ALGUNAS PRECISIONES ACERCA DEL APARTADO «LEY DE MOYSÉS» EN EL EDICTO DE FE DE LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA
Miguel Jiménez Monteserín
Archivo Municipal de Cuenca
A VUELTAS AÚN CON EL EDICTO DE FE
Más allá del tópico aceptado, parece adecuado pensar que, así el texto mismo del Edicto de fe inquisitorial, como la reiterada −aunque también inconstante de hecho− ceremonia de su lectura anual por espacio de casi tres centurias en innumerables iglesias de la monarquía hispana,1 debieron instruir mucho más a las gentes sobre los objetivos y el proceder del Santo Oficio que no la ocasional promulgación de sus sentencias en las cabeceras de los distritos inquisitoriales, harto espectacular cuando se la instrumentaba mediante el recurso a las diversas modalidades rituales que el auto de fe revistió a lo largo de los siglos.2 Extraña por ello que al tratar de temas inquisitoriales, en general o en particular, los distintos autores no hayan solido ir mucho más allá de la descripción sumaria del edicto,3 la alusión a un enunciado concreto del mismo,4 la publicación de alguno de fecha precisa, o bien la transcripción en clave de análisis diplomático formal,5 soslayando numerosos aspectos del documento en conjunto bien necesitados de adecuado esclarecimiento. Chocante resulta, a mi parecer, que no se haya prestado todavía toda la atención historiográfica merecida a la fortuna de un texto, tan elocuente de suyo, concebido como un instrumento esencial para la pesquisa de la disidencia religiosa en los tiempos modernos.6
Carecemos, en suma, de una monografía que, teniendo primero presente su origen medieval, más o menos coyuntural en cada circunstancia de lugar y tiempo, señale de forma adecuada y en estricta clave diacrónica el paulatino proceso de elaborar, siguiendo las sucesivas coyunturas de lucha ideológica gestionadas por los jueces de la fe hispanos, un tal catálogo de herejías, diseñado para el aviso y la reacción beligerante del vulgo en contra de ellas.7 A falta de ello, se echa en falta también una disección doctrinal interna de los distintos epígrafes que configuran su texto más conocido, semejante a la realizada, de manera ejemplar, por los editores de la bula de León X Exurge Domine, promulgada en 1520 para condenar las proposiciones teológicas del primer Lutero, rastreándolas en sus fuentes originarias, de donde los censores las desgajaron para presentarlas con manipulada literalidad en el texto papal.8
No es éste, por descontado, el lugar, ni menos aún el momento de colmar el señalado vacío. Tampoco podría asumir tal tarea el modesto propósito del autor de estas líneas, limitado por las características exigidas a una comunicación académica, breve y concisa de suyo, cuyo propósito es el de formular sólo algunas precisiones a la redacción de una parte muy concreta de este singular texto. De hecho, al revisar la edición del Edicto de fe preparada hace más de treinta años, con vistas a publicarlo otra vez si las difíciles circunstancias presentes no lo impiden, vuelvo a echar de menos, como paso previo, la indicada cronología precisa de su preliminar génesis. No es menos de lamentar que tampoco se haya documentado aún el modo de gestión del proceso de acumular de forma ordenada el detalle de las distintas creencias heterodoxas o comportamientos amparados en ellas, cuyo resultado es la estructura y fisonomía de la referida versión, más o menos común, del Edicto de fe que conservan los archivos. «Clásica», diríamos, de