Calypso
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Calypso

  1. 272 páginas
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Índice
Citas

Información del libro

Sedaris se va a la playa, en la costa de Carolina, para intentar desconectar de todo, pero no puede huir de sí mismo. Ni de su familia. Ni de su trabajo. Ni de su adicción a la pulserita que le cuenta los pasos. Ni del suicidio de su hermana. Ni de su padre de derechas. Ni de Donald Trump. ¿La única solución? Reírse de sí mismo y de sus miserias como catarsis necesaria para seguir viviendo.Según The Guardian, el diario británico más prestigioso, «David Sedaris es el rey indiscutible de la literatura humorística». Y Calypso es su obra definitiva, la que contiene toda su risa, toda su melancolía. Chistes escatológicos con una prosa digna de Dorothy Parker, animales acomplejados, fantasmas alcohólicos y toda la ternura del mundo.Un libro sobre ese instante en el que te das cuenta de que tu vida tiene mucho más pasado que futuro. Y echas la vista atrás, mientras sonríes.

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Información

Editorial
Blackie Books
Año
2021
ISBN
9788418733604
Categoría
Literatura

La Ley del Silencio

Mi padre solo se viste bien para ir a la iglesia. También si le invitan los vecinos a una fiesta, pero sobre todo para lo primero. Cuando mis hermanas y yo éramos pequeños nos dejaba todos los domingos en la puerta de la capilla y se marchaba al club de golf a jugar hasta que llegaba la hora de recogernos. Cuando aparecía, ya se había ido todo el mundo. Solo quedábamos nosotros, sentados en las escaleras, junto a las puertas cerradas. Ahora, resulta que va todas las semanas.
—Pero ¿vas de traje? —pregunté.
—Obviamente —dijo él—. ¿Cómo voy a ir si no?
Era finales de mayo y mi padre estaba sentado en una de las terrazas de El Mar Quesito, escudriñando el océano en calma. El agua era de color topacio. Amy y Lisa también estaban sentadas a la mesa. Hugh nos preparó unos sándwiches. Papá se frotó las manos al verlos.
—¡Fenomenal!
A pesar de su edad, sigue teniendo muy buena planta, la piel razonablemente lisa y esa nariz que tanta envidia me da, tan fácil de dibujar, una línea recta sin imperfecciones. Me habría encantado heredar esa nariz, pero recibí la de mi madre: unos orificios nasales grandes, como para meter un par de aceitunas en cada uno. Mi padre conserva casi todo su pelo y ni siquiera lo tiene blanco del todo. Ese día llevaba una gorrita que le había comprado en Londres. Era de algodón y tenía un diseño de cuadros, estilo escocés. Cuando se la regalé, me dijo que no le gustaba nada, pero apenas se la ha quitado desde entonces.
—¿Por qué quieres saber cómo voy vestido cuando voy a misa? —preguntó.
Le hablé de un restaurante en el que Hugh, Amy y yo habíamos entrado hacía unos días, de camino a Emerald Isle. Estaba en un pueblo pequeño al este de Carolina del Norte. Era domingo al mediodía, así que supuse que la gente vendría de misa. Me pareció muy curioso ver que los únicos hombres vestidos de traje con corbata eran mexicanos.
—El resto llevaban Dockers y polos —dije—. Las mujeres llevaban pantalones de andar por casa.
—¿Y? —preguntó mi padre.
—Nada, que se me hizo raro. Cuando éramos jóvenes teníamos que ir bien vestidos. Ahora veo que la gente entra a la iglesia en pantalones cortos, y hasta en chándal.
Mi padre puso una mueca de espanto.
—En la Sagrada Trinidad no pasa eso, por suerte.
Antes de que nuestra iglesia se mudara de sitio en los años ochenta, la misa se organizaba en un edificio de piedra en el centro de Raleigh. El barrio en el que estaba era un tanto conflictivo, o al menos eso pensábamos los que vivíamos en las afueras. Nunca nos pasó nada malo, pero sí que presenciamos alguna que otra escena curiosa.
—Papá, ¿te acuerdas de la vez aquella que fuiste a hablar con el cura y te acompañé? —dijo Lisa—. Estábamos en el coche volviendo a casa y un hombre negro nos lo enseñó todo. Yo tendría doce o trece años. Se sacó el pene del pantalón y empezó a ondearlo delante del coche.
—Es verdad —dijo nuestro padre mientras se limpiaba la boca con una servilleta—. Me acuerdo como si hubiera sido ayer.
—Pegaste un volantazo y giraste para que volviéramos a verlo.
Le dio la risa.
—¡Es que lo tenía enorme!
—La mayoría de los padres habrían protegido a sus hijas de algo así —dijo Lisa—. Pero tú te aseguraste de que pudiera echar un segundo vistazo.
Papá volvió a reírse.
—¡De todo se aprende algo!
Me gusta cuando estamos con Lisa y Hugh, porque siempre hacen hablar a mi padre. Cuando nos quedamos los dos solos, nunca sé qué decir. No es nada nuevo. El mismo panorama desde que tengo uso de razón.
Mi padre siempre ha sido un manitas. Arreglaba él solo sus coches y una vez hizo una obra para ampliar nuestra casa de Raleigh. Mi labor consistió siempre en acercarle las herramientas a medida que las iba pidiendo y sujetar la luz, que era siempre una bombilla metida en una jaula de aluminio. Tal vez habríamos tenido más cosas que decirnos si yo hubiera sabido qué era un pistón o si me hubiera interesado el nivel de consistencia del cemento. Pero nunca le pregunté nada de eso y él tampoco se ofreció a explicármelo. Me quedaba ahí quieto, como un gnomo de jardín.
—Para de moverte, joder.
—No me he movido.
—Sí que te has movido. Para ya.
Supongo que podría haberle preguntado por su trabajo o por sus recuerdos de cuando era niño, pero incluso a esas alturas ya parecía demasiado tarde para eso. Deberíamos haber tenido algún tipo de base para hablar de esas cosas. Las relaciones se construyen ladrillo a ladrillo, no se crean de la nada. También podría haber sido él quien mostrase interés por mí, pero tampoco es que yo fuera el adolescente más articulado del mundo.
—¿Cómo se te ocurre darle esa hostia al chuletón? ¡Y con las dos manos abiertas!
—No sé.
No estaba ocultándole nada. No tenía ni idea de qué me había llevado a hacerlo. El chuletón estaba encima de una bandeja, relleno de líquidos sanguinolentos. Líquidos que se esparcieron por todas partes cuando le estampé las dos manos encima. Nos habían hecho un retrato al óleo en el centro comercial esa misma semana, salía la familia al completo, mi padre acababa de colgarlo en la pared. El cuadro se manchó entero. La sangre resbalaba por la cara de todos. Le di otra vez con todas mis ganas mientras me preguntaba por qué estaba haciendo eso. Sentí lo mismo cuando enganché las cortinas de la cocina con una grapadora industrial.
«¿De qué hablarán el resto de los padres e hijos?», me planteaba mientras sujetaba la jaula de aluminio con la bombilla dentro. Nunca tuve ningún problema para hablar con mi madre. Me salía solo, no hacía falta ningún esfuerzo, charlábamos de cualquier cosa y cambiábamos de tema con una naturalidad tan grande que siempre me hacía pensar en un monito saltando de un árbol a otro. El silencio entre mi padre y yo se ha ido acentuando con el pasar de los años. Él tiene ya una edad. Cada vez que lo veo podría ser la última, y esa presión me paraliza.
—¿Cómo tienes tanta facilidad para hablar con él? —le pregunté a Lisa mientras llevábamos los platos de vuelta a la cocina.
—No tiene ningún misterio —dijo—. A veces lo llamo a casa y digo: «Eh, papá, ¿en qué andas?».
—Da igual cuándo se lo preguntes. Siempre está viendo Fox News y haciendo la declaración de la renta —respondí.
—Bueno, yo qué sé. Igual ha descubierto un nuevo truco para deducir impuestos. Igual se ha muerto algún colega suyo de la iglesia o algún vecino. ¡Nunca se sabe!
Esa misma noche fuimos todos a un restaurante de Atlantic Beach que nos habían recomendado Lisa y Bob, su marido. Me puse camisa y corbata, Amy estrenó vestido y mi padre combinó una camiseta con unos shorts blancos de tenista. Antes tenía mucho pelo en las piernas, pero ahora las tiene suaves como las de un bebé. Dice que es culpa de haberse pasado tantos años llevando calcetines largos mientras trabajaba para IBM. Se subió al coche con Hugh y conmigo y nos dirigimos hacia el restaurante, que estaba a unos veinte minutos. A medio camino pasamos por un complejo de apartamentos en el que solíamos quedarnos en los años ochenta, cuando íbamos de vacaciones.
—Eh —dijo—, nos quedamos ahí varias veces cuando éramos una familia.
—¿Ya no sois una familia? —preguntó Hugh.
—Me refiero a cuando Sharon estaba viva.
No me gustó nada escucharlo, pero no podía negar que algo de razón llevaba. Nuestra madre era el nexo que nos unía a todos. Después de su muerte nos convertimos en una masa informe, trozos de algo que se iba separando poco a poco sin nadie que lo juntase de nuevo. Cuando estaba viva íbamos a la playa todos los años. El complejo por el que habíamos pasado estaba formado por unos veinte apartamentos dispuestos alrededor de una piscina. Tenemos bastantes fotos de nosotros posando en la terraza del apartamento, fotos en las que varias de mis hermanas y yo salimos siempre con los ojos rojos de fumar marihuana. La de castillos de arena que levantamos animados por las anfetas. Y los dinosaurios hechos de ramitas que armamos aquel año en que por fin pudimos comprar cocaína. Bellos recuerdos.
«Os brillan los ojos como centellas», solía decir nuestra madre cuando volvíamos al apartamento después de nuestros paseos de medianoche por la playa. Sabía perfectamente lo que hacíamos, aunque algo me dice que papá no tenía ni idea. Nuestro apartamento siempre estaba en el quinto piso. Cuando mis hermanas traían a sus novios, tenían que dormir en habitaciones separadas. Pasaba lo mismo en la casa de Raleigh. «Mi casa, mis normas», decía nuestra madre. Por algún motivo que se me escapa, yo era la única excepción.
—El único sexo que mamá y tú permitisteis bajo vuestro techo fue sexo gay —le dije a mi padre hace poco—. ¿No te parece un poco raro?
—No había solo sexo gay. También estábamos nosotros —replicó.
—¿Nosotros?
—Tu madre y yo.
Me tapé los oídos y vomité un poquito dentro de mi boca.
El restaurante de Atlantic Beach era una especie de choza. Me sorprendió que tuvieran una carta tan sofisticada. Nos la trajo una chica joven con un dulce acento del este de Carolina del Norte, tenía los labios gordos.
—Pregunto primero a las chicas, si os parece bien —dijo cuando vino a tomarnos nota. Se dirigió a Lisa—: ¿Qué va a tomar usted, damisela?
Una palabra tan inesperada, tan fina. Amy se pasó la noche entera repitiéndola. «¿Dónde ha metido usted sus cinco whiskies dobles, damisela? Estaban aquí hace un segundo».
Cuando llegó nuestra comida me acordé de una azafata que había conocido hacía poco.
—Le estaba preguntando sobre las cosas que se suelen olvidar los pasajeros y me contó que esa misma semana se había encontrado un tampón usado en uno de los asientos del fondo del avión.
—Dios mío —dijo Amy, encantada de la vida.
—Me dijo que todavía estaba caliente —añadí.
Mi padre se quedó mirando el filete de lenguado que tenía en el plato.
—¿Os parece bien hablar así mientras comemos?
—Es repugnante —dijo Hugh, contento de poder estar de acuerdo con mi padre en algo.
Luego les conté que en Nuevo México había conocido a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Calypso
  3. Créditos
  4. Mis queridos invitados
  5. Ahora somos cinco
  6. El Pequeñín
  7. Salir a dar una vuelta
  8. Una casa partida en dos
  9. Como anillo al dedo
  10. Leviatán
  11. Hablas inglés tan bien
  12. Calypso
  13. Una humilde proposición
  14. La Ley del Silencio
  15. Indomable
  16. Lo que pudo ser, pero no fue
  17. Sorry!
  18. Buuu
  19. Toda una serie de asuntos que me han ido deprimiendo en los últimos tiempos
  20. ¿Por qué no te ríes?
  21. Ponte en pie
  22. Mundo Espiritual
  23. Ya que estás ahí arriba, échale un vistazo a mi próstata
  24. El Informe Comey
  25. Notas