, bajo los rayos de un sol menesteroso, que alumbraba indiferente sus bajas pasiones de brutos inconscientes y, el deseo estúpido e irrealizable de su felicidad;
con cuánta ventura recordaba aquella tarde, en que caballero en una mula, ebrio de ansiedades secretas, había dominado el llano árido donde dormía la vieja ciudad capitolina, la Capital; Bizancio, como él mismo la había llamado, en sus artículos de prosa seminarista, para anatematizar sus corrupciones, idealizada y quimerizada por sus sueños, alzar tras la muralla rosa de los reflejos solares, y el verde acuático de las perspectivas, el perfil de sus torres esplinéticas, en la soledad taciturna del paisaje;
la quietud del llano, apasionada y solemne, la paz infinita de la tarde, dulce como una música, coronaban de mayores prestigios la Ciudad, que para él, era la Meca de sus aspiraciones, el cauce por el cual desde ese día, iba a correr el río tormentoso de sus ambiciones y de su vida;
todos sus amores, todos sus dolores, se borraron en su corazón, como cosas fugaces o inexistentes a la sola vista de la Ciudad talismánica, que se destacaba en la perspectiva, en la luz difusa, que parecía estelar, ofreciéndose a los últimos besos del sol, como el rostro de una vieja monja a los labios de un confesor, fatigado de amarla;
¿qué le importaba ya las miserias, los dolores, toda la tristeza del pasado, si tenía ante sí el porvenir, encerrado en esa Capital de sus sueños, como una maravillosa simiente de Fortuna y de Gloria, depositada por la mano de su Destino, en la vieja tierra andina, presa en ese momento, de una dulzura infinita, que le venía de los cielos perlados y lejanos, llenos de un inerte encanto?
y, Bizancio, se alzaba confusamente, llena de una ilusión de prestigio, ante sus ojos campesinos, que querían escrutarla tras de las nieblas del miraje, en el cual se perfilaban las torres, con un perfil, tan delicado y tan suave, que se dirían azucenas silvestres, apenas entrevistas, en la mística serenidad de un paisaje lacustre;
melancolías inexpresables, venían de la Naturaleza toda, y del silencio mismo de las cosas, que parecían reclamar la voz del hombre, para llamar a la Vida, esos paisajes inertes, llenos de una perplejidad óptica como de horizontes marinos;
la llanura enorme, era como ilimitada, llena de una armonía profunda;
se diría, que una emoción musical, llenaba la tierra toda, con el canto de los pájaros que saludaban el crepúsculo, llenando el silencio con el tema igual de sus gorjeos;
campesinos rojos y robustos, dignos de un paisaje holandés, aparecían de pie, a la orilla de los vallados, sobre la tierra húmeda y los surcos recién abiertos, que les servían de zócalos;
las rudas hierbas salvajes esmaltaban el suelo, en una invasión cantante de colores, como una ola policroma, que fuese a perderse en el seno áureo de los trigales lejanos, que se inclinaban sonoros y saludadores, como el coro de una melodía musical, ante el muriente sol que los enfiebraba, con una caricia de lascivia;
como arterias infinitas, del seno abierto de esa llanura inmensa, las zanjas, pletóricas de agua, reverberaban, azulosas o rojas, a la sombra de los sauces que las cortejaban, mirándose en el espejo turbado de su estancamiento, cual si hubiese entre ellos, una misteriosa analogía de sus tristezas;
el dolor, el abandono, la melancolía, parecían los guardianes mudos de esos lugares, donde todo decía la misma verdad de la desolación;
pero, su ambición embellecía el paisaje dominado por la aparición de la Ciudad, donde d...

Índice

  1. La conquista de Bizancio
  2. Copyright
  3. Other
  4. PREFACIO
  5. PRÓLOGO
  6. LA CONQUISTA DE BIZANCIO
  7. Chapter
  8. Chapter
  9. Chapter
  10. Chapter
  11. Chapter
  12. Chapter
  13. Chapter
  14. Chapter
  15. Chapter
  16. Chapter
  17. Chapter
  18. Chapter
  19. Chapter
  20. Chapter
  21. Chapter
  22. SobreLa conquista de Bizancio