Señores del paisaje
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Señores del paisaje

Ganadería y recursos naturales en Aragón, siglos XIII-XVII

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Señores del paisaje

Ganadería y recursos naturales en Aragón, siglos XIII-XVII

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Este libro es un estudio revisionista de ciertas asunciones de la historia económica, la historia social y la historia medieval cuando abordan el tema del pastoreo en España. La investigación cuestiona una narrativa dominante que sostiene que la actividad ganadera tuvo efectos negativos como la deforestación y el atraso de la agricultura española. En este libro se propone que los fundamentos comunitarios de la ganadería en la península Ibérica y sus usos colectivos sobre la tierra preservaron una demografía y una explotación sostenida de los montes hasta el siglo xvii que favoreció la reproducción de los pequeños ganaderos junto a los grandes y un paisaje de gran diversidad.

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Información

Edición
1
Categoría
Economía
SEGUNDA PARTE. COMUNIDADES Y RECURSOS NATURALES

INSTITUCIONES GANADERAS EN LOS VALLES PIRENAICOS

La segunda parte del libro aborda el análisis de las organizaciones o comunidades que estaban detrás de los cuerpos documentales que estudiamos: los que los debatieron y los que los produjeron. El objetivo no es identificar a las personas concretas, sino analizar la constitución social, los cuerpos sociales que expresaron una específica aproximación al medio ambiente; las instituciones que la modelaron, que hicieron visibles unos aspectos de la interacción con la naturaleza y oscurecieron otros. En los dos capítulos que siguen se sostiene que no es suficiente la hermenéutica documental buscando la mentalidad de las comunidades. Es necesario también conocer el tipo de instituciones y organizaciones que vertebraban el tejido social, además de las estructuras sociopolíticas más grandes en las que se integraban, pues dentro de todas ellas pensaban, decidían y actuaban los sujetos sociales. La estructura de las comunidades definía tanto el acceso a la propiedad como el uso y disfrute de los bienes comunales y, por tanto, su gestión. Las estructuras supralocales de poder ponían los marcos y límites en los que todo esto sucedía.
En este capítulo se van a discutir tres hipótesis de distinto rango. Primera, que las bases fundacionales del sistema de pastoreo aragonés se forjaron en las prácticas de las comunidades montañesas del norte. Segunda, que, puesto que estas comunidades definían su territorio como parte de su propio cuerpo social, tenían regulados sus términos municipales en régimen de comunales, lo que tuvo una fuerte impronta en todo el reino. Tercera, que las áreas montañosas pudieron especializarse en la producción de lana y todavía respetar la capacidad reproductiva de los recursos naturales, gracias a una dinámica participativa y comunitaria en la regulación de los recursos basada en colectivos de pequeños ganaderos articulados en torno al espacio de la casa y al concepto de vecindad. Esto produjo unos criterios de gestión «medioambiental» que perseguían la reproducción social de todos los miembros de dicha comunidad y regulaban la entrada de foráneos en sus términos. El estudio de las consecuencias medioambientales que estas estructuras mentales y sociales provocaron queda para la última parte.
ECONOMÍAS DE MONTAÑA
Las comunidades montañesas del Pirineo central donde nació el reino cristiano de Aragón fueron la matriz de la sociedad que aparecería más tarde en el valle del Ebro y en la Extremadura aragonesa. En ellas se gestaron las formas de organización y de acción, las prácticas económicas y sociales que se pueden identificar en los grandes concejos del sur.
Sin embargo, decir que en la Edad Media las sociedades del Pirineo eran «sociedades de montaña» es no decir casi nada. El término es resbaladizo, pues su significado cambia dependiendo de los presupuestos filosóficos, antropológicos y políticos de los que beba cada historiador. Sin embargo, el tema es pertinente porque la gestión del medio ambiente está íntimamente unida a la definición que se haga de la naturaleza interna de estas comunidades.
Los debates sobre las comunidades de montaña durante el siglo pasado estuvieron dirigidos en distintos períodos por geógrafos, demógrafos, economistas y antropólogos culturales. Los pioneros en interesarse por el tema fueron los geógrafos franceses de principios de siglo. Como no podía ser de otra manera, para ellos las similitudes en la organización social y económica de las comunidades de montaña se explicaban por los condicionantes geográficos comunes a todas ellas. Este determinismo geográfico no fue nunca del gusto de los historiadores, si bien muy pocos entraron en el debate, pues lo que se consideraban «regiones marginales» no era su principal objeto de estudio en esos tiempos. Los demógrafos de mediados del siglo XX llegaron al tema de las comunidades de montaña para examinar la relevancia del factor demográfico en los mecanismos homeostáticos de estas poblaciones y experimentar la relación entre población y recursos tanto en comunidades del pasado como del presente (Viazzo, 1989: 1-15). Entre gráficas de tasas de nupcialidad y natalidad, el panorama historiográfico atrajo las teorías económicas y antropológicas que también tenían algo que decir sobre la relación entre clima, pendientes, economía y estructuras sociopolíticas. Los casos sobre los que los antropólogos construyeron sus modelos fueron principalmente las cadenas montañosas de los Alpes, el Himalaya y los Andes.
Desde los años setenta los economistas se acercaron a estas comunidades para ilustrar la lógica de una paradoja: la ineficiencia ancestral. Comunidades con prácticas disfuncionales como cultivos demasiado alejados de las aldeas, en lugares inapropiados, tierras comunales y trabajos colectivos, rígidas regulaciones, policultivo animal y miseria material, que habían seguido durante siglos con las mismas tradiciones, eran una auténtica provocación a la teoría neoclásica del sujeto racional y del crecimiento económico. Desde los años ochenta, bajo el impacto de la historia social y de la antropología, la historia económica buscó los caminos para explicar unas racionalidades limitadas por los condicionantes geográficos y por los contextos institucionales. Dentro del paradigma de la racionalidad económica exploraron el sentido de la respuesta funcional a las limitaciones impuestas por un medio extremo. Los rebaños se llevaban hacia las cumbres alejadas de los pueblos para liberar mano de obra durante el verano que se empleaba en los cultivos y para dejar tierra disponible para estos. Rebaños de hasta 40 vacas o de 1.000 ovejas podían ser manejados por una o dos personas, mientras los demás miembros de la comunidad se dedicaban a cultivar los cereales y el forraje imprescindibles para pasar el invierno. La producción a diferentes alturas con el alto coste que implicaba de tiempo y transporte se explicaba por consideraciones de seguridad y riesgo. Dado que ninguna zona vegetacional podía mantener a toda la población durante el año, el minifundio disperso y la diversidad productiva permitían la supervivencia del grupo. Con esta estrategia se mitigaba el riesgo de enfrentar el desastre de la cosecha en su totalidad (Friedl, 1974: 55; McCloskey, 1976). La explotación de una única franja del ecosistema era ineficiente en el uso del trabajo de la casa e insuficiente para el abastecimiento de la familia, por ello, cada familia desarrollaba estrategias mixtas y multicíclicas de producción (Guillet, 1983: 565). Más y más factores no económicos se fueron añadiendo a la explicación de estas economías: la coordinación estricta de los trabajos comunales y de sus ritmos, si bien limitaba la iniciativa individual, era necesaria para movilizar una fuerza de trabajo superior a la de la familia que creara solidaridades colectivas y prácticas de reciprocidad económica de tipo antiguo y permitiera enfrentar las dificultades productivas del medio (Viazzo, 1989: 22-23).
Desde finales del siglo XX, el concepto de «ecosistema cultural» de la antropología cultural y el interés de la arqueología ambiental y de los historiadores por estos espacios de montaña han puesto el acento en los patrones de funcionalidad interdependiente entre poblaciones humanas, instituciones sociales y el medio natural para explicar su longevidad y necesidad (Viazzo, 1989: 31-38). Los conceptos más cargados moralmente como marginalidad o atraso han perdido vigencia. Las sociedades de montaña son sociedades variadas, difíciles de interpretar, cuyo análisis suele producir modelos contrapuestos. El marco interpretativo más inmediato que dominó la historiografía durante los dos primeros tercios de la centuria pasada era que se trataba de sociedades cerradas, marginales, autárquicas y endogámicas. En los últimos treinta años, las sociedades de montaña se presentan como colectivos que experimentaban fuertes olas de emigración, algunas veces incluso de inmigración, y que estaban conectados con el tráfico de mercancías y personas locales y comarcales. Frecuentemente estos grupos se situaban en rutas del comercio de larga distancia a través de los pasos de sus montañas, pues dada su especialización productiva y la imposibilidad del autoabastecimiento necesitaban intercambiar su escasa gama de productos, generalmente queso, leche, pieles, carbón, madera y animales por cereales, sal, vino o hierro. Fueron sociedades capaces de recibir el influjo de la industrialización y cambiar el perfil ocupacional de sus habitantes (Collantes, 2009). Estas comunidades suelen sufrir unas condiciones geográficas adversas para la producción como pendientes, climatología, altitud y ciclos vegetativos cortos de las plantas, pero a cambio disfrutan de ventajas energéticas y de recursos naturales: pastizales, agua, madera, carbón vegetal y minerales. Los recursos hacen que sus economías sean más complementarias que competitivas con las del llano. Estas sociedades han basado su relación con el medioambiente en la autorregulación política, en la omnipresencia de patrimonios comunales, en el encuadramiento de los sujetos en la casa, la aldea y el valle y en la fuerte regulación de los usos del suelo. El caso es bien conocido en los Alpes, donde se ha creado un modelo de interpretación propio, pero puede constatarse fácilmente en otras montañas, desde luego en los Pirineos, donde la propiedad comunal podía ser del 90% de la tierra en el siglo XIX (Moreno Fernández, 2002: 52).
Los trabajos que se han llevado a cabo desde los años setenta sobre el pasado histórico de los Alpes han demostrado la centralidad del valle como unidad de vertebración del territorio de las aldeas y su idoneidad como marco de análisis. No hay duda de que los valles tenían estructuras distintas unas de otras y sus comunidades eran específicas incluso si se situaban en zonas muy próximas. Sin embargo, hay rasgos comunes que caracterizan a estas unidades. El primero es el territorio. Estas comunidades tenían un territorio propio, el valle, que solía extenderse desde el fondo de uno o varios ríos hasta las cumbres de las montañas, si bien no siempre se definía por la orogenia. Su economía combinaba una agricultura mixta basada en la producción de grano, sobre todo centeno, y ganado de vacuno u ovino dependiendo de las ecologías. El cultivo por excelencia durante el verano en las pocas áreas disponibles de cada valle era el cereal, y los prados servían para el forraje del ganado que se estabulaba en invierno. El trabajo tenía carácter colectivo y solía estar regulado por plazos que se fijaban estrictamente para todas las labores y los miembros de la aldea. Los animales de tiro y cultivo eran ubicuos y claves para la comunidad, pero no eran la ganadería predominante. Esta solía ser de vacuno o de ovicápridos, dependiendo de la calidad de los pastos, pero solía combinarse con una gran diversidad de animales, desde caballos y mulos de carga hasta gallinas, conejos y cerdos (Mathieu, 2000). Estas formas de explotación han pervivido hasta el siglo XX en algunos valles. Su origen es imposible de datar, pero hay que situarlo en períodos anteriores a la aparición de la escritura que los documenta, muy anteriores por cierto. Como la arqueología de alta montaña y los trabajos de estudios paleoambientales están demostrando en las dos últimas décadas, las prácticas pastoriles en la cota de los 1.700-2.000 metros han dejado marcas en el paisaje desde el Neolítico y claramente desde la Edad de Bronce (Walsh et al., 2005: 25-44, y 2006: 5-18).
Los textos escritos sobre los Alpes solo nos permiten conocer estas comunidades históricas desde el siglo XIII. En este siglo la práctica de subir todos los rebaños juntos a los puertos altos durante el verano, de junio a septiembre, ya estaba instaurada (Netting, 1981: 10-12). El vocablo para designar estos pastos de verano, conocidos como alpages en francés, alpi o alpeggi en italiano y Alpen en alemán, deriva de una palabra de origen prerromano que designaba no solo el pasto, sino también las chozas y los sistemas de corrales de los agostaderos (Viazzo, 1989: 20). La subida a los puertos se hacía de manera gradual, aprovechando cada nivel de altitud según se iba produciendo su óptimo en la producción de hierba hasta alcanzar la cumbre, generalmente con tres niveles de asentamiento: parideras o granjas en los prados altos de la localidad, chozas y corrales en los Alpes más bajos y chozas en los Alpes altos o puertos. Se tardaba un mes o mes y medio en subir los rebaños a los puertos (Viazzo, 1989: 20; Friedl, 1974: 43-50). El sistema agropecuario de los Alpes definía, pues, dos ecologías distintas y complementarias: la de los campos y prados de la villa en el valle o la ladera baja y la de los pastos de verano en altura. La dieta de sus habitantes respondía a esta dicotomía, ya que se basaba en los productos de panificación del centeno y en los derivados de la leche. La pertenencia a la comunidad se definía por la vecindad. Esta vecindad conllevaba el derecho al aprovechamiento del bosque, lo que ayudaba a asegurar la supervivencia de las familias (Netting, 1981: 60).
