LA GRAN ESPERANZA CONTRA EL GRAN MIEDO. LA VÍA CHILENA AL SOCIALISMO EN EL MARCO DE LA GUERRA FRÍA
El nuevo orden mundial instaurado después de la victoria de las tropas aliadas pronto comenzó a padecer tensiones importantes, lo que no hizo sino aumentar la desconfianza y potenciar la confrontación entre las dos grandes superpotencias vencedoras de la guerra. Moscú creó en 1947 la Oficina de Información de los Partidos Comunistas (Kominforn) y Washington firmó con los países al sur de Río Grande el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) el mismo año. La creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1949 y la guerra de Corea, entre 1950 y 1953, constituyeron la reacción occidental, con Estados Unidos a la cabeza, contra lo que consideraban el expansionismo soviético en el mundo. El planeta había quedado dividido en Yalta, pero muchos en el Departamento de Estado afirmaban que los rusos no eran más que lobos con piel de cordero. El mundo era un enorme tablero de ajedrez y había que estar muy atento a los movimientos que en él se pudieran producir.
Desde 1947, la práctica totalidad de los gobiernos de América Latina se alinearon inequívocamente con Washington, rompieron relaciones diplomáticas con Moscú e ilegalizaron a un buen contingente de los partidos comunistas continentales. La reacción de estos fue la de impulsar un nuevo frentismo, emparentado con la política de frentes populares de los años treinta, que impulsaba la constitución de gobiernos democráticos de liberación nacional, a los cuales podían y debían sumarse todas las fuerzas antilatifundistas y antiimperialistas.
En 1956, el traumático XX Congreso del PCUS decidió la política que desde ese momento había de aplicar Nikita Kruchov: reducir el impacto económico y social que la confrontación permanente y universal con los norteamericanos tenía para la Unión Soviética. Había comenzado la era que los soviéticos querían de la coexistencia pacífica.
La insurgencia cubana, de apariencia romántica y de confesión nacionalista, no fue, aparentemente, ni siquiera un movimiento de un peón del tablero. Fue la torpeza norteamericana y la habilidad soviética las que convirtieron el proceso de la isla caribeña en un problema geopolítico que, en poco tiempo, llevaría al mundo a las puertas del abismo. El intento de invasión de Playa Girón, o Bahía de Cochinos, en 1961 fue el preludio de lo que en 1962 sería la crisis de los misiles. La confrontación nuclear entre las superpotencias llegó a contemplarse como una posibilidad factible, pero Moscú decidió, contra la opinión de Castro, retirar los misiles que apuntaban a Estados Unidos. Estos iniciaron entonces un bloqueo hacia Cuba que todavía dura, aunque sean ambivalentes sus efectos.
En el campo socialista, tras la victoria revolucionaria de los comunistas chinos en 1949, pronto comenzaron las desavenencias con sus camaradas rusos. A finales de los años cincuenta la tensión era creciente entre Moscú y Pekín, especialmente porque los chinos criticaban lo que llamaban el revisionismo soviético y, especialmente, la tesis rusa del socialismo en un solo país. En América Latina, la influencia del comunismo asiático provocó escisiones en diversos partidos comunistas de la región y la aparición de organizaciones pro-chinas.
Una cierta sintonía, cuando menos una coincidencia en el tiempo entre algunas de las tesis de los maoístas y la heterodoxia cubana, que negaba el axioma de considerar la clase obrera como el motor de la revolución, que cuestionaba la política de alianzas y que había propuesto con éxito una nueva forma de toma del poder alejada del leninismo canónico, no hizo sino cuestionar la hegemonía soviética sobre la izquierda transformadora latinoamericana. Tanto la Conferencia Tricontinental de 1966 como la de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad (OLAS) de 1967, ambas celebradas en La Habana, declararon su apoyo a las guerrillas insurgentes que, a imitación de los hombres de la Sierra Maestra, habían aparecido en el continente. En ese mismo año, Ernesto Che Guevara moriría en Bolivia, al frente de una columna de veteranos guerrilleros, en su intento de crear focos revolucionarios que abrieran nuevos Vietnam al imperialismo norteamericano. El malestar soviético era creciente con Castro, y este hubo de ajustar su retórica y su praxis de apoyo a los insurgentes continentales a parámetros tolerables por Moscú.