hecho, fijada por el momento y de manera convencional en torno al último cuarto del siglo XVI, si se consideran los más antiguos ejemplares impresos hasta ahora conocidos.9 Cabe pensar que al tratarse de un instrumento práctico de combate, actualizado conforme a las exigencias de los nuevos y sucesivos frentes de ofensiva doctrinal abiertos, las nuevas ediciones añadidas invalidarían a las versiones más antiguas y quizás por haberlos estimado inadecuados los jueces, a instancias además del consejo de la Suprema, no hayan sobrevivido apenas documentos anteriores a estas fechas.10
Es probable que algunos de los inquisidores generales tomasen conciencia de la dimensión concreta de su cometido al hacerse cargo de gobernar el Santo Oficio, y emitieran por ello los adecuados documentos desde donde poner sobre aviso a las gentes acerca de los frentes doctrinales más vulnerables entonces. Sabemos, en este sentido, que el Cardenal Cisneros (1507-1517) formuló un documento cuyo contenido, en líneas generales, parece asemejarse bastante al que nos ocupa, por más que no conozcamos aún su enunciado preciso.11
La realidad es que, dicho de forma harto simplista, no hemos avanzado demasiado en cuanto al análisis del proceso de confección del Edicto de fe desde que por primera vez lo esquematizara Juan Antonio Llorente. Al referirse al establecimiento inicial de la inquisición hispana, aludía este autor a los primeros «edictos de gracia» sin precisar sus fechas, y con ello detallaba los casos en que debían ser delatados los supuestos falsos conversos del judaísmo, en apariencia valiéndose sin más del texto del edicto que le era familiar.12 Luego, eludiendo asimismo referirse a ninguna disposición concreta, sostenía que, a iniciativa del inquisidor general Alonso Manrique (1523-38), fueron incluidos en él, a partir de 1525, los capítulos tocantes a las «sectas» de Mahoma y Lutero, a la magia y a la superstición.13 La cues-tión, sin embargo, es mucho más compleja. Sin profundizar en la idea de la presencia fantasmal de Lutero entre los hispanos,14 sabemos que hubo respuesta inquisitorial temprana opuesta a la difusión de los libros luteranos en sus diferentes versiones. En abril de 1521, casi en sintonía con el veto del papa León X, el cardenal Adriano, inquisidor general, prohibía su lectura y venta en los dominios hispanos en cualquier lengua que estuviesen. Justo cuatro años más tarde, volvería Manrique a la carga, mandando expurgar de tales escritos la biblioteca de la universidad de Alcalá, mientras recordaba su universal prohibición en posteriores edictos leídos entonces en diferentes iglesias.15 Sin embargo, ignoramos todavía cuándo fue incluido en el edicto el esquema de las proposiciones del monje sajón reputadas esenciales para identificar a los seguidores de su «secta».16
En cuanto a los conversos del islam, también fueron muchas las disposiciones inquisitoriales y regias tocantes a gestionar con diferente rigor su manifiesta oposición a seguir la fe cristiana que les había sido impuesta desde 1502.17 La referencia de Llorente quizás se corresponda con la bula otorgada por Clemente VII al emperador, en mayo de 1525, autorizándole a exigir a los moriscos el cumplimiento de las obligaciones de su nueva fe, con independencia de si la habían asumido o no de grado.18 Con todo, tampoco parece haberse hallado aún la disposición concreta que mandase insertar en el edicto de gracia o de fe lo tocante a la «secta» de Mahoma con el enunciado que conocemos.