Todo el sistema es muy similar a lo que ocurría en los Pirineos aragoneses hasta los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, donde este sistema de vida perduró mucho más que en los desarrollados y cambiantes valles suizos del siglo XX. Lo que los etnólogos narran para los siglos XIX y XX remite a unas comunidades donde abundaba el minifundio de explotación directa, por lo tanto en las que todos los miembros eran posesores de algunas parcelas y de un cierto número de ganado. Principalmente, no obstante, vivían de un extenso comunal que podían aprovechar todas las familias de cada aldea y que compartían con las demás del valle. Eran comunidades en las que no se dio una fuerte diversificación socioeconómica, a no ser que algunos de sus miembros pudieran no solo ampliar su escala espacial y económica de actuación, sino también entrar en nuevas redes de reconocimiento y romper con la dinámica comunitaria.
Como en los Alpes, los valles de las sierras interiores de los Pirineos no respondían a una definición orogénica, sino a una definición histórica y consuetudinaria que acabó cristalizando en la mayoría de los casos en un reconocimiento jurídico.1 Algunos valles como los de Acumuer y Aragüés coincidían, pero lo que serían las grandes comunidades pastoriles trashumantes medievales, Tena, Broto, Ansó, Echo, Bielsa y Benasque, reunían un conjunto de poblaciones desperdigadas por varios cursos de agua que confluían en uno central (Pallaruelo Campo, 1993: 7). Los pastos sobre los que el valle tenía jurisdicción eran, sobre todo, los puertos o pastos en altura de aprovechamiento veraniego. Las limitaciones climáticas y topográficas propias de la cara sur de los Pirineos no permitieron que los valles produjeran una carga o dos al año de hierba y dos cosechas, una de primavera y otra de otoño, hasta bien entrado el siglo XX. Por lo tanto, en los Pirineos no se podía dar una explotación de vacuno, pues ni había el forraje imprescindible, ni los puertos sostenían suficiente hierba de calidad. La base de la economía de los valles fue una ganadería de ovino, que proveía a sus comunidades de preciados bienes, lana, cuero, pieles, leche, queso y carne. Secundariamente, las aldeas se sostenían con una agricultura para la subsistencia, pobre y poco diversificada, de autoconsumo de cebada y centeno, lentejas, habas, arvejas, algún frutal, sobre todo manzanos y nogales, y praderas de hierba en zonas aptas. La vid no se daba sino en la línea del Canal de Berdún, Jaca, siendo Biescas su límite norte. Los bueyes o las vacas se criaban para desempeñar labores agrícolas, y los productos demandados eran pan, aceite, vino tinto y sal. Toda esta economía sufragaba sus costes con la participación de la familia. En la depresión intrapirenaica y en las sierras exteriores, cuando en el siglo IX se desvelan lo que eran realidades más antiguas, emerge un mundo de pequeños caseríos rurales, dispersos, con una explotación discontinua y rodeados de mucho terreno inculto. Montes, valles, vedados y bosque se combinaban con un mejor equilibrio entre las actividades agropecuarias (Laliena Corbera, 1999: 834-835).
Como es general para toda la Edad Media y Moderna, cualquier crecimiento demográfico o económico suponía una presión extensiva sobre el territorio por medio de roturaciones, artigas con utilización del fuego o abancamientos de laderas (Moreno Fernández, 2002: 56-57). Pero como los valles altoaragoneses no tenían la verdadera posibilidad de alimentar grandes cabañas de ganado, el único camino de crecimiento y especialización fue la trashumancia de ovino de largo recorrido a otras tierras complementarias (Moreno Fernández, 2002: 59). Esta fue la característica principal del crecimiento económico y de la sostenibilidad demográfica de los Pirineos durante toda la Edad Moderna.
Los valles altos del Pirineo occidental aragonés son peculiares porque los meses intermedios de la trashumancia se emplean en pastos de media altura entre los puertos y los llanos, lo que no encuentra parangón más que en los Pirineos navarro y vasco (Lizaola Calvo, 2003: 126). Severino Pallaruelo ha descrito el sistema de trashumancia en los Pirineos como de alta eficiencia ecológica. Todo el ciclo está marcado por la altitud de los pastos. Desde marzo o abril, los rebaños pastaban en las «bajantes», a 800-1.000 metros de altitud. A finales de junio, cuando los corderos eran destetados, subían a los «borregariles», puertos de pastos a 1.600-1.800 metros que estaban en su mejor momento de frescura y valor nutritivo. En torno al 10 de julio subían las ovejas. Finalizado el amamantamiento de los corderos, empezaba en lo...

Índice

  1. Cover
  2. Half Title
  3. Title Page
  4. Copyright
  5. Dedication
  6. ÍNDICE
  7. AGRADECIMIENTOS
  8. INTRODUCCIÓN
  9. PRIMERA PARTE: PAISAJES Y COMUNIDADES
  10. SEGUNDA PARTE: COMUNIDADES Y RECURSOS NATURALES
  11. TERCERA PARTE: RECURSOS NATURALES Y PAISAJE
  12. CONCLUSIONES
  13. BIBLIOGRAFÍA
  14. MAPAS
  15. APÉNDICES