Pese a todo, la doctrina que exigía dejar de lado a los insurgentes y trabajar por la unidad de la izquierda latinoamericana no convenció a los cubanos. Aunque el Che fue abandonado a su suerte en Bolivia, el apoyo material y logístico a las guerrillas continentales se mantuvo.
El triunfo de la Unidad Popular comandada por Salvador Allende en 1970, básicamente una alianza de socialistas y comunistas chilenos, sí era una experiencia más del gusto soviético. Por ello, el dramático final de septiembre de 1973, a causa de un golpe militar propiciado por Estados Unidos, puso en jaque la política del PCUS hacia América Latina.
Se puede decir, pues, que más que el expansionismo soviético, lo que impulsará la insurgencia armada en América Latina será el activismo cubano. Estados Unidos y sus gobiernos aliados, sin embargo, aun reconociendo la importante intervención cubana, siempre acusaron a los soviéticos de ser los patrocinadores en la sombra de cualquier disidencia o cualquier oposición, así como de toda rebeldía que cuestionara su política en el área.
Los conservadores y los reaccionarios continentales culpabilizaron a los comunistas cubanos de cualquier insurgencia armada en el continente, con la misma intensidad que tanto los progresistas moderados, incluidos los norteamericanos, como los marxistas-leninistas la negaban. Ambos tenían razón. La izquierda continental acertaba al apuntar que el catalizador cubano no era más que un factor que contribuía a la maduración de procesos que, en muchos casos, eran preexistentes a la mismísima revolución cubana. La derecha también tenía razones para su acusación. Donde la insurgencia había madurado, la falta de una causa cubana no implicaba la inexistencia de un factor cubano, y donde nada explicaba el estallido de la lucha armada, la motivación cubana ofrecía una interpretación creíble. También, en última instancia, donde había una paz difícil de explicar, solo alterada por revueltas campesinas desesperadas –el caso de México, en concreto–, la pasividad cubana permitía entender la situación.1
En este contexto hay que entender la singularidad de la propuesta de transitar hacia el socialismo que realizará el Gobierno de la Unidad Popular liderada por Salvador Allende, que se conoce como la Vía chilena. Y en este marco hay que integrar las contradicciones y las asincronías que la propuesta presenta, así como lo que su puesta en marcha desencadenó, que no fue otra cosa que el terrorismo de Estado practicado en Chile en sintonía con la llamada Doctrina de Seguridad Nacional. Esto es, la doctrina según la cual en América Latina no había de producirse ningún otro proceso que pudiera desembocar en una situación similar a la que se había dado en Cuba entre 1959 y 1962, lo que había significado el surgimiento y la consolidación de un aliado fiel y muy activo de la Unión Soviética en el continente.
Desde 1958, con la elección del derechista Alessandri, pasando por 1964 con la del demócrata-cristiano Frei y, finalmente, la de 1970, con la elección del socialista Allende, la orientación política de los gobiernos chilenos fue decantándose progresivamente hacia la izquierda.2 Alessandri se impone a Allende y a Frei en 1958 (31,2% de los votos, frente al 28,5 y el 20,4 respectivamente), con un programa de modernización económica y de atracción de las inversiones extranjeras, de clara orientación tecnocrática, que fracasará por la incapacidad del empresariado autóctono y por los desajustes internos del país.
La izquierda chilena, organizada en el Frente de Acción Popular (FRAP) y encabezada por Salvador Allende, fue derrotada dos veces antes de lograr la victoria en 1970, en esta ocasión con una coalición electoral vertebrada fundamentalmente por los socialistas y los comunistas chilenos, denominada Unidad Popular (UP). Y esto tras la derrota padecida en 1958 ante Alessandri y en 1964 ante Frei. Este último año, la derecha conservadora y liberal y el centro de la Democracia Cristiana (DC), unieron fuerzas ya que los derechistas, al entender que iban a ser relegados por el electorado a la tercera posición, decidieron apoyar a Frei como mal menor. El resultado de 1964 fue un 56% para Eduardo Frei y un escaso 39% para el FRAP de Allende. Frei había conseguido orientar la DC hacia posiciones progresistas e interclasistas, aunque radicalmente antimarxistas. La propuesta de Frei, atrevidamente bautizada como «Revolución en Libertad», estaba influida tanto por los principios económicos de la CEPAL como por la Doctrina Social de la Iglesia Católica e, internacionalmente, por la Alianza para el Progreso diseñada por Kennedy.
Pese a su innegable carácter reformista, los resultados del gobierno de Frei fueron insuficientes: ni los salarios crecieron paralelamente a los precios, ni la inflación fue controlada, ni las medidas en política agraria consiguieron recortar las dimensiones y los efectos nocivos del latifundismo chileno, aun cuando la reforma agraria, como veremos después, tendrá importantes efectos. Quizá la frustración de las expectativas alentó la radicalización a derecha e izquierda. El Partido Nacional entendió que se abría de nuevo un amplio espacio a la derecha, mientras que la UP, constituida en 1969, vio la posibilidad de ensanchar el suyo por la izquierda.
La Unidad Popular, vertebrada por los partidos Socialista y Comunista, contó con la participación de otras organizaciones políticas como el viejo Partido Radical, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU, una escisión por la izquierda de la DC) y la Acción Popular Independiente. Un grupo de jóvenes de orientación guevarista, que propiciaba la insurgencia armada con la misma vehemencia con la que negaba los mecanismos electorales, permaneció al margen de la opción encabezada por Allende. Se trataba del Movimiento de Izquierda Revolucionaría (MIR). Más tarde, ya con Allende en el Palacio de la Moneda, apoyaron y, a la vez, dificultaron la gestión de Gobierno del líder socialista.
La propuesta de Salvador Allende consistía en abrir una vía político-institucional hacia al socialismo, es decir, se trataba de transformar la sociedad, pero desde las instituciones y sin salirse del marco constitucional. Era la llamada «Vía chilena al socialismo». El programa contemplaba la nacionalización de las empresas estratégicas, que tendrían que constituir el Área de Propiedad Social, y una sustitución de los latifundios por cooperativas agrarias, dentro del marco de una ambiciosa reforma agraria. Paralelamente, se trataba de desarrollar una nueva política distributiva que incentivara la producción y el consumo, y –en un terreno más estrictamente político– proponía un incremento de la participación de la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones políticas. En política exterior, la UP propugnaba una reorientación de las relaciones diplomáticas que prestara mayor atención a las que afectaban al bloque socialista y los países del Tercer Mundo, junto a una denuncia de la hegemonía norteamericana en América Latina.
Las elecciones de septiembre de 1970 establecieron una ajustada victoria de la izquierda: un 36,2% para la UP, un 34,9 para la derecha de Alessandri y un 27,8 para Tomic, candidato de la DC. La Bolsa de Santiago cayó en barrena, los bancos fueron sitiados por sus clientes decididos a retirar sus depósitos y un grupo de ultraderecha, Patria y Libertad, surgió con rapidez e intención movilizadora. La multinacional norteamericana ITT, en sintonía con el Departamento de Estado de la Administración Nixon, aceleró e incrementó la colaboración con los adversarios más radicales de Allende. Se trataba de impedir que los «upelientos» llegaran a La Moneda. El entonces secretario de Estado estadounidense, H. Kissinger, lo dijo con la facundia que le caracterizaba, afirmando que no tenían que permanecer impasibles al constatar que un país había decidido hacerse comunista por la irresponsabilidad de su pueblo.
Patria y Libertad –un violento grupo de extrema derecha– intentó secuestrar al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el constitucionalista general Schneider, quien moriría en la acción al enfrentarse a los secuestradores. El Ejército resistió la provocación y la Democracia Cristiana, que había se había convertido en árbitro de la situación política por los resultados electorales, accedió a apoyar la asunción de Allende como presidente de la República después que la UP consintió a firmar un Estatuto de Garantías Democráticas, una especie de reiteración de las libertades contempladas a la Constitución. Los 153 votos de la UP más la DC, frente a los 35 del Partido Nacional, según la votación realizada en el Congreso, permitieron que Allende ocupara el despacho presidencial en el Palacio de la Moneda.
Pero la toma de posesión de Allende no provocó más que un efecto alentador en sus enemigos. Desde antes de ganar las elecciones, Allende había tropezado con un sector del Ejército que conspiró para evitar la hipotética llegada de este al Gobierno. Después d...