Diablo novohispano
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Diablo novohispano

Discursos contra la superstición y la idiolatría en el Nuevo Mundo

  1. 176 páginas
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Diablo novohispano

Discursos contra la superstición y la idiolatría en el Nuevo Mundo

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El diablo llegó a América protegido por el imaginario colectivo y el mito tradicional, pero los autores del discurso contra la magia y los propios colonizadores afirmaron que siempre había estado allí, fungiendo como señor de los naturales, proclamándose dios entre las supersticiones y las idolatrías. Así que fue necesario gestionar en la continuidad de los discursos que alertaban, aleccionaban y protegían contra un enemigo capaz de disfrazarse y adoptar formas rituales autóctonas; comenzó entonces una nueva etapa en la redacción de textos asimilados a la tradición del discurso demonológico. La atención se centró en la idolatría; el enfoque remozó su prejuicio diferenciador, y el formato recurrió al tratado, al informe, y la literatura. En el presente libro se analizan algunas muestras representativas de este proceso cultural acaecido en la época novohispana, pero detectable aún bajo las bases de nuestra idiosincrasia, a la luz de la teoría que Occidente había legado para comprender la presencia del mal y sus representantes en el mundo.

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Información

Edición
1
Categoría
Literatura
II Llegada y presencia en la Nueva España de la tradición discursiva antisupersticiosa
El diablo ni duerme ni está olvidado de la honra que le hacían estos naturales, y que está esperando coyuntura para si pudiese volver al señor que ha tenido; y fácil cosa le será para entonces despertar todas las cosas que se dice estar olvidadas cerca de la idolatría, y para entonces bien es que tengamos armas guardadas para salir al encuentro.
Fray Bernardino de Sahagún en Historia General de las cosas de Nueva España.
El primer calificador prejuiciado que aplicó sus convicciones ante el «otro» y explicó su percepción de una parte de las costumbres del hombre indiano fue también el primer personaje importante que enfrentó y tradujo a su manera este mundo, necesariamente el primer europeo renacentista en el Novo Orbis: el «Almirante de la Mar Océano», Cristóbal Colón. Los sujetos a juicio no pudieron ser otros más que los indígenas americanos. Será así durante los tres siglos de dominación española. Funcionó de tal manera debido a la extrañeza que la existencia del «otro» dio al europeo. Intrigado y emocionado por su descubrimiento, Colón estaba más preocupado por la apropiación de la realidad común, de suyo extraordinaria, porque acarreaba el mito lindante con lo desconocido geográfico. El marinero pareció respirar tranquilo cuando constató la ausencia de lo monstruoso entre sus anfitriones, aunque dejó abierta la posibilidad de encontrar antropófagos y hombres que nacían con cola, cerca del espacio normal al cual él arribó. el mito, el monstruo, el terror, estaban allí, en una isla contigua a las que visitó y bautizó, como síntoma inequívoco de apropiación de la realidad inusitada que atemoriza.
Otro enfoque de lo maravilloso se revela en el encuentro: el imaginario de los nativos. A diferencia del Hernán Cortés, en su rol de militar medieval, quien sagazmente utilizará el referente mítico de los indígenas mesoamericanos a su favor bélico, en tanto que, como acertadamente afirma Margo Glantz: «Su relación con la escritura ya no es religiosa, decir la verdad no tiene nada que ver con la divinidad, aunque se pretenda catequizar y convertir a los naturales...»;17 el Cristóbal Colón, letrado humanista, se congratuló de la «ingenuidad» indígena que lo consideró «bajado del cielo». Aunque ello sólo haya sido un error de interpretación de su parte.
Este inicio que convirtió o intentó convertir propio lo extraño, más la obligación de evangelizar, provocará que durante el periodo novohispano sea el indígena el motivo, causa y fin del discurso contra las supersticiones. Se dio por descontado que los demás estratos de la población cumplían generalmente con los mandamientos: mestizos, criollos y españoles, ya habían nacido en la fe católica y no eran «cristianos nuevos» como los naturales americanos, y aunque aquéllos también fueran capaces de infringir las reglas, éstos corrían mayor peligro de «perderse» si se les permitía regresar a sus prácticas tradicionales, al «paganismo», a la «idolatría», al «engaño del demonio».
