Puesta de sol
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Puesta de sol

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Información del libro

La vida está hecha de relatos y cada uno de ellos posee aristas que los hacen únicos y maravillosos. Para descubrirlas, solo hay que escuchar. Escuchar y dejarse sorprender. Las narraciones que integran la presente publicación están basadas en muchas de esas historias que en algún momento y por algún motivo llegan a sorprender. Las historias vividas y las historias presenciadas, las que tan solo han sido oídas y aquellas otras que simplemente han sido intuidas o vislumbradas, todas ellas convergen, se entremezclan, se fusionan. Las trampas del recuerdo, la incontrolable fuerza de las creencias, las insondables razones del amor, las asombrosas formas de la muerte, los incomprensibles infortunios del destino, la inevitable multiplicidad de los puntos de vista y la imposibilidad de atrapar la realidad son algunas de las líneas que en ellas se pueden encontrar. Son historias únicas, maravillosas, como la vida misma. Para descubrirlas, no basta con leer. Es necesario también dejarse sorprender.

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Información

Año
2016
ISBN
9789871868186
Categoría
Literatura

Índice

Las fotos (julio de 1998)
A las ocho en punto
De paso por Orán
La historia de Amador Funes
El regreso
Ojos marrones
Puesta de sol
Pachetta, Martín Alejandro
Puesta de sol y otras historias que me han sorprendido. - 1a ed. - Villa María : Eduvim, 2012. - (UP cinco mil novecientos; 7)
E-Book.
ISBN 978-987-1868-18-6
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título
CDD A863
Fecha de catalogación: 14/02/2012
Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723.
La responsabilidad por las opiniones expresadas en los libros, artículos, estudios y otras colaboraciones publicadas por EDUVIM incumbe exclusivamente a los autores firmantes y su publicación no necesariamente refleja los puntos de vista ni del Director Editorial, ni del Consejo Editor u otra autoridad de la UNVM.
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Puesta de sol
(y otras historias que me han sorprendido)
Martín Pachetta

Martín Alejandro Pachetta

Nació el 16 de octubre de 1975 en la localidad de Silvio Péllico, y desde el año 1994 vive en la ciudad de Villa María. Estudió Comunicación Social; actualmente cursa el Profesorado en Lengua y Literatura en la Universidad Nacional de Villa María y se desempeña como docente en diferentes instituciones educativas. Este libro es su primera publicación y dos de los cuentos que la integran han sido distinguidos en concursos literarios: “La historia de Amador Funes”, mención de honor en el “Premio Bruno Ceballos” (Villa María, 2001) y “Las fotos (julio de 1998)”, mención de honor en el Concurso Provincial de Cuentos “Francisco Luis Bernardez”: Premio “Guanusacate Letras” (Jesús María, 1998).

Las fotos (julio de 1998)

