Wittgenstein y la estética
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Wittgenstein y la estética

  1. 110 páginas
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Información del libro

El presente libro tiene por objeto dar a conocer al lector en castellano una pequeña parte de la obra de Jacques Bouveresse y, al mismo tiempo, un aspecto poco conocido del pensamiento de Ludwig Wittgenstein. El texto que da origen a éste corresponde a los dos últimos capítulos de Wittgenstein: la rime et la raison (Paris, Les Éditions du Minuit, 1973) de J. Bouveresse. Los editores son los responsables de la traducción y de la edición crítica del original francés, así como de esta introducción.

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Información

Edición
1
Categoría
Philosophy
I.
La voz universal y el discurso crítico
...Si la estética pudiera ser, las artes se desvanecerían ante ella, es decir –ante su esencia.
P. Valéry
Tanto en el Tractatus como en el Diario Filosófico1 la suerte de la estética está ligada en todos los aspectos a la de la ética. Como en el caso de la ética, la estética es inexpresable, la obra de arte es la visión del objeto sub specie aeternitatis (cf. DF. p. 140), la actitud estética se relaciona originariamente a la estupefación sentida ante el “hecho” de la existencia del mundo y debe necesariamente existir una cierta analogía entre la contemplación del mundo con una mirada feliz y el punto de vista estético sobre el mundo, siendo lo bello “justamente lo que hace feliz” (DF, p. 145).2 Lo que aquí es sin duda más importante constatar es que a estas consideraciones teóricas particularmente abstractas corresponden aparentemente en Wittgenstein convicciones prácticas muy profundas y preferencias muy marcadas en materia de arte. La concepción wittgensteiniana de la estética es, como la de la ética, fundamentalmente eudaimonista: a partir de lo que podemos saber sobre sus gustos, Wittgenstein consideraba que los productos del arte deben tener un efecto esencialmente positivo, que deben representar una solución, y no un problema.3
De ahí esta importancia otorgada al papel, a menudo despreciado, del divertimento puro en la contemplación estética,4 la convicción de que el arte debe, de una manera o de otra, ayudar a vivir y ayudar al mayor número de personas a vivir, es decir, ser popular o no serlo, el rechazo del arte por el arte y la exigencia de moralidad 5 en la producción artística, el acento puesto, implícita o explícitamente, sobre la función compensadora, consoladora, educadora (y eventualmente también, como en el caso de Tolstoi, edificante) del arte. La búsqueda de un arte “verdadero”, “positivo”, “útil” (en un sentido ético o político) ha conducido en la mayor parte de los casos a la negación pura y simple del arte o, al menos, a formas de incomprensión característica: lleva, por ejemplo, a Tolstoi a hacer juicios que no pueden dejar de hacernos sonreir hoy sobre algunos de los más grandes escritores del siglo diecinueve. Pero el riesgo de filisteismo es inherente a la posición de todos aquellos que no consideran como resuelta a priori la tradicional pregunta acerca de la justificación del arte. Si la respuesta de Tolstoi es fundamentalmente inaceptable, su pregunta está ciertamente más que nunca a la orden del día, ya que la obra de arte es manifiestamente cada vez menos una “solución” en cualquier sentido del término, y cada vez más un problema planteado a la crítica y a la filosofía: “Nos dicen, sin embargo, que todo esto se hace en provecho del arte, y que el arte es una cosa muy importante. ¿Será cierto que el arte tiene importancia bastante para cohonestar tales sacrificios? Tanto más urgente es resolver esto cuanto que el arte, en provecho del cual se sacrifica el trabajo de millones de hombres, y por el que se pierden millares de vidas, aparece a la inteligencia de un modo cada vez más vago e incierto”.6
El punto de contacto entre la ética y la estética, según el Tractatus, consiste en el hecho de que la obra de arte es el objeto justificado, arrancado del universo de la factualidad contingente e investido de una significación. El arte es, como la moral, una tentativa de hacer significar el mundo. Pero si el sentido del mundo reside fuera del mundo, es decir, de lo que puede ser dicho, nada de lo que confiere al objeto un valor estético puede aparecer en la descripción de este objeto. Sin embargo, todavía aquí, Wittgenstein no quiere decir que los comentarios múltiples y en cierto sentido inagotables a los que da lugar el objeto estético están desprovistos de sentido. “Desde mi punto de vista, el tema (de la estética) –escribe Wittgenstein al principio de las Lecciones sobre estética– es muy amplio y se ha malentendido completamente” (LC, p. 15). Esta incomprensión proviene, esencialmente del hecho que nos representemos la estética ante todo como la teoría (o la filosofía) de lo bello o del placer estético. Se comete, ya lo hemos visto, un error análogo cuando se considera la ética como un interrogante sobre la esencia del Bien o del Deber; y Wittgenstein observa, en las Conferencias de Wittgenstein de 1930-33: “Prácticamente todo lo que digo sobre ‘bello’ se aplica de una manera ligeramente distinto a ‘bueno’”.7 Si buscais explícitamente lo que hace que un objeto sea bello o una acción buena, no podréis encontrar nada, y ninguna de las cosas interesantes e importantes que podréis encontrar sobre ellos será la cosa.
