Astillas
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Astillas

  1. 154 páginas
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Astillas

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Información del libro

Astillas reúne un plural conjunto de ensayos y artículos que por diversos motivos no fueron en su día incluidos en los correspondientes tomos de la Obra completa de la autora. Algunos matizan el anterior relato autobiográfico; otros tratan de sus libros, o de temas característicos del pensamiento de Chacel, ahondando en su singular mundo interior; algunos abordan la condición de la mujer y reflexionan sobre nuestro destino; otros hablan de «lo que se ve» o «lo que pasa», y constituyen lúcidas crónicas del presente; y hay también exquisitas piezas que versan sobre escritores u obras con los que ella mantuvo una amistad o afinidad intelectual y estética.Estos textos muy distintos entre sí por su variada temática, procedencia y extensión, iluminan la vida y la obra de Rosa Chacel.

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Información

Año
2021
ISBN
9788492543472
Edición
1
Categoría
Literatura

ASTILLAS

DISCURSO LEÍDO EN LA ENTREGA DE LA MEDALLA DE LA PROVINCIA DE VALLADOLID

Quiero ante todo decir algo de lo que es casi imposible expresar: mi emoción y mi gratitud por esta medalla que me otorga la Provincia de Valladolid, ámbito de mi mundo cordial tanto como intelectual. El tono o el aliento de esta tierra es el que prevalece en cada una de mis palabras, y repito: no es expresable mi gratitud, por lo tanto queda resumida en una emoción dichosa que me da fuerzas para contaros el cuento de mi vida.
Parece innecesario mentar algo unánimemente sabido, sin embargo empiezo por notificar que nací en VALLADOLID y veo que me será difícil demostrar mi profundo arraigo, porque aunque me crié en esta tierra en la que conocí los primeros placeres, y desperté a la sensualidad elemental, ahora intento, sin más testigo que mi insuperable memoria, evocar el alcance sugestivo—imagen del mundo en total— que rebullía en mi patio, calle de Núñez de Arce, entresuelo, portal tan grande como para haber entrado, tiempo atrás, coches de caballos. Al fondo del patio, dos pequeñas cuadras; también había un pozo al que a veces me asomaba. La riqueza de aquel mundo, sus hierbas, sus hormigas —que yo contemplaba con el mismo arrobo que lo que se alcanzaba a ver de lo exterior, por ejemplo, la torre de la catedral, torre mocha, como corresponde a su estilo—, estas pocas cosas tan intensamente vividas con la ansiedad devoradora del que come con gran apetito, al ser asimiladas, dejaban un remanente tan substancial como para llenar páginas; no he de repetir aquí las que van dispersas en mis libros.
Como detesto las anécdotas, me abstengo de relatar el hecho que fue decisivo en mi porvenir. En el otoño de 1906, mi padre, empeñado en hacerme dibujar, me llevó a la academia, yo tenía ocho años, no podía ingresar, pero fui no sé cómo. En prosa tanto como en verso, he glosado aquel momento de inspiración, podría decir de vocación fulminante. Llegó 1908 en que salimos para Madrid, a la casa de mi abuela, barrio de Maravillas, que llegó a ser para mí algo tan entrañable como el patio cuna de mi persona. Por la fuerza del sino, mi vocación me llevó a la escuela superior del arte, San Fernando, donde ingresé con —quiero decir el mismo día que— Timoteo Pérez Rubio, que quedó incluido en un mismo movimiento —allegro andante vivace—, oficio e intimidad…, amor, seguidamente matrimonio, seguidamente amor perdurable hasta la vejez. La vejez, lento ingreso en la muerte que nos es dado… Antes, en la lejana juventud, salimos para Roma, viajes exhaustivos por Italia, luego saltos a París y Londres, con vueltas continuas a Roma reanudando el trabajo, engendro apasionado de mi primer libro, al fin vuelta a España, cierto intento de estabilidad literaria en el que pasa cierto tiempo. En el 30 nace mi hijo, en el 36 estalla el horror. Confieso que no afronté la guerra; Timoteo enrolado por la República en la dirección de la Defensa del Tesoro Artístico me llevó con mi hijo a París y él volvió, como es proverbial, a soportar la guerra… Y pasó más tiempo y acabó el horror, salimos al fin para América, junio de 1940, salida de Burdeos, desgarramiento de dejar Europa.