Por lo que hace a la superstición, no obstante la apresurada afirmación de Llorente, alguna disposición coetánea de la Suprema desmiente su aserto, atenta la cautela con que recomendaban proceder en materias de brujería y hechicería a los inquisidores de distrito.19 Fuera de esto, sin pretender exhaustividad en lo tocante a la trayectoria de la configuración del apartado «Diversas herejías» del documento que nos ocupa, se sabe con mayor precisión cuándo las «cartas acordadas», enviadas por el consejo a los distintos tribunales durante el siglo XVI, fueron introduciendo algunas novedades heréticas en el texto recibido del mismo. En 1574, aplicando un breve de Gregorio XIII de aquél mismo año, obligaron a denunciar a quienes, no siendo sacerdotes, celebrasen la misa o administraran otros sacramentos.20 En 1576, quince años después de su condena expresa por el papa Pío V y luego de unas cuantas vacilaciones guiadas del miedo al escándalo, se mandó incluir el delito de los confesores que solicitaran favores sexuales de sus penitentes mientras éstos les manifestaban sus culpas.21 En 1578 se introdujo la mención a los «fornicarios», es decir, quienes sostenían que no es pecado la relación heterosexual libre entre solteros.22 Aquél mismo año se introdujeron también las «proposiciones» de los nuevos alumbrados.23
Dicho todo esto, no parece desatinado plantear la hipótesis de que si se lograse recopilar un número suficiente de ejemplares sucesivos, principalmente manuscritos y de distinto origen, sería posible observar de qué manera el plural enunciado original del texto se haya ido viendo sometido a una trayectoria paralela, diversa, según fuera utilizado por tribunales de distinta localización, obligado cada uno a afrontar problemas peculiares en su respectivo distrito, si bien siempre en el marco de las sucesivas y superpuestas empresas antiheréticas que fueron guiando el proceder del Santo Oficio a lo largo de más de trescientos años. No es posible entrar ahora en detalles, pero, sin que obste del todo la centralización y sujeción al Consejo de la Suprema, en virtud de las diferentes peculiaridades sociales y culturales de cada uno, resulta evidente que diferirán parcialmente en enunciado y en acogida los textos de los tribunales aragoneses e italianos, y distintos serán también los promulgados en Castilla de los que se hicieron oír en tierras de allende el Atlántico.
Hemos de estudiar pues un instrumento de carácter judicial, cuyo carácter aditivo resulta de haber mantenido formalmente intactos sus iniciales propósitos el tribunal que se valía de él para lograr sus fines punitivos. Sin entrar en el debate de si es aún plenamente válido o no el esquema dinámico de análisis de la actuación del santo tribunal propuesto por Jean-Pierre Dedieu hace ya más de treinta años, apoyado sobre todo en sus indagaciones acerca del tribunal toledano,24 no cabe duda de que las ofensivas de mayor alcance emprendidas por los jueces de la fe cambiaron de ritmo e intensidad a lo largo del tiempo. Simplificando mucho, desde luego, cabría decir que el edicto resume en los sucesivos enunciados que lo configuran los «cuatro tiempos», en la medida que, a grandes rasgos, refleja cuales fueron los consecutivos y a la vez simultáneos objetivos del tribunal. También es verdad que, como precaución vigilante ante el hallazgo de posteriores embates heréticos, las nuevas ofensivas se superpusieron cada vez a las anteriores, sin que importase lo desvirtuados que se mostraran al fin los destinatarios de las primeras.25 Variaron los métodos, cuando el procedimiento de velar por la ortodoxia se hizo sedentario y debido a ello fue preciso acudir a la ayuda de agentes laicos y clérigos, dispersos de suyo por los distritos inquisitoriales.26 Pero no cabe duda tampoco de que la obediencia al postulado de seguir combatiendo sin concesiones la amenaza herética, permanente y plural, sostendría tenaz el viejo mandato de leer en público cada año un heterogéneo agregado de proposiciones y comportamientos heterodoxos, a pesar de lo anacrónico, descontextualizado y poco inteligible que al cabo pudiesen resultar a su audiencia popular. Todo ello sin tener en cuenta, además, la ocasional desidia de los clérigos locales encargados de hacerlo público o las dificultades para la comprensión de la lengua castellana en que el edicto estuviese redactado a partir del siglo XVI, según en qué lugares fuese leído.27
Rastreando un mínimo el origen de la tal fórmula de anunciar desvíos doctrinales de manera pública, hallamos que el término procede, en general, del derecho romano.28 Los edicta eran promulgados por los diferentes magistrados −los pretores principalmente−, dotados de autoridad jurisdiccional (imperium) con el fin de resolver cuestiones referidas a la esfera propia de la competencia de cada uno durante su periodo de mandato.29 Desde el punto de vista jurídico, civil y canónico, y habida cuenta de la diversidad de acepciones de la palabra, el «de fe» se asimilaría a las citaciones hechas públicas por los jueces dando orden de comparecer a alguien ante ellos para resolver algún asunto preciso.30 Así, en paralelo con los de otras autoridades, civiles o religiosas, mediante ...