Uno de los presupuestos más típicos de la estética filosófica tradicional es la creencia de que debe existir una propiedad o grupo de propiedades comunes a todas las obras de arte. Como Ziff observa, “uno de los problemas más destacados de la estética ha sido el de ofrecer una definición (o un análisis, o una explicación, o una elucidación) de la noción de obra de arte. Las soluciones dadas por los estetas a este problema a menudo se han opuesto violentamente unas a otras; véase el contraste que existe entre la respuesta de Tolstoi y la de sus predecesores”.8 Encontrar un conjunto de características que sean a la vez suficientes y necesarias para que un objeto cualquiera pueda ser calificado como obra de arte, ha sido considerado, en efecto, a menudo como una de las tareas prioritarias de la estética. Sin embargo, una empresa de este género se tropieza inmediatamente con dos objeciones de peso:
1) Como muestra Wittgenstein, en uno de sus temas fundamentales, no hay razones para suponer a priori que la utilización de un término muy general puede y debe ser explicado y justificado por la existencia de una propiedad común a todos los objetos a los que es aplicado de manera pertinente, y es algo que corre el riesgo de ser particularmente verdadero cuando nos encontramos con un término que abarca una familia de casos tan desemejantes a simple vista de las cosas a las que se aplica ordinariamente el calificativo de “obra de arte”.
2) Una revolución artística lleva consigo siempre un cambio importante en la significación misma del término “obra de arte”: por ejemplo, en un momento dado el carácter figurativo deja de pertenecer a la esencia de la obra pictórica, la tonalidad a la esencia de la obra musical, etc. Tales cambios dan lugar, en general, a discusiones apasionadas entre los críticos, y el debate efectivamente gira siempre en torno a la cuestión de saber si un cierto tipo de objeto con un status momentáneamente indeciso puede todavía ser llamado “obra de arte”.
Sean cuales sean las razones que se pueden invocar de una parte y de otra, es claro que estas razones no se pueden fundar ni 1) en la definición familiar de la expresión “obra de arte”, ya que no hay definición que pueda dar cuenta de la multiplicidad de los usos familiares de esta expresión, ni 2) en una definición “filosófica” de la noción de obra de arte, de donde se deducirían un cierto número de verdades eternas concertientes a los objetos que pueden ser llamados justamente obras de arte, ni 3) en una predicción acerca de la manera en la que el público futuro reaccionará ante cierta categoría de obras o acerca del empleo de la expresión “obra de arte” en adelante (aunque este tipo de anticipación sea considerado, de una manera general, como parte de las posibilidades y obligaciones del crítico que utiliza a menudo como medio de persuasión o de presión, en principio no puede haber justificaciones o razones). “...Un esteta, concluye Ziff, describe un uso, tal vez un uso nuevo, de la expresión ‘obra de arte’, y pretende implícita o explícitamente que es el uso más razonable de la expresión a la luz de las consecuencias y de las implicaciones sociales características que se derivan del hecho que se considere algo como obra de arte, apoyándose en lo que son o deberían ser las funciones, los objetivos y las miras de una obra de arte en nuestra sociedad. Lo que son o deben ser los objetivos y las miras en cuestión es algo que depende del lugar y del momento. A medida que se transforma el carácter de la sociedad, que se desarrollan nuevos métodos de trabajo, estos objetivos y estas miras se transformarán igualmente”.9
La estética de Wittgenstein es incontestablemente filosófica; pero no se parece mucho a la estética filosófica tradicional. No aporta ninguna contribución precisa a la historia, a la crítica o a la teoría de la producción de la obra de arte; pero tampoco es un intento de definición conceptual de cosas como lo Bello, la obra de arte o el juicio estético. Por lo que respecta a la palabra “bello”, Wittgenstein insiste particularmente en dos puntos: 1) la multiplicidad indefinida de los usos de esta palabra y los cambios de sentido considerables que sufre de un contexto a otro; 2) el papel de todo punto menor que en la práctica juegan, en los juicios estéticos propiamente dichos, la palabra “bello” y los términos emparentados con ella. “...También parecía, cuenta Moore, sostener de un modo tajante que nuestros diversos usos de la palabra ‘bello’, no tienen nada en común, afirmando que la usamos ‘en cien juegos diferentes’ –por ejemplo, la belleza de un rostro es distinta de la belleza de una silla o una flor o de las tapas de un libro. De un modo similar, dijo de la palabra ‘bueno’ que cada modo diferente en que una persona, A, puede convencer a otra, B, de que tal y cual es ‘bueno’ fija el significado en que usa ‘bueno’ en esa discusión, ‘fija la gramática de esa dicusión’. Pero habrá una ‘transición gradual’, de uno a otro de estos significados, transición que ‘desempeña el papel de algo común’. En el caso de ‘belleza’ dijo que la diferencia de significado se pone de manifiesto por el hecho de que ‘se puede decir más’ al discutir si es ‘bella’ la disposición de la flores en una macizo del jardín que al discutir si lo es el olor de las lilas”.10
