Una lealtad entre ruinas
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Una lealtad entre ruinas

Epistolario Azaña-Esplá, 1939-1940

  1. 202 páginas
  2. Spanish
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Una lealtad entre ruinas

Epistolario Azaña-Esplá, 1939-1940

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La correspondencia entre Manuel Azaña y Carlos Esplá desvela la evolución política y las relaciones de dos personajes de gran relevancia en la historia de España de los años veinte, treinta y cuarenta del pasado siglo: Azaña, monárquico liberal en sus comienzos, y Esplá, criado en los ambientes republicanos de la ciudad de Alicante, coincidieron plenamente en su proyecto político desde que se conocieron en 1930. Los autores de la introducción explican los vínculos afectivos e ideológicos de ambos personajes, así como los motivos por los cuales Esplá fue el principal receptor de las confesiones escritas de Azaña tras la guerra. En la segunda parte se dan a conocer las cartas -conservadas en el Archivo General de la Guerra Civil de Salamanca- que Azaña escribió a Esplá entre 1939 y 1940, unos documentos de suma importancia para acercarse a la amena, triste y sentida escritura del que fue presidente de la Segunda República.

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Información

Edición
1
Categoría
Historia

MANUEL AZAÑA Y CARLOS ESPLÁ: CAMINOS DIVERGENTES QUE SE CRUZAN EN UN PUNTO

I. LA EVOLUCIÓN INTROSPECTIVA DE
MANUEL AZAÑA

SEGÚN el escritor fascista Ernesto Giménez Caballero, Azaña dio sus primeros gritos de vida en Alcalá de Henares, en una casa burguesa de dos plantas, propiedad de escribanos y labradores. Al lado de la casa familiar había un convento que medía con el soniquete de su campana el ritmo de la vida íntima del joven. Escribanos y frailes, burócratas y clérigos marcarían, según la particular visión del fundador de La Gaceta Literaria, su formación inicial.1 Sin embargo, no sólo el convento o la decadencia de la Alcalá de 1880 moldearían su infancia. Azaña era bisnieto de Esteban Azaña Hernández, notario y alcalde de Alcalá de Henares, nieto de Gregorio Azaña, notario y miliciano liberal;2 por su parte, su padre poseía una fábrica de jabón y otra de chocolate. Labradores, escribanos, como escribía Giménez Caballero, también industriales y políticos liberales. La familia de Azaña eran gentes de costumbres tradicionales, respetadas en la ciudad, con un nivel de vida medio; eran, en definitiva, una familia de pequeño-burgueses bien asentados, que seguían en casi todo las costumbres del tiempo en una ciudad provinciana, en la que, además, la presencia clerical era abrumadora. A pesar de todo ello, los Azaña presumían de talante liberal, no obstante, el bisabuelo, Esteban Azaña, proclamó la Constitución de 1812 en Alcalá cuando Riego encabezó el movimiento constitucional de 1820; su abuelo, Gregorio Azaña, persona de enorme influencia en su educación sentimental, sería comandante de las milicias liberales en 1855,3 y su padre, alcalde de la ciudad.
El niño Azaña, al parecer de carácter introvertido, tímido, muy metido hacia sus adentros, rebuscando imberbe su yo en sus entrañas, pasaba las horas envuelto entre libros. Leía a Verne, Reid, Cooper, Sue, Chateaubriand, Hugo, Scott y Rocambole.4 A los diez años había quedado huérfano de padre y madre y sus tías, a cuyo cargo quedó, siguieron confiando su educación a los padres Escolapios.5 Tanto su paso por las escuelas de los frailes complutenses como su posterior estancia en El Escorial crearon en un adolescente ansioso por saber, por ver, por conocer, por vivir, un enorme estado de confusión del que tardaría años en salir. El propio Azaña diría años más tarde: "En El Escorial... ¡Qué de cosas adquirí y perdí aquí! Alcalá y El Escorial he aquí las raíces primeras de mi sensibilidad!". 6 En el enorme ejercicio de introspección que supone El jardín de los frailes, Azaña va dando retazos limpios, incluso nostálgicos, ajenos al rencor, de aquellos años en los que el aburrimiento, el tedio, la visión del mundo como una imagen congelada desde una de las ventanas macizas del Monasterio, iban a dejarle una huella impresa como a una res de un rebaño cualquiera. En un joven acostumbrado a pasar muchas horas solitarias en el cuarto del hogar familiar, la soledad y el rigor de los agustinos de El Escorial no debieron causarle un impacto especial; sin embargo, en un hombre que ya había leído a los escritores del noventa y ocho, que había comenzado la lectura de los grandes escritores franceses, que se había empapado de los regeneracionistas, la estrechez de los métodos de enseñanza, el interés por mantenerlo alejado de todo lo que ocurría en el exterior, la división del mundo en algo dicotómico, bueno o malo, tocable o intocable, comprensible o incomprensible, permitido o prohibido, tuvo, indudablemente, que crear un mar de conflictos intelectuales de difícil solución cuando la vida despertaba de forma vigorosa y la curiosidad se imponía como principal ley vital.7
Azaña había ido a El Escorial –otra vez Giménez Caballero escribe que sería aquel lugar el que formaría definitivamente su carácter, preñándolo de sectarismo, antiliberalismo, autoritarismo, catolicismo y mentalidad castellana fanática-8 para labrarse un porvenir conforme correspondía a un miembro disciplinado de una familia como la suya. Estudiaría leyes y después ocuparía un alto cargo en la Administración del Estado: Registrador, Notario, Abogado del Estado, Letrado en Cortes, una de esas profesiones liberales que dependen del presupuesto y dan cierto rango a la pequeña burguesía. Sin desviarse un paso cumpliría brillantemente con los designios familiares. Sin embargo, su educación religiosa había querido arrancarle lo que en él yacía con más fuerza, el liberalismo como método de acceso a la plenitud humana: "Liberalismo no es más que humanismo, es decir, libertad de conciencia, libertad de pensamiento; anchura de espíritu para recibir en él todas las experiencias de la vida y elaborarlas con sentido propio".9 En El Escorial, con los padres Agustinos, con la memoria y la disciplina como único método pedagógico,10 Azaña terminaría perdiendo la fe. Un día, antes de abandonar el monasterio, diría a su confesor: yo no me confieso más.11 El futuro Presidente de la República había perdido las creencias heredadas, pero no había podido acceder a los instrumentos intelectuales y espirituales que muchos de sus contemporáneos adquirieron junto a los profesores de la Institución Libre de Enseñanza. Es un hombre que navega en un barco movido por la razón y que añora llegar a un puerto donde transiten navios similares. Para ello pasarán todavía algunos años.
Manuel Azaña, ligero de equipaje, lleno de dudas, pero con ganas de descubrir la vida que le ha sido vedada, termina sus estudios de derecho en la Universidad de Zaragoza y luego, en 1900, lee su Tesis Doctoral en Madrid, ciudad que le abre los caminos de la modernidad gracias a Guillermo Pedregal y Francisco Giner de los Ríos, entrando en contacto con los hombres de la Institución Libre de Enseñanza.
En su despedida de la fe católica ni una palabra de odio, ni un gesto de rencor, nada que pueda oler a resentimiento, a desquite: "Mi anticlericalismo no es odio teológico, es una actitud de la razón".12 Azaña añorará El Escorial, con frecuencia volverá con Lolita y evocará sus días interminables inmerso en el escenario majestuoso del jardín de los frailes, aún siendo ministro o presidente del Consejo. Se entrevistará cordialmente con los frailes que aún habitan el monasterio, incluso, algún día, asistirá sigilosamente a las misas cantadas que se celebran en su basílica.
Tras unos años de vida alegre en la capital del reino, vida alegre pero en constante conflicto interior, Azaña pronuncia, en 1902, en la Academia de Jurisprudencia, la conferencia "La libertad de asociación", en la que no faltaría, como era obligado en aquellos años, las referencias a la necesidad de aliviar las carencias de las clases proletarias y trabajadoras. 13 El discurso, tanto por su contenido como por la forma en que fue pronunciado, causó impresión muy favorable, pero no fue el inicio de una carrera fulgurante como cabía esperar, sino un paso sin continuidad. Azaña continuaría sumido en su mar de dudas, dudas heredadas de su aprendizaje académico, dudas sobre su futuro, sobre sus posibilidades, sobre su vocación. Giménez Caballero, con su cinismo habitual, asegura que "Azaña se entrenó toda su vida para político, aunque él creyera entrenarse para escritor".14 Por su parte, Juan Marichal apunta que en estos primeros años de principios del siglo XX, Azaña se debate entre la concepción del intelectual de Alfred de Vigny, que consideraba incompatibles literatura y política, y la de Lamartine, que las creía indisociables. Marichal, para cerciorar dónde se sitúa, cita un texto de La Pluma escrito por el propio Azaña:15 "De las diferentes vocaciones que pueden ofrecerse en la vida, yo preferiría aquella que más en derechura me llevase a ser con plenitud un hombre de mi tiempo, es decir, a incorporar a mi vida personal todos los problemas que agitan el medio social en que me muevo... Si la romería pasa por el llano, prefiero ir en la romería a epilogar sobre ella desde un otero; prefiero ir en la procesión a repicar en la torre".16 El significado de estas palabras, el paso que suponen respecto a la generación anterior, la del noventa y ocho, es gigantesco: aunque Azaña no haya decidido todavía su vida, la va definiendo: ha llegado el momento de dejar de ver los toros desde la barrera, hay que saltar al ruedo, dejarse de lamentaciones, de derrotismos y emprender el camino de la modernización, de la europeización de España. Como Carlos Esplá, quince a...

Índice

  1. Copertina
  2. Title Page
  3. Copyright Page
  4. Índice
  5. Presentación, de Francisco Sevillano Calero
  6. Manuel Azaña y Carlos Esplá: caminos divergentes que se cruzan en un punto
  7. El epistolario Manuel Azaña - Carlos Esplá, 1939-1940
  8. Persistencia en el recuerdo, por Carlos Esplá
  9. Bibliografía