Salía del hospital de la Resurrección, que está en Valladolid fuera de la puerta del Campo, un soldado que, por servirle su espada de báculo, y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés como convaleciente, y, al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía un su amigo a quien no había visto en más de seis meses, el cual, santiguándose como si viera alguna mala visión, llegándose a él le dijo:
—¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra? ¡Como quien soy, que le hacía en Flandes, antes terciando allá la pica que arrastrando aquí la espada! ¡Qué color! ¡Qué flaqueza es esa!
A lo cual respondió Campuzano:
—A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme en ella le responde; a las demás preguntas no tengo que decir sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que non debiera.
—Luego ¿casose vuesa merced? —replicó Peralta.
—Sí, señor —respondió Campuzano.
—Sería por amores —dijo Peralta—, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución del arrepentimiento.
—No sabré decir si fue por amores —respondió el alférez—, aunque sabré afirmar que fue por dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento, saqué tantos en el cuerpo y en el alma que los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores y los del alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para tener largas pláticas en la calle, vuesa merced me perdone, que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.
—No ha de ser así —dijo el licenciado—, sino que quiero que venga conmigo a mi posada y allí haremos penitencia juntos, que la olla es muy de enfermo, y aunque está tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado, y, si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute nos harán la salva, y sobre todo la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos. Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevole Peralta a su casa, diole lo prometido y ofreciósele de nuevo, y pidiole en acabando de comer le contase los sucesos que tanto le había encarecido. No se hizo de rogar Campuzano, antes comenzó a decir de esta manera:
—Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, cómo yo hacía en esta ciudad camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.
—Bien me acuerdo —respondió Peralta.
—Pues un día —prosiguió Campuzano— que acabábamos de comer en aquella posada de la Solana donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer con dos criadas. La una se puso a hablar con el capitán en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto.
Y aunque le supliqué que por cortesía me hiciese merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla. Y para acrecentarle más (o ya fuese de industria o acaso) sacó la señora una muy blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores a fuer de soldado, y tan gallardo a los ojos de mi locura que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con todo esto le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: “No seáis importuno. Casa tengo, haced a un paje que me siga que aunque yo soy más honrada de lo que promete esta respuesta, todavía a trueco de ver si responde vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis”.
”Besele las manos por la grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas se fueron; siguiolas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino su galán.
”Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto y muerto por el rostro que deseaba ver. Y así otro día, guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en extremo, pero éralo de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave, que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios; blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí e hice todas las demostraciones que me pareció ser necesarias para hacerme bien quisto con ella. Pero como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes que cré...