Si queremos tener una idea de lo que significa la palabra “bello” en un contexto dado, hay que preguntarse ante todo a qué se parece una pregunta o una controversia sobre la belleza de algo en este contexto, de qué manera nos podemos persuadir o se puede persuadir a alguien de que algo del tipo que se trate es bello, etc. ¿Qué hace que, en estas condiciones, estemos tentados a considerar la belleza como una especie de cualidad inherente al objeto, una cualidad oculta cuya presencia se manifiesta por “síntomas” (cf. ibid.) que pueden ser más o menos aparentes? La respuesta hay que buscarla, según Wittgenstein, esencialmente en el hecho de que las palabras como “bello”, “magnífico”, etc., son, desde el punto de vista de su gramática superficial, adjetivos, mientras que si pensamos en el modo como son aprendidas y utilizadas efectivamente, nos daremos cuenta de que se parecen de hecho mucho más a interjecciones. Wittgenstein reprocha en este punto (y de manera general) “a los filósofos de la generación actual, incluido Moore”, que prestan demasiada atención a la forma de las palabras, e insuficiente atención a su uso.
Un buen medio para evitar este error es preguntarse cómo nos las arreglaríamos para descubrir cuáles son las palabras que corresponden a nuestros “bello”, “bueno”, etc., en una tribu cuya lengua nos es totalmente desconocida. Para interpretar una lengua de este tipo no tenemos más remedio que referirnos a un cierto número de comportamientos prelingüísticos supuestamente comunes a partir de los cuales las diferentes lenguas han debido desarrollarse: “El modo de actuar humano común es el sistema de referencia por medio del cual interpretamos un lenguaje extraño” (PU, párr. 206). En tal caso, nos valdremos de lo que creemos poder interpretar como manifestaciones de placer o de aprobación (sonrisas, exclamaciones, gestos, etc.) en presencia de objetos ante los cuales se nos ha acostumbrado desde un principio, cuando aprendimos el lenguaje, a utilizar palabras como “bello” o “bueno” (alimento, juguetes, etc.). Seguramente corremos el riesgo de cometer un grave error cuando interpretamos la mímica o los gestos de los miembros de la tribu por analogía con los nuestros. Pero, observa Wittgenstein a propósito de la forma como el niño aprende a hablar, si no hubiera un mínimo de expresiones faciales, de gestos, etc., “naturales”, que puedan ser comprendidos independientemente del lenguaje, ¿cómo llegaría el niño a adquirir el dominio del lenguaje?.
La conclusión que se puede extraer de estas observaciones es que es fácil imaginar un lenguaje en el que las palabras como “bello”, “encantador”, etc., serían reemplazadas cada vez por una interjección o por un gesto característico, y en el cual, por consiguiente, la cuestión de saber con qué se relaciona la palabra “bello”, qué objeto designa a fin de cuentas, etc., no se plantearía en absoluto. La reificación de lo bello es una tentación tanto más curiosa cuanto que los “adjetivos estéticos” más típicos sirven mucho menos para formular juicios estéticos que para expresar reacciones totalmente ingenuas en personas incapaces de expresar un verdero juicio. Una apreciación estética propiamente dicha utiliza más bien palabras que corresponden a una idea de “conveniencia” o “corrección”. Reconocemos que alguien es realmente capaz de apreciar la música cuando estamos frente a observaciones como “Esta transición es correcta”, “Este pasaje es incoherente”, “No se oye suficientemente el bajo”, “El tempo no es el bueno”, etc. Un hombre que se precie de ser experto en ropa se expresará, tras un desfile de modas, de la forma siguiente: “Es el largo adecuado”, “Es demasido corto”, “Es demasiado oscuro”, etc. En vez de decir que las cosas son correctas, están en orden, etc., podríamos decir igualmente: “¡Dejadlo así!”. Esto parece indicar que el objeto ha terminado coincidiendo con un cierto ideal al que nos esforzábamos por aproximarnos mediante ajustes sucesivos. Pero evidentemente sería de todo punto ingenuo creer que comparamos la obra o sus diferentes estados con un patrón que preexiste implícita o explícitamente. La situación se asemeja bastante más a lo que ocurre cuando estamos buscando una palabra para expresar una idea y, después de haber rechazado varias que se nos proponen, acabamos por aceptar una diciendo: “¡Eso es lo que yo quería decir!”. ¿Cuál es, en ese caso, el criterio de que sea la palabra justa, que sea exactamente eso lo que teníamos en mente? Esencialmente el hecho de que la palabra nos satisface, que pone fin definitivamente a nuestra búsqueda, que no sentimos la necesidad de intentarlo con otras.