Podría decir y nada más, porque estamos aquí, no felizmente porque no estamos los tres; claro que los tres sufrimos —por inevitables circunstancias— frecuentes separaciones, la primera en París en el momento grave; la segunda en Río, lugar tan acogedor y completamente grato, pero la lengua era un obstáculo, yo no podía publicar y sobre todo mi hijo, ya en edad de estudiar en serio, de haber seguido allí habría perdido el castellano… Ante ese peligro me lo llevé a Buenos Aires, donde hicimos los dos nuestras carreras… La mía, literaria, afrontó la etapa editorial; Timo siguió en la guerra sin cuartel del orbe económico. Sólo me queda por tratar de explicar cómo corrí tanto sin haberme sentido lejos, y no por un melancólico recordar sino por un implacable mantenimiento de mi tono. He vivido en aquellos pueblos tan amigos, tan queridos, donde no me sentí ni un instante extranjera, y sin embargo no perdí el acento, mi castellano sigue virgen.
Y claro está que, por hablar de las cosas importantes, quedan silenciadas etapas deliciosas, entremezcladas a las brillantes en andanzas. Ya afincada en Madrid, en mis primeros años de Maravillas, correteando en mis cursos académicos, al llegar las vacaciones, visitas a la abuela de Valladolid, excursiones a tantos pueblos, difícil recordar aquellos momentos tan luminosos como gemas talladas con facetas de memoria y olvido. Inmersión en los pueblos de los tíos queridos (tengo que detenerme en un paréntesis para mentar un libro que el tiempo atropelló tristemente, el libro era —de haber sido— Monumento a mis tíos, númenes de la ruta ascendente, mentores de los pequeños y exquisitos pecados). ¿Cómo hablar de aquellos pueblos inefables? He llevado Simancas a una insensata historia de amor, pero otros menos gloriosos me han inspirado a veces versos impensados, esos versos, que saltan como la rana al charco… Del maravilloso Santibáñez de Valcorba, Sardón de Duero, Traspinedo, alamedas voladas por la oropéndola, oriol, pájaro de oro, gritando con la intensidad de la luz en las hojas temblonas de los chopos. En Santibáñez, era la persecución con lazos ocultos para alcanzarla por mi desaforado capricho. El recuerdo —más bien visión súbita— de mi más arriesgado paladín brotó un día en cinco versos, a los que di categoría de oda, comprimiendo en tan poco espacio su infinitud. Tengo la tentación de lanzarla entre esta prosa, confesando que más tarde la extendí como canto a Castilla, largo, insoportable tal vez si lo recitase. No lo temáis, os daré sólo la síntesis, semblanza del doncel —permitidme resucitar la juventud de esta palabra—. El doncel era así.
¿Qué, menos que pavesa o fuego fatuo
serán mi nombre y rostro en tu memoria?
¡Oh dulce rubio amigo de otros tiempos!,
¡Oh Leónidas áureo entre las mieses!,
De la Tierra de Campos fiel cachorro.
Prodigioso vivir el verano entre los mozos, amigos del maestro joven, mi tío Marcos, ya personaje de Rodilana glosado en mi autobiografía de la infancia; allí en Rodilana, a mis siete años, mi amor era Victoriano el Grande, que me enseñaba a cazar lagartijas, tan cerca de la tierra con todos los sentidos sumergidos en su proximidad… Es la misma relación que mantuve en todas mis andanzas, lo mismo fue en Italia leer o meditar en el jardín, bajo laureles, o salir a los montes con los cazadores, cruzar el Piave sobre las nubes y a varios miles de metros, Timoteo pintando, yo durmiendo al sol envuelta en mantas, y a las doce comer como fieras y beber Chianti sin parar, cosa tan armónica como en Rodilana, en mi pintada merienda en el Adaja, atrapar la bota y beber el vino de La Seca hasta la marcha en un indecible sueño, al lento ritmo de la mula en los brazos de Victoriano.
Creo que carezco de amenidad, la reiteración incansable puede hacerme pesada, pero es, al mismo tiempo, el arraigamiento que me mantiene —algo así como un árbol andante—… Tal vez sea esa mezcla arbitraria la que caracteriza al Caballero de la Mancha, ese contrasentido que parte de él y se reparte por todas estas tierras que nos retienen y nos lanzan.

PRESENCIA I

Parece cosa natural que un autor, aportando la presencia de su madurez, exponga una visión de su obra que defina sus ambiciones logradas, sus anhelos inalcanzables, su visión del mundo, en fin, y su propósito de intervenir en él. Una vez expuesto el corpus de su obra en total, puede muy bien aludir al proceso seguido desde los comienzos y puede suceder que un autor, en su madurez, encuentre difícil dar una idea clara del fruto de su largo trabajo; en consecuencia, puede suceder que sus dificultades parezcan vaguedad, indecisión o inconsistencia, cuando en realidad obedecen a causas bien determinantes, tan enmarañadas que sólo una exégesis minuciosa podría abarcar su número aterrador, calcular la…, no quiero decir inmensidad, cosa que no es numerable, diré multitud de notas que le causa una especie de desfallecimiento, por no saber cómo empezar la cuenta, por titubear ante el orden —¡máximo desorden!— en que ello se produjo.
El autor, que conserva sus haberes caóticamente revueltos, despreocupadamente abandonados a su natural bullicio en el que nada se pierde porque cada entelequia se mantiene por la densidad de su ser y su querer seguir siendo; ese autor, para poder circular, como autor, no tiene más recurso que el marchamo del arte. Quedamos, pues, en ver a ese autor como artista y así la indecisión aparente queda admitida. Pero no se crea ni un momento que esta definición resulte encubridora por su semejanza con el período caótico del arte actual —tan necesitado de defensa ante el ignaro que no sospecha sus causas ni razones—. Yo no hablaba de eso, yo hablaba del gran arte, cuando el gran arte existía y sin embargo era igualmente difícil calibrar los elementos de su génesis. Con este título de artista cualquier autor se atreve a confesar la maraña inextricable, por su enmarañamiento adorable.
Creo que queda bien expuesto el motivo de mi torpeza y quisiera subsanarlo, pero para ver claro tendría que recurrir a los espíritus benignos que se esforzaron en juzgarme, todos ellos críticos altamente autorizados que tienen toda mi gratitud, a los que elaboran magníficas tesis sobre mi obra, a los que calificaron alguna de ellas entre las más magistralmente acatadas.
Puesto que me complace destacar a críticos tan halagüeños, puede parecer que tengo una completa satisfacción de mi obra. No, no la tengo, pero tampoco puedo decir todo lo contrario. Lo justo es que conservo el mismo anhelo, impulso inacallable, vitalmente imprescindible, que me sentencia a seguir labrando la tierra. Hablo, pues, de aquel tiempo en que había que trazar surcos impolutos y arrojar en ellos la pura ambición que germinaría sustentada por la única sustancia que teníamos segura, la lengua materna, que en aquel tiempo nos esmerábamos en afianzar. Tengo que decir qué tiempo era aquel, para que quede a la vista la ocasión gloriosa en que sentíamos lo que era empezar, aquel era el tiempo singular en que la pluralidad de los ánimos tendía al mutuo entendimiento. Con esto voy destacando el comienzo sin definir la conclusión. No había nada que significase llegar al final, nuestra finalidad evidente era no tener fin mientras tuviésemos vida. Aquel tiempo, pues, fue el tan famoso que parece haberse congelado, fijo en su esplendor. En ese tiempo teníamos —unos más, otros menos— el capital infinito de la lengua materna y el mandato —orden naturalmente magistral— era poseerla con todo el poder de su flexibilidad ilimitada. Podría decir que la orden —la moda, el deseo, la gracia, gratuidad de gracia divina— era aceptarla como aventura.
Una vez decidido como propio el ejercicio, quedaba clara la ruta de la profesión, y tengo que recalcar el hecho de que mi inicio profesional fue el juego del lenguaje, no especialmente de la lengua, sino de los juegos en que ella, la lengua, se entrelaza con el silencio. En esa empresa se abismó mi naciente profesión de novelista.
La novela no tiene, como las ciencias o la sociología, grados de conocimiento que van adquiriéndose en las aulas; la novela parece que en cada lengua reflejaría los sucesos que el tiempo va eslabonando y dejaría una descendencia familiar, marcando el sello de cada tierra. Digo expresamente tierra porque hablo del timbre genérico inconfundible. En aquel tiempo nuestro no seguimos en España la alcurnia de nuestros ancestros: grandiosos ejemplares de otros pueblos se impusieron por ser más concordes con la marcha del mundo. Algunos nombres destacados dieron la tónica. Los de mayor dimensión fueron sin duda Proust y Joyce. Yo opté por el segundo, que, coincidiendo con el agustiniano «Ama y haz lo que quieras», afirmaba los grandes impulsos del alma y de la mente, y aparte de eso, la libertad completa. Claro que al intentar —a mis pocos años— una novela, suscité el tema de un amor, pero como mar de fondo; espontáneamente el personaje masculino se impuso en mi mente, embrazando la primera persona, a través de innumerables sucesos, la persona en su mismidad, sin comunicar nada de lo padecido, más exactamente vivido, o pensado… Mi ambición era lograr el transcurso del pensamiento en un hombre que piensa, también ama. Sin explicación ni comentario, deseos e ideas surgen como meros actos, como presencias. Todo ello envolviendo una historia de amor, por tanto los sucesos del que piensa y ama y es amado. Aquí se presenta la máxima arbitrariedad, en los dos concurren los amores y desamores y los dos, él y ella, no tienen nombres. Él es el que habla y hablándose a sí mismo se llama YO y a ella solamente ELLA… En ese nido de silencio irrumpe de pronto el mundo, con sus nombres y sugestiones de otros mundos —es decir, nombres— que arrebatan y despiertan, con ahínco arqueológico, ambiciones que exigen o provocan la escapada, la inmersión en los nombres hasta agotarlos nombrándolos. Luego la vuelta, otra vez inmersión en el silencio. En ese libro de apenas cien páginas agoté lo que significaba oficio, métier, avanzada en la cúspide literaria; claro que no sólo eso: allí crecieron brotes, vástagos atrapados de la filosofía, del trasiego humano, del vaticinio porvenirista, de todo lo que al vivir se iba incorporando, de lo que me hacía sentir en posesión de un lenguaje sagrado, o sea intacto, soberano, exento de servidores, sucediéndose en apariciones que se mantienen y se destruyen entre ellas mismas, creando una actividad de actos voluntarios que jamás se explican entre sí. Jamás el hombre —digo el HOMBRE— se dice a sí mismo voy a hacer; su mente le pone en el acto —posible o imposible— de la pura acción.
De allí me hizo salir el encargo de la biografía de Teresa Mancha, que debía figurar en la colección de «Vidas extraordinarias del siglo XIX», y de allí no pasé a otro libro, sino a otro mundo, a otra or...

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  1. ANA RODRÍGUEZ FISHER
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