Ahora bien, la transmisión del «evangelio negro», como lo ha señalado Gustav Henningsen,18 forma parte del proceso de aculturación que significó la evangelización americana. Lo que el investigador llama «el cuarto componente» es precisamente la tradición discursiva antisupersticiosa aunada a los fenómenos de pensamiento y aplicación mágica de la cultura popular. Aceptando, por supuesto, su clasificación respecto a los agentes responsables de trasplantar este tipo de creencias a América: «La una, en la que dominan las mujeres, se basa principalmente en la transmisión oral de la tradición mágica; y la otra, principalmente compuesta por hombres, se basa en la transmisión de la tradición escrita».19 Esta última es, justamente, el área del presente estudio, pues los textos comentados forman parte de la cultura erudita de su tiempo y son dictados desde la normatividad y pretensiones del poder y el control religioso.
Colón y sus marinos llegaron al nuevo continente, luego de partir hacia lo ignoto cargados de la dualidad renacentista, la inquietud del conocimiento por la virtud humana y el imaginario atemorizante de las fronteras desconocidas. Los mitos, las fantasmagorías, el inframundo y la fenotipia antinatura con toda la compañía de monstruos, bestias y demonios, acicatearon y reprimieron las convicciones. En Europa la creencia en la brujería y en el engaño del diablo formaban parte de la vida cotidiana popular y de las preocupaciones paternalistas de los letrados; los discursos, tratados y sermones contra la magia, se escribían y dictaban todos los días. El género demonológico se cultivará durante los siguientes tres siglos como parte de la literatura teológica, médica, jurídica, moral y recreativa. Para cuando los europeos encuentran América ya se han escrito los manuales inquisitoriales más famosos, el Formicarius y el Malleus maleficarum20 pero pronto llegarán las disertaciones demonológicas de Ciruelo, Andosilla, Gandino, Binsfeld, Torreblanca, Del Río, Wier, y una larga lista de autores que escribieron al respecto como parte de su trabajo analítico y/o aleccionador.
Sin embargo la opinión de Colón, aunque ajena e interesada, contrasta notablemente con los dictámenes eruditos que prevalecerán durante toda la época colonial respecto a la fe de los indígenas: «No conocen la idolatría; por el contrario, creen fácilmente que toda la fuerza, todo el poder y todos los bienes existen en el cielo y que yo descendí del cielo con estos navíos y estos marineros;»21 Si el indio «no conoce la idolatría» es inocente, no herético; mas la subsiguiente conquista de los territorios descubiertos requerían de una justificación trascendental; el discurso de la expedición imperialista se basó en una claramente torcida interpretación de la Bula Inter caetera emitida por el Papa Alejandro VI que requería y exhortaba a evangelizar a los habitantes de las Indias occidentales, por considerarlos aptos para recibir la fe católica; es decir, el documento papal compartía la opinión de Colón en cuanto a considerar al indio como naturalmente bueno, y nunca autorizó su conquista por medios violentos o para atacar la herejía en las nuevas tierras. Los intereses políticoeconómicos y la tradición supersticiosa que veía en el «otro» a un salvaje «hijo de Satanás» prepararon el terreno para lo que el conquistador y el fraile encontraron en la incursión continental: idolatría. No sin polémica se pretendió justificar el dominio físico y espiritual aduciendo que sólo así se conseguía la salvación de las almas hasta entonces supuestamente presas del diablo. «Bien sabemos que esta incapacidad de reconocer al otro, o reconocerlo como inferior, es también una de las constantes de la conquista».22
Este traslado textual e ideológico abarcó, desde el primer momento de la conquista espiritual americana y específicamente en las tierras de la Nueva España, la continuidad de la tradición discursiva antisupersticiosa. Es decir, los tratados contra las hechicerías y las supersticiones, unidos a los manuales inquisitoriales y otros documentos similares constituyen un corpus de continuidad porque comparten características generales de estilo y tema, lo que permite visualizar un tipo de discurso especial, consistente y similar por lo menos hasta el siglo xviii.23 Pues bien, los supuestos ideológicos, los temas y los textos en sí, que forman parte de una literatura relacionada con la superstición, se sometieron a un proceso de adaptación que los recreó, reprodujo y operó en el mundo novohispano, generando discursos enlazados con dicha tradición que censura el augurio, la adivinación, la hechicería, etc.
Sin embargo los censores europeos no tenían un código para descifrar las costumbres y rituales de los indígenas, la construcción del canal de comunicación y reconocimiento se limitó al extraordinario evento que la historia de la conquista conoce como el «Coloquio de los doce».24 Muestra, además, del encuentro y disputa entre la religión cristiana y la cosmogonía nahua en la que los supuestos genésicos de la tradición occidental —entre ellos el papel instigador de los demonios y la reprobación de la idolatría— se intentan implantar.
Después que los demonios se vieron para siempre desterrados del cielo privados de todos sus bienes y dignidades y poder para siempre jamás, luego concebieron grandíssimo odio y rencor contra Dios y le blasphemaron, donde a pocos días se juntaron todos con su caudillo el Lucifer, y él los habló a todos en esta manera. A. Ya aveis visto, hermanos mios, lo que nos a acontecido; ya del todo Dios nos a menospreciado y desechado; conviene que todos nosotros de una voluntad y concierto hagamos quanto mal pudiéramos a todas sus criaturas, especialmente a los hombres, a los quales él más ama, porque por esto los hizo para darles las riquezas y dignidades que a nosotros nos quitó; conviene que los desatinemos en tal manera que no conozcan a su hazedor. B. Vosotros que sois de más alto entendimiento, con toda diligencia y aviso tentarlos eys, para que ydolatren, que adoren por dios al sol y a la luna y a las estrellas y a las estatuas hechas de piedra y de madero, a las aves y serpientes y a otras criaturas, y también los provocareis para que nos adoren y tengan por dioses a nosotros, para que de esta manera ofendan especialmente a su criador, para que provocado a yra contra ellos los avorrezca y deseche como a nosotros; aparecer los eys con palabras humanas en los montes y en las honduras de los ríos, en los campos y en las cuevas para que mejor los descamineis y desatineis.25
La alocución es clara, desde el pensamiento evangélico de los españoles, todo el sistema religioso indígena está equivocado, han vivido engañados, sus dioses sustentadores, sus lugares de culto, y el propio ritual, no son más que argucias de Lucifer y sus huestes para enemistarlos con el verdadero Dios y ocupar su lugar de adoración. De ahí a las acusaciones de herejía, nigromancia, brujería, e idolatría, sólo hubo un paso.
En materia de magia, los más connotados filósofos y teólogos del Renacimiento habían cooperado denodadamente para dejar establecida la diferencia entre Teurgia y Goética, es decir, entre magia divina y diabólica, entre magia natural y brujería, entre mago y bruja, entre sabio e ignorante. Así que para el siglo xvi no sólo los extranjeros podían representar enemigos insertos en las confabulaciones satánicas, sino que los propios vecinos podrían ser hostiles a la religión, la fe y la verdad católicas; tal como se comprobaría durante la época de mayor producción y preocupación doctrinal respecto a la brujería; etapa singular, sin duda fruto de los descubrimientos y conquistas geográficas, los movimientos religiosos reformistas y las tensiones internas del poder nobiliario y clerical. Este contexto potenció la polémica acerca de la apreciación humana y espiritual de los habitantes de las Indias; dada la situación antisupersticiosa y de defensa de la fe católica en Europa, no se podría esperar menos en América que una dedicada pero desconfiada vigilancia de cualquier rito local. Vigilancia burlada constantemente ante la imparable fuerza de la cultura autóctona, cuya inercia persistente, como cualquier otra civilización seudo domeñada, llegaba a abrumar a los colonizadores.
Sobre su conciencia pesaba la autoridad de manuales e instrucciones inquisitoriales de gran peso judicial como el Malleus maleficarum; la tradición discursiva ya tenía principales representantes que además de escribir acerca de demonología, se distinguían por encabezar el conocimiento de la historia, la ciencia y la teología de su época, en España, por ejemplo, Torreblanca y luego Del Río, repetían a través de sendos tratados contra la magia, la delicadeza del asunto, reforzando la opinión erudita respecto a graves dilemas del mal entre los hombres, su prestigio no era ajeno a la realidad y al compromiso de los evangelizadores que trabajaron en América durante los siglos xvi y xvii, para entonces el concepto de autoridad tenía tal trascendencia que sus palabras se consideraban guías infalibles. Y ellos, como muchos otros, habían explicado que la ignominia diabólica se revelaba a través del pacto hombre-demonio, y que la superstición y sus manifestaciones, por ejemplo la adivinación o mancias y la idolatría, implicaban un pacto implícito, tan culpable como el pacto expreso. Kramer y Sprenger unificaron la carga delictiva y pecaminosa de ambos tipos de pacto, antes de ellos el pacto implícito podía considerarse una imprudencia y ser medianamente tolerado aduciendo la falibilidad humana; después de los ellos y de la Bula Summis desiderantes affectibus, firmada por el Papa Inocencio VIII, los cristianos entrarían al siglo xvi atestiguando una restricción punitiva clerical en contra de sus prácticas con raíces folclóricas, sus «vanas observancias», y sus modificaciones o adaptaciones de los rituales católicos.
