La obra de arte del futuro (2a ed.)
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La obra de arte del futuro (2a ed.)

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Wagner, más que un músico y un poeta con nombre, fue también un notable escritor y pensador, así¬ como un ensayista prolífico. Sus ideas y sus propuestas son imprescindibles para captar las relaciones entