D'ors, filósofo
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D'ors, filósofo

  1. 300 páginas
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D'ors, filósofo

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Mercè Rius, pone de manifiesto en este estudio que la obra de Eugenio d'Ors conectaba con los debates filosóficos del siglo XX mediante hilos mucho más finos que los percibidos inicialmente. Hoy se ratifica en su creciente estimación, sobre todo frente a aquellos cuya empedernida ignorancia llega al colmo de negarle todavía la credencial de filósofo. A través de esta investigación, la autora trata de mostrar que D'Ors, ni se equivocaba ni obraba de mala fe al considerarse ante todo filósofo. Para ello, realiza un balance de la filosofía orsiana resituándola en un horizonte más vasto tras descubrirle nuevos aspectos, cuyas afinidades con otros autores contemporáneos de tradición europea sugieren el alto nivel y la oportunidad histórica del pensamiento orsiano.

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Información

II
DESTELLOS
1.
EL PECADO EN EL MUNDO FÍSICO
Eugenio d’Ors dejó inacabada La ciencia de la Cultura, una sistematización de los estudios realizados durante más de dos décadas en el marco de esa disciplina de la que se consideraba creador. En estricta coherencia consigo mismo, el libro no ofrece ninguna pista sobre las fechas de elaboración de sus capítulos, que no responden, naturalmente, a un orden cronológico. Puesto que el taller de sus ideas era el Glosario (en las diversas etapas) resultaría, aunque arduo, bastante fácil averiguarlo. Pero, en lo concerniente al tema que me propongo desarrollar, no creo necesario llegar a tanta precisión. El título de mi conferencia reproduce el de un trabajo orsiano, El pecado en el mundo físico, que fue inicialmente, según el propio autor lo presenta, una «memoria» a raíz del centenario del Discurso del método, publicada en 1938 en francés y al año siguiente en castellano:
El autor de la misma, a la manera del propio Descartes, aunque en demasiada lejanía de su mérito, ensayaba así una meditación filosófica en un cuartel y en medio de una guerra. Como ello acontecía en verano y en España, no era una estufa esta vez lo que el meditador tenía a la vera, sino un botijo de agua […] Útil experiencia, tanto como atroz: útil, puesto que no se trataba en la coyuntura de «buscar la verdad en las Ciencias», sino de fortificar el denuedo, encontrando alguna explicación a la presencia infame del mal en el mundo.1
Se trataba, pues, de una segunda reflexión sobre la guerra mucho más modesta, cuando menos en extensión, que la primera, la serie de glosas escritas en 1914, Cartas a Tina. El prólogo a la reedición catalana de estas, firmado en agosto de 1935 en la playa de S’Agaró, remitía a otro prólogo del mismo año, escrito en la abadía benedictina de Solesmes durante el mes de febrero, para la primera edición en forma de libro de Gualba, la de mil veus:
En el prólogo a la reedición de otro texto, Gualba, la de mil veus, he contado hace poco cómo mi personal reacción, ante la sorpresa y el escándalo moral producidos por la [guerra] de 1914-1918, conoció la necesidad de triunfar sobre dos elementos, dos toxinas: por un lado –usando siempre el lenguaje de la Ciencia de la Cultura–, los de «subhistoria» y salvajismo, y en esto se empleó la ficción romántica de Gualba; por otro lado, los de «historia» y nacionalismo: que fue tarea de las cartas dirigidas a Tina y que forman la serie reunida.2
Como veremos enseguida, la reflexión de 1938 acerca de la guerra española, una vez más formulada en términos culturales y no políticos ya que la historia –contra lo que Hegel pensaba– no da explicación de sí misma, se encuentra más próxima a la «toxina» localizada en Gualba que a lo que se había llamado «guerra civil» en Tina («la guerra entre Francia y Alemania es una guerra civil»). El porqué teórico –que no el ideológico– se nos desvelará en La ciencia de la Cultura:
Una guerra es nacional por definición […] Cuando se tiene de la nación un concepto sustantivo la diferencia entre las «guerras nacionales» y las «guerras civiles» ilusiona. Pero, si se tiene de la nación un concepto relativo, se sabe que, en rigor, una entidad nacional queda automáticamente constituida desde el punto en que una bandería, en pugna con otra, se separa de ella y se le opone. Tan separatista, en su oposición al Estado, puede ser una facción como una región.3
D’Ors denomina «eones mixtos» a aquellas constantes culturales que no forman parte de la esencia humana, en el sentido de que, o bien pueden haber aparecido cuando la humanidad ya existía, o bien pueden desaparecer antes que ella. Nada tiene de extraño tal posibilidad dado que «un eón es una idea que tiene una biografía».4 Su eternidad ideal no debe buscarse en otro mundo, sino en la historia humana. Claro que nunca se identifica con esta; pero gracias a una selección, jamás por añadidura. Las constantes culturales existen como depuración de las constantes históricas, y ni siquiera en todo tiempo. Aun las que no tienen una vida más corta que la de la humanidad (a diferencia de los eones mixtos) aparecen y desaparecen cíclicamente a lo largo de la historia: en parusía, cual ausencia manifiesta de lo que tampoco al presentarse –si bien luminoso y/o inteligible– acabará nunca de estar ahí. Por la misma razón, el ángel o personalidad cultural se construye «esculpiendo», esto es, dando forma a la materia psicosomática a fuerza de desbastarla. Luego, en cultura, se alcanza el más con el menos.
La guerra constituye uno de dichos eones mixtos. El tratamiento que D’Ors le concede nos recuerda las vacilaciones schmittianas sobre si la política como forma de relación entre los hombres (no siendo el de humanidad un concepto político)5 morirá a causa de la «despolitización». En los años treinta Schmitt ya era bien conocido en España; «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», que forma parte de El concepto de lo político, fue inicialmente una conferencia pronunciada en Barcelona en 1929. D’Ors se refiere a él en el prólogo a la Obra Completa de Joan Maragall en 1936.6 Pero ya un año antes, en la reedición de Cartas a Tina, se hace eco en nota a pie de página del principal motivo que anima la crítica schmittiana hacia el uso de argumentos morales urdidos para estigmatizar al adversario político. D’Ors observa en 1935 que el Tratado de Versalles ha «envenenado» la política europea, contra los auspicios que él había expresado en la fuente original del libro, el Glosari de 1914 («vencer hace generoso»).7 No obstante, su filosofía se distancia de la schmittiana, pero no exactamente por enfocar el conflicto desde la perspectiva cultural en vez de la histórico-política. Si la cultura decide sobre moral y no viceversa, la política no disfruta de semejante atribución. Aunque al definir la guerra en términos culturales el concepto de responsabilidad moral pierda valor, se parte de la evidencia de que la guerra es «la presencia infame del mal en el mundo». D’Ors toma, pues, otros derroteros: «Confesamos que la experiencia de la guerra figura entre las más aptas para mostrarnos una naturaleza implicada sin remedio en la catástrofe del pecado original».8 Su lectura de la guerra española descenderá así al estrato más bajo en las formas de convivencia humana, el de la Subhistoria, mientras que la I Guerra europea, aun siendo producto del nacionalismo y como tal una irrupción culpable de la Historia en el nivel superior, el cultural, D’Ors se esmera en explicarla como lucha entre dos eones de Cultura, lo latino y lo germánico –subsumidos después respectivamente en lo Clásico y lo Barroco.
La guerra es un eón que atenta contra la propia Cultura entendida como «el estado de un grupo humano doblemente provisto de la conciencia de una solidaridad en el tiempo y de una superior solidaridad en el espacio».9 Esta última se ve amenazada por la Historia, que solo posee la conciencia de una solidaridad temporal. Cierto que la conciencia histórica puede incluso facilitar el paso al estado cultural, que no ignora el tiempo, antes bien, logra vencer su irreversibilidad mediante el «eterno retorno» de los eones.10 Se trata, recordémoslo, de que las constantes históricas se eleven a constantes culturales. Pero lo que se sube también puede bajarse; y en este sentido, la guerra supone un descenso de la Historia a lo que esta conserva aún de naturaleza, de individualismo asocial. Entonces, la irrupción brusca de lo histórico en la Cultura, lejos de «idealizar» la solidaridad temporal, perjudica a la espacial. Fue lo que ocurrió en la I Guerra, que amenazó con destruir la Idea de Europa, símbolo de superior solidaridad espacial, a causa de la rivalidad entre naciones, cuya presunta legitimidad se cifraba en una existencia histórica común a sus «hijos»; luego más dispuestas a vincular nacionalidad y nacimiento (natio) que a apreciar lo Ecuménico –recayendo así en lo natural.11
Adviértase que la regresión a un estado grávido de impurezas naturales (las «toxinas»), por incapacidad histórica de purificarse –de estilizarse– en la cultura, no equivale para D’Ors al «estado de naturaleza» que los teóricos del contrato social atribuían a los Estados en guerra. El estado de naturaleza se caracteriza por la falta de leyes positivas. En cambio, hemos leído en una cita anterior que el «separatismo» no exige distinción hermenéutica alguna entre nación y facción; toda guerra, inclusive la civil, es nacional por definición. El pecado en el mundo físico lo plantea del modo siguiente:
Una disposición legislativa bolchevista no nos hará estremecer de horror como una matanza anarquista. La muerte de una mosca nos asusta, ciertamente, mucho menos que un incendio. Pero la negación intrínseca del Estado, la negación intrínseca del espíritu, son, y con mucho, más graves en la disposición legislativa o en el fin de la mosca.12
De ahí que La ciencia de la Cultura agrupe lo perteneciente a la naturaleza humana, a lo natural en el hombre, bajo el nombre de Subhistoria: «es el estado de un grupo humano desprovisto, así de la conciencia de una solidaridad en el tiempo como de la conciencia de una solidaridad superior en el espacio».13 Consiste, por tanto, en un defecto de conciencia, tanto de la histórica como de la cultural; sin embargo, puede adquirirlas por depuración de sus contenidos materiales no domeñables formalmente. En otras palabras, lo natural en el hombre resulta indispensable, como la vida misma, para aspirar siquiera al ideal, pero siempre dentro de un orden que es jerarquía de los tres estratos culturales. La Subhistoria es cultural por defecto, solo que tal defecto le viene de un exceso de naturalidad. El esquema orsiano hallará traducción política en el uso insidioso de la categoría de Ecúmeno («mejor que con la de unidad, parece la idea de lo ecuménico ligada a la de la centralidad»)14 frente al Exótero, que es lo «excéntrico», lo no integrado en la universalidad cultural:
Los mismos «espíritus comprensivos» que, en el período que precedió a la separación de Cuba, por ejemplo, o en las discusiones epilogales, opinaron que todo se hubiera podido arreglar con ciertas concesiones al sentimiento autonomista allí nacido, no parecieron percatarse jamás de que semejante manera de concesión […] lo que hubiera hecho es […] remachar la humillación, de que, por otra parte, la misma España ha podido conocer una manifestación mucho más reciente, y desde luego menos estudiada, en el que llamaríamos «malestar catalán», culminado entre los años 1931 y 1939.15
Está claro, por otra parte, que la Subhistoria colectiva se corresponde en la personalidad con el Subconsciente. Lo mismo que este, puede obrar aquella como impulso creador. Por lo demás, a un nivel más modesto, el propio conocimiento –el cotidiano y el científico– se nutre de elementos irracionales, mágicos o ilusorios. Ahora bien, cuando dichos elementos se acumulan hasta el extremo de saltarse la barrera inmunitaria, cuando ya no pueden ser asimilados por el organismo de que se trate, entonces se produce la ca...

Índice

  1. Cover
  2. Half Title
  3. Title Page
  4. Copyright Page
  5. Dedication
  6. Índice
  7. PREFACIO
  8. I. RITMOS
  9. II. DESTELLOS
  10. DATOS BIOGRÁFICOS MÁS RELEVANTES
  11. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
  12. FUENTES DE LOS CAPÍTULOS