Wittgenstein se pregunta en el párr. 12 de las Lecciones sobre Estética (I) (LC) sobre lo que podríamos llamar la manera correcta de leer la poesía o de leer un poema en particular. Cuenta a este respecto una experiencia que tuvo personalmente con la poesía de Klopstock, para la que el autor recomienda una escansión muy particular. Habiendo leído sus poemas, durante algún tiempo, con cierto aburrimiento, adoptó un día el modo de lectura sugerido por el autor, que consiste en marcar exageradamente ciertos acentos; y de repente, podríamos decir, comprendió. “Cuando leí sus poemas de este nuevo modo, dije: ‘Ah, ahora sé por qué hizo esto’.” (LC, p. 67). Pero ¿qué hemos “comprendido” exactamente cuando, de un modo u otro, hemos llegado a comprender este tipo de cosas? En ese caso, lo que podemos llamar hasta cierto punto la intención de la obra, que es al mismo tiempo la intención presupuesta del autor, lo que “ha querido decir”. Decir que hemos comprendido su intención, es afirmar que sabemos, no exactamente lo que ha querido, sino más bien las razones por las que lo ha querido. Y nuestro sentimiento de haber comprendido sus razones proviene, parece ser, esencialmente del hecho de que, cuando leemos la obra de la manera indicada, una intención o un sentido nos aparecen, la obra nos habla, nos “dice” algo, etc. Wittgenstein insiste en el papel secundario que juegan aquí las palabras y los gestos de aprobación, e incluso hasta cierto punto el comentario verbal en general. Lo que es importante, es que el poema es leído y releído, de la misma forma que mi aprobación sobre un vestido puede traducirse esencialmente en el hecho de que lo lleve a menudo, que me guste cuando lo vea,11 etc. (cf. p. 68).
Debemos formular aquí inmediatamente dos observaciones que tendremos que desarrollar extensamente en adelante:
1) Decir que hemos “descubierto” las intenciones o las razones de un autor no es afirmar que hemos llegado a formular una hipótesis satisfactoria sobre lo sucedido en su mente durante la composición de la obra. Decir que hemos comprendido una obra cuando se conocen los mecanismos psicológicos que han presidido su elaboración, es casi tan falso, a pesar de las apariencias, como decir que hemos comprendido una demostración matemática cuando se sabe qué cosas han pasado por la mente de quien la ha inventado.
2) Se puede concebir perfectamente –y esto es un aspecto esencial de las explicaciones que nos damos y de las discusiones que tenemos en estética, del mismo modo que de la actividad que consiste en dar razones en general– que, a pesar de todos los esfuerzos hechos para aclararnos o persuadirnos, seamos definitivamente incapaces de ver lo que hay que ver o lo que se nos quiere hacer ver. Si las explicaciones que dáis no explican nada a vuestro interlocutor, eso cierra la discusión; y seréis probablemente llevados a exclamar, desesperadamente: “¡Pero de todos modos ves que es así como hay que leer el poema!”. Así pues se puede observar “que el mismo tipo de ‘razones’ se daba, no sólo en ética, sino también en filosofía” (Conferencias de Wittgenstein de 1930-33,12 p. 361).
¿Por qué insiste tanto Wittgenstein en el papel de las nociones de corrección e incorrección, es decir el de las reglas, los cánones, etc., del arte, en nuestras apreciaciones estéticas? Tal insistencia podría llevar a atribuirle la idea bastante extraña de que, cuando mantenemos un juicio estético el...

Índice

  1. Cover
  2. Half Page
  3. Title Page
  4. Copyright
  5. Índice
  6. INTRODUCCIÓN
  7. I. LA VOZ UNIVERSAL Y EL DISCURSO CRÍTICO
  8. II. LAS CAUSAS, LAS RAZONES Y LOS MITOS