Los trabajos pioneros de rescate etnográfico no hacen sino confirmar la distancia en materia de idiosincrasia entre las culturas mesoamericanas y la española. La prohibición de la heterodoxia requiere distancia, desconocimiento, constituye en sí mismo un fenómeno de diferenciación. Aunque hablamos de un traslado de las formas discursivas, no existieron posibilidades de equivalencia, el propio cambio de contexto socio-histórico conlleva una modificación del dogma. No de balde personajes ilustrados de la Colonia, décadas después de la primera etapa evangelizadora, se quejarán de la imposibilidad de conversión genuina de los naturales.
Muchos de los textos producidos por el pensamiento europeo sirvieron de base para las estrategias de evangelización en América. No es noticia la utilización de fórmulas conocidas a circunstancias novedosas. sólo indica una manera de hacer propio lo extraño.
El proceso de aculturación o intento de tal en el nuevo continente requirió, por fuerza y necesidad, del bagaje cultural europeo, el cual se aplicó a las manifestaciones culturales indígenas sin demasiada preocupación de las diferencias y la identidad26 específicas. El ejemplo prototípico de esto es el teatro de evangelización.
El drama ha sido siempre una de las expresiones literarias más directas y con mayor cantidad de contactos con el público. Es indudable que todo arte se optimiza mientras mejor se vincula con los receptores; los canales de comunicación, al abrirse, permiten la comunión del circuito. No extraña, pues, que el teatro haya sido puesto en práctica por los religiosos como una posibilidad de aleccionar en la fe católica durante el período colonial en México.
Después de una primera etapa —fructífera según las crónicas de los propios evangelizadores— se intentó concluir con el ímpetu casi místico que llevó al puñado de frailes misioneros —franciscanos principalmente— a utilizar el género dramático como herramienta plural de catolización, léase bautismo y adoctrinamiento relacionados con las piedras angulares del dogma; para 1585, el Tercer Concilio Mexicano proscribió el teatro como medio de lograr el acercamiento masivo al culto cristiano.27
Para entonces, e incluso después, ya que el género subsistió al mandato prohibitivo —de la misma manera que otros muchos aspectos—, el teatro no sólo había sido una efectivísima arma cristianizadora, sino que se había arraigado con singular fuerza en la mentalidad de un pueblo sostenido por el recuerdo del inmediato pasado esplendor y cosmovisión mesoamericanos y la obligación, ideológica y física, de interpretar y sujetarse a una cultura totalmente diferente.28
Dado que se requería de un trabajo ideológico y material, pues el objetivo era «rescatar almas», y el momento histórico requería de alimentar la «verdadera fe» en contra de «los engaños del demonio», una posibilidad añeja y efectiva se puso en marcha por los religiosos: la escenificación, ya que fueron los ministros del catolicismo los que más se involucraron en la tarea del cambio, de la conversión espiritual profunda y bien cimentada.
La Conquista se volvió entonces sinónimo de evangelización.
Pero, para ello, se tendría que ir, primero, contra las fuerzas y las malas artes del demonio. Y es cuando se acudió al recurso del teatro, utilizado como diseño, estrategia, disciplina audiovisual, observancia, metodología y batalla triunfal.
Lucifer cobró vida en el escenario americano. Lucifer como encarnación viva, como sustancia anímica, que obtenía idea y realidad en cada uno de los ídolos y símbolos del universo teológico, económico, jurídico, político, social,... de los habitantes del nuevo mundo.
[...]
Lucifer en América se hizo presente ante la azorada conciencia de los misioneros, en la forma de un protagonista vivo y activo de la historia sagrada prehispánica; como la prolongación, en el mundo recién descubierto, de la lucha emprendida contra el propio satanás ochocientos años antes, y cuya victoria sobre ...

Índice

  1. Cover
  2. Halftitle
  3. Dedication
  4. Title
  5. Copyright
  6. Content
  7. Title one
  8. Introduction
  9. I. La conformaciãn del discurso contra las supersticiones
  10. II. Llegada y presencia en la nueva españa de la tradiciãn discursiva antisupersticiosa
  11. III. El diablo en la literatura novohispana
  12. IV. Juan ruiz de alarcãn, demonãlogo
  13. V. Idolatrýa y personificaciãn diabãlica
  14. VI. Bibliografía
  15. VII. Colofãn