UN ENEMIGO PODEROSO E IMPREVISIBLE: EL EBRO EN LAS CONSULTAS DEL CONSEJO DE CASTILLA
Enrique Giménez López
Pablo Giménez Font
Universitat d’Alacant
Tras los motines de 1766 el Consejo de Castilla asumió el control práctico de las obras públicas de puentes y la gestión administrativa del proceso.1 Por indicación de su fiscal Pedro Rodríguez de Campomanes el Comisario de Guerra Marcos Vierna fue encargado de supervisar las obras hidráulicas, mientras que el arquitecto Ventura Rodríguez debía hacer lo propio con la arquitectura civil. En 1769 el influyente fiscal decía que «los Maestros Provinciales vienen a ser como una especie de aparejadores de Vierna y Rodríguez, y se van formando a fuerza de correcciones e instrucciones derivadas de estos célebres Profesores»,2 y mencionaba expresamente a Vierna en su Apéndice a la educación popular como constructor de los caminos de Santander a Reinosa y de Madrid a Aranjuez, realizados «con toda la perfección del arte».3
Durante la segunda mitad del siglo XVIII y primeros años del XIX, el Consejo de Castilla interviene en repetidas ocasiones para gestionar la reconstrucción o reparación de puentes dañados por avenidas del río Ebro o sus afluentes. Hemos escogido las más significativas, comenzando por la que se refiere al puente de piedra de Zaragoza, cuya importancia en la vida de la ciudad era muy destacada, a la que vez que constituía un punto neurálgico en el camino real que unía Barcelona con Madrid. Pero también hemos estudiado otros puentes de gran importancia para facilitar el tránsito en la misma ruta, como el de la localidad de Bubierca, o de valor estratégico, como el de Villafeliche, fundamental para el transporte de la pólvora de sus fábricas a la Corte. Otros tienen importancia comarcal, como los de Jaca, Oliete y María de Huerva. También nos referiremos a la construcción de un puente en la localidad de Barbuñales como ejemplo de obra de utilidad pública promovida por iniciativa privada. Finalizaremos refiriéndonos al tratamiento que el Consejo dispensó a dos proyectos de actuación sobre cauces, con distintos resultados: el que afectó al Ebro a su paso por las localidades de Pina y Quinto, y el referente al Jiloca, y su red de ramblas y torrenteras, en Daroca y su vega.
Figura 1. Localización de los principales ríos y núcleos de población referidos en el texto.
ZARAGOZA Y SU PUENTE DE PIEDRA
El 22 de junio de 1775 bajó el Ebro crecido a su paso por Zaragoza. No preocupó en exceso, porque el volumen de agua no era mayor de lo normal: las grandes inundaciones no solían darse al inicio del verano, el año había sido seco y había nevado poco en el Pirineo. Sin embargo, para sorpresa de los zaragozanos, a los dos de la madrugada del 23 el río se desbordó y sus aguas comenzaron a inundar «los campos, huertas, arboledas, caminos y calles del arrabal que estaban al otro lado de los puentes frente de la ciudad», además de los conventos de franciscanas de Nuestra Señora de Altabás, el de monjes de San Lázaro, de la orden de La Merced, y el de franciscanos del Jesús. Se dio aviso a los labradores que había en las eras, pues había comenzado la siega, y a los que dormían en sus casas de campo. Era el comienzo de la que fue calificada como «la más espantosa y jamás vista avenida del río Ebro».4
La primera autoridad que acudió al puente en la madrugada del 23 al puente fue el corregidor, quien alarmado por la fuerza de las aguas informó al capitán general Antonio Manso y solicitó al cabildo catedralicio que expusiera el Santísimo. La primera autoridad de Aragón dio órdenes para que tropa de infantería y caballería montara guardia de trecho en trecho en las orillas del río para evitar que nadie cruzara el puente ni se aproximara al cauce, y envió barcas para rescatar a quienes habían quedado aislados en sus casas de campo. Afortunadamente la mayor parte de los pretiles y murallas de la ribera resistieron la presión de la avenida y evitaron la inundación de gran parte de la ciudad. Colaboraron con el capitán general los magistrados de la Audiencia, ambos alcaldes mayores, los regidores, los diputados del común y su síndico personero, quienes «contribuían a animar y contener a los pobres labradores, que en el extremo de su consternación se hubieran arrojado a los mayores peligros queriendo libertar, unos las mieses que ya tenían en las eras, otros las hortalizas en que tal vez aseguraban la subsistencia de sus familias, y muchos sus ganados que conjeturaban perdidos».5
Al medio día del 23 comenzaron a bajar las aguas, descubriendo los estragos que la riada había causado: las mieses y el arbolado se habían perdido; los campos de viña estaban cubiertos de maleza; las cercas de las heredades habían desaparecido; la red de canales y acequias había quedado destruida; muchas partes de la muralla y los terraplenes del pretil se habían desplomado, y el puente de tablas estaba casi deshecho.6
El puente de piedra, construido por Alfonso V el Magnánimo en el siglo XV, y que había quedado parcialmente destruido en 1643 por una riada,7 había resistido, si bien hacía años que muchas voces urgían su reparación por amenazar ruina. Cuando las aguas del río bajaron lo suficiente cuatro arquitectos, Julián de Jarza, Pedro Ceballos, Agustín Sanz y Joaquín Gracián,8 revisaron su estado, e informaron a las autoridades que era más necesario que nunca efectuar obras de consolidación, así como reedificar los lienzos de muralla y los tramos de pretil destruidos por la crecida, y parte del camino real paralelo al río, y que comunicaba Barcelona con la Corte.9 El importe de la reparación, según los cuatro arquitectos, rondaría las 129.249 libras.
Corrían malos tiempos para acometer gasto tan considerable. Años de pésimas cosechas habían llevado hasta Zaragoza a muchos campesinos en busca de trabajo, quienes sobrevivían gracias a las limosnas de las comunidades religiosas y al asilo de los hospicios.10 El memorial enviado a Carlos III por la ciudad el 4 de septiembre de 1775 resumía la situación de calamidad en que se encontraba Zaragoza, agravada por la inundación de junio.11 Endeudada, sin posibilidad de incrementar los arbitrios, ya que ello supondría «aumentar el desconsuelo y miseria a un pueblo en que se necesitaba de todo el cuidado, actividad y desvelo del gobierno para sostener a sus vecinos en un año tan calamitoso con habría de ser aquel», Zaragoza recordaba los motines de 1766, durante los cuales, según la versión oficial, debida a Tomás Sebastián y Latre,12 los primeros pasquines que aparecieron en diversos lugares de la ciudad contenían amenazas al intendente y a diversos comerciantes, «sus amigos», y reclamaban una bajada de los precios del pan y el aceite. Urgía reparar el puente de piedra, la muralla, el pretil y el camino real, pero todo debía hacerse sin gravar el erario ni a los vecinos. El memorial dirigido al rey proponía destinar a las obras los 2 reales por fanega de sal que el Reino de Aragón pagaba para la construcción de caminos, si bien sería necesaria la recaudación de 13 o 14 años para reunir las 129.249 libras presupuestas: demasiado tiempo dada la urgencia de las reparaciones.
Según las autoridades de la ciudad, existía un precedente próximo que se podía aplicar a Zaragoza. Una Real orden de 8 de abril de 1771 había otorgado al Principado de Asturias 540.000 rls. sobre las asignaciones de los caminos de Cataluña, Valencia y Galicia durante un período de dos años, prorrogado posteriormente hasta fines de 1775, para sumar a los 2.000 doblones consignados a la construcción de una nueva carretera en el Principado.13 Se solicitaba que lo concedido a Asturias, se concediera también a Zaragoza, ya que peligraba el tráfico entre Cataluña y Castilla a su paso por la ciudad. Los dos reales por fanega de sal que se pagaba en los reinos de la antigua Corona de Aragón, debía destinarse a reparar los daños causados por la avenida de junio de 1775.
A fines de noviembre de 1775 el fiscal del Consejo recibió el memorial de la ciudad de Zaragoza, junto con el informe de los arquitectos y la representación remitida por el Capitán General de Aragón al Gobernador del Consejo el 24 de junio en el que le daba una primera noticia de los daños causados por la avenida del Ebro. Contando con el dictamen de su fiscal, el 8 de enero de 1776 el Consejo solicitó a la ciudad valoraciones más detalladas, «con claridad y distinción», de los costes de las obras, e indicación de los lugares donde se debían acometer, y decidió remitir el primer memorial al intendente para que trasladara al Consejo toda la información posible sobre vías para allegar fondos, además de la propuesta por la ciudad sobre el consumo de sal.
Los nuevos presupuestos, realizados por los mismos cuatro arquitectos anteriores, estimaron de manera pormenorizada las inversiones que se debían hacer en pretiles, murallas y camino real, que ascendían a un total de 115.365 libras y 8 sueldos, mientras que la reparación del Puente de Piedra, que también era detallada, alcanzaba las 18.732 libras 15 sueldos. La segunda tasación, pues, valoraba las obras a ejecutar en un total de 134.098 libras y 3 sueldos.14 El incremento respecto al presupuesto anterior, que como se recordará era de 129.249 libras, se justificaba en «los nuevos estragos que había ocasionado y ocasionaría cada día el empuje de las aguas».
Las obras, subrayaban los arquitectos, eran las más urgentes y precisas para defender de una nueva avenida «lo más principal de la ciudad», es decir la Casa de Inquisición, el Alfolí de la sal, el Portal de San Ildefonso, el templo del Pilar, los edificios del Ayuntamiento y Real Audiencia, el Portal del Ángel y el Palacio Arzobispal,15 y no se habían considerado las que deberían efectuarse para prevenir en los campos futuras inundaciones.
El 20 de febrero fue remitida al Consejo esta documentación. A diferencia del año anterior, el invierno de 1776 estaba siendo frío y había nevado abundantemente, por lo que se temía que con la llegada de la primavera una crecida del Ebro causara nuevos daños en el camino real y en los edificios próximos a él, «porque el río toma su regular cauce arrimado a ella, de suerte que sufría los continuos empujes del agua sin que esta se tendiese hasta los campos».16
El 29 de marzo el intendente respondió al requerimiento del Consejo. Lo que rendía la imposición de 2 rls. por fanega en Aragón se depositaban mensualmente en la Tesorería Principal de Salinas, desde donde los Directores generales lo distribuían siguiendo las instrucciones de la Superintendencia General de Hacienda. En opinión del intendente el impuesto, incluso sumando lo que se recaudaba en los restantes territorios de la antigua Corona de Aragón, era claramente insuficiente. Tal y como había sucedido en anteriores ocasiones, ...