La primera foto me impresionó. La había tomado por el costado equivocado y tardé varios segundos en encontrar la posición correcta y otro tanto para descifrar lo que ella mostraba. En un principio sólo veía una masa confusa de piel y huesos. Luego reconocí un cuerpo y adiviné su postura. La idea de que se trataba de una persona me horrorizó, pero al mismo tiempo movilizó mi curiosidad.
El cuerpo estaba dentro de una caja metálica, postrado sobre una manta vieja, totalmente contraído, anudado. No sabía si aquello que ante mis ojos se mostraba era un hombre o una mujer (después supe que era una mujer); sólo veía sus piernas retorcidas, su perfil esquelético, su piel arrugada, su pecho marchito, su espalda florecida en llagas (más tarde averiguaría que restos de su piel habían quedado adheridos al colchón sobre el que la encontraron).
La segunda foto era similar a la primera, aunque mostraba al cuerpo algo más de frente. Podía ver su brazo raquítico, su mentón filoso, su piel pálida, su nariz puntiaguda. El médico que la atendió en un primer momento (con el que daría recién seis días después de la primera foto) me confió que jamás le había tocado un caso parecido y que en ese momento él también se había horrorizado. El cuerpo de la mujer, me dijo, pesaba algo más de treinta kilogramos; el raquitismo se debía a una desnutrición extrema; los organismos carecían de líquido, al punto de que la piel se había adherido a los huesos. Aún recuerdo la voz del médico, tosca y grave, mezclada con bocanadas de humo de cigarro, nombrando términos raros que no alcancé a comprender. Hablaba de hígados, úlceras y piel putrefacta con la naturalidad con que un panadero habla de harinas y tortas o un jardinero de riego y trasplantes. Se ofreció a encontrar para mí el informe que en ese entonces había confeccionado. Yo le agradecí tanta amabilidad, pero le dije que no sería necesario, que los detalles de ese tipo no me hacían demasiada falta (por otro lado, ya había tomado nota de parte de ellos el día anterior).
Ese médico fue sólo una de las personas a las que acudí en búsqueda de información, no siempre con la misma suerte. Muchos se negaron a hablar, otros dijeron no tener conocimiento del hecho y otros, en cambio, se mostraron muy amables, pero sus datos resultaron irrelevantes. El policía que aparecía en la tercera foto fue el primero a quien acudí, pues me resultó demasiado fácil hallarlo. Se conservaba tan joven como lo mostraba la imagen. En ella el agente estaba en un dormitorio, junto a una cama antigua de respaldo alto y madera tallada. La cubría una manta vieja, desarreglada, sobre la que se esparcían hojas de diario y un plato vacío. La habitación era lúgubre, con paredes manchadas por la humedad y dominada por el abandono. En segundo plano, la foto mostraba una anciana de pelos grises y cuerpo encorvado, que se asomaba al exterior a través de una ventana. El policía, ubicado en el centro de la foto, observaba algo que la cámara no había registrado. Su rostro estaba invadido por una extraña expresión, una mezcla de pena y desconcierto, de sorpresa y compasión.
–Sentí mucha repugnancia –mencionó al recordar aquel hecho–. Me pasé como dos o tres días comiendo verduras. La carne me revolvía el estómago.
Fue después del mediodía, me contó. Lo recordaba bien porque junto a su compañero de turno habían comprado media docena de empanadas para devorarlas mientras patrullaban por la ciudad. Cuando recibieron la llamada supusieron que se trataba de un simple altercado entre vecinos e hicieron varias bromas al respecto. Casualmente, días anteriores habían presenciado una de esas riñas entre vecinas. Ambas estaban muy furiosas. Una de ellas le reclamaba a la otra que recogiese el excremento que su perro había depositado frente a la puerta de su casa. La otra se negaba a hacerlo argumentando que esa caca no era de su Boby. –La de él es clarita y más chiquitita –le recriminaba mientras mostraba como prueba los excrementos que su perro había depositado el día anterior y que conservaba en una bolsita–. Pero esto otro fue muy distinto –dijo mientras señalaba la foto–. Al llegar a esa casa de la avenida Sabattini –relató– creíamos que íbamos a encontrarnos con algo similar. Con Walter decíamos que trataríamos de solucionarlo rápido y así después le dábamos a las empanadas.
Un tumulto de vecinos rodeaba la antigua vivienda. Los policías llegaron e inmediatamente un grupo de señoras se agolpó para informarles sobre lo que estaba sucediendo. En esa casa –les explicaron– vivían dos hermanas viejitas. Una de ellas, por la mañana, le había dicho a una vecina que su hermana había muerto. Esta señora, consternada por la noticia, llamó a un hombre que vivía allí cerca. Ambos quisieron entrar a la casa, pero la viejita se negó a abrir. Finalmente, el hombre entró por la ventana y fue hasta la habitación donde yacía la otra anciana. Notó que aún estaba con vida, y entonces llamaron a un médico y a la policía.
“Entró Walter por la ventana y desde adentro nos abrió. Fuimos de inmediato a la habitación y ahí la vimos”. Cuando le sacaron esa foto –me explicó el policía–, precisamente miraba la cama donde ella estaba hundida. Me comentó además que la persona que en la foto estaba de espaldas, mirando a través de la ventana, era la otra viejita. No recordaba el nombre de ninguna de las dos, pero sí el del médico. Lo agendé. Su relato luego se explayó en las peripecias que debieron hacer para sacarlas de la casa, en el olor que viciaba el aire, en las condiciones en que se encontraba aquella mujer, en el asco que sintió por las empanadas.
El día anterior a la entrevista con el médico, advertí que en la cara posterior de la tercera foto había una fecha: 16 de julio de 1988. Esa misma tarde, en el archivo de la biblioteca y tras una hora y veinte minutos de insistente búsqueda, hallé el periódico correspondiente a esa fecha. Y allí estaban, impresas en la portada, las mismas imágenes que las dos primeras fotos me habían mostrado: era el mismo cuerpo esqueletoso, el mismo mentón afilado, los mismos pechos rugosos, la misma sensación de horror.
El cuerpo tenía un nombre, Estela, y una edad, setenta y nueve años. La crónica narraba que vecinos, agentes policiales y un médico, poco después del mediodía, ingresaron a la vivienda. Hundida en la cama de madera (se había roto el elástico y el colchón de lana), prácticamente en posición fetal, encontraron a la anciana. Se hallaba en un terrible estado de desnutrición, carecía totalmente de fuerzas y sólo de vez en cuando emitía algunos quejidos. Allí estaba, mencionaba el artículo, con su frágil humanidad asentada sobre su propio orín, excrementos, larvas y gusanos. La crónica seguía luego con el detalle clínico del estado en que se encontraba la anciana, términos que al día siguiente iba a oír en boca del médico. En el periódico del 17 de julio publicaban las narraciones de algunos vecinos, pero el tema no volvió a aparecer sino hasta el día 27 de ese mes, anunciando la muerte de la anciana. La nota periodística señalaba que sólo una decena de personas asistió a su entierro.
La cuarta foto mostraba un ángulo de la cocina. El desorden y el abandono imperantes hacían pensar en años de ausencia de vida humana. En el centro había una mesa de maderas rústicas, recubierta por un mantel de hule. Sobre él convivían la mugre, unos frascos aparentemente vacíos, unas bolsas, un par de trapos apolillados, un jarro y una pava cubierta de hollín. Detrás se dibujaba la mesada en peores condiciones, plagada de frascos de todos los tamaños, botellas y restos podridos de verdura.
–La culpa la tenía la Olga –sentenció una mujer que había sido vecina de las dos hermanas–. ¡Era una tirana! Con decirle que a otras dos hermanas que tenía, cuando estuvieron viejitas y enfermas, las mandó a vivir a un galpón en el fondo de la casa, hasta que se murieron las pobrecitas.
–Estela era la que limpiaba y cocinaba –relató mientras tejía en punto arroz un saco para su sobrino–; Olga, en cambio, se la daba de sargentona.
La situación se mantuvo hasta que la hermana mayor se accidentó. Los médicos dijeron que había que operarla pero ellas se negaron.
–Desde entonces la Estela no pudo levantarse de la cama, y la otra, como nunca había hecho nada, decía que no podía cocinar ni encargarse de la casa. Yo y otras vecinas siempre les llevábamos algo de comida, por la Estela, porque si hubiera sido por la otra... Se lo alcanzábamos por la ventana, porque no le abrían la puerta a nadie. Fueron como dos años fáciles que nadie entró a esa casa. Ellas tampoco salían nunca, ni siquiera antes del accidente de la Estela. Siempre cerrado.
Entre punto y punto, la mujer continuó su relato. Me aseguró más de una vez que nunca nadie había imaginado lo que en esa casa sucedía. Jamás habían notado alguna anormalidad. –Nos parecían raras, ¡porque mire que en dos años no salir en ningún momento...! Pero ellas sabrían. Nosotros no las quisimos molestar nunca.
La charla culminó a las cinco de la tarde, cuando el Sol comenzaba a declinar, llevándose consigo la tibieza de aquel día. Una vez en la calle, permanecí unos minutos sobre la otra vereda, apoyado contra un árbol, observando la casa donde vivieron aquellas ancianas. Pensé en lo que esas paredes callaban, en lo que habían presenciado, en lo que sabían, aquello a lo que yo jamás podría llegar.
La quinta foto me mostraba nuevamente la habitación, aquella del ambiente lúgubre y las paredes húmedas. El ángulo en que había sido tomada me permitía ver la cama donde encontraron a la anciana, a quien el policía miraba con tanta compasión como repugnancia. En el hueco formado por el colchón roto se expandía una profunda mancha marrón. Los muebles estaban cubiertos de tierra que se acumulaba en los recovecos de la madera tallada. También se expandía su manto por el piso y en la pantalla del velador. La mesa de luz, incrustada entre las dos camas, amarrada con telarañas, estaba cubierta por una carpeta que en algún tiempo había sido blanca. Junto a ella había una grosera silla de madera tapada por el polvo y restos de lana que se habían desprendido del cuerpo de la anciana cuando la retiraron de la cama.
La última foto me mostró su rostro. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba muerta, como lo creía al principio. Lo supe por sus ojos entreabiertos, por el aire de resignación que imperaba en sus facciones, por el dolor de su mirada perdida. Permanecí varios minutos observando ese rostro, su seño fruncido, las mandíbulas salientes, la blanca y escasa cabellera. Pude ver con nitidez el contorno de sus huesos: el húmero, el cubito, el radio, el fémur. Descubrí su abdomen podrido, carcomido por larvas de insectos, sus miembros retorcidos, su piel reseca.
Era de noche, lo sabía. En realidad, desde hacía mucho tiempo (no estaba segura desde cuándo) que para ella no existía más que la noche. Los únicos días eran la poca luz que se colaba por entre las persianas y rendijas de la ventana. Más de una vez sintió el profundo deseo de abrirla y dejar que la luz y el aire fresco recorrieran su cuerpo desnudo. Extrañaba el aire también. Lo había saboreado por última vez no hacía mucho, cuando un fuerte viento zafó el postigo del ventanal y un flaco hilo de oxígeno alcanzó sus pulmones. Después retornó el aire húmedo, viciado de podredumbre.
Las articulaciones ya no le respondían, mucho menos aún desde que había caído en el hueco de la cama. La incómoda posición y el inmovilismo le congelaron los músculos, la paralizaron poco a poco. A los ojos los movía con facilidad, aunque de mucho no le servía. Veía todo nubloso, más aún con la oscuridad que la rodeaba. A la boca apenas la movía y tragar le costaba mucho esfuerzo.
Sabía que tenía cuerpo, lo notaba cada vez que se miraba hundida en el hueco de la cama. Lo sentía también cuando el frío le calaba los huesos o cuando los insectos hurgaban en su espalda y abdomen. Oía bien. Era ese su sentido menos destruido. Escuchaba los autos rodar por la avenida, las campanadas de la catedral, los niños gritar en la calle. Escuchaba también cuando los vecinos golpeaban la ventana de la casa para llevarle una sopa recién hecha, un plato de arroz, una canasta con verduras, un paquete de velas.
–¿Y Estela cómo está?
–Y...ahí anda. Bastante bien, doña Elba.
–Bueno, déle muchos saludos.
Lo escuchaba todo. Oía a su hermana aproximarse y sentarse a su lado para darle un poco de sopa, un sorbo de agua o simplemente para hablarle. Le contaba historias viejas, de cuando eran niñas, de cuando iban a las clases de bordado, de cuando viajaban a Santa Fe; charlas que le ayudaban a acortar la existencia, a mitigar el dolor. A veces, durante la noche, encendía un par de velas y se ponía a leer en voz alta. Leía viejas revistas de moda y luego emitía opiniones acerca de los vestidos y peinados.
Oyó todo aquella mañana en que su hermana le anunció a doña Elba que ella había muerto. Lamentó aún no estarlo. Recordó a su madre, ella tuvo que esperar menos tiempo para morir. Apenas dos meses después de haberla postrado en la cama, cerró los ojos para siempre.
Oyó el revoloteo de gente aquella mañana. Oyó la ventana abrirse, dejando paso al aire y a la luz. Oyó a su hermana gritar que no quería dejar la casa. Sintió cómo la levantaban, cómo restos de su piel quedaban adheridos al colchón y cómo la colocaban sobre una ca...

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  1. Las fotos (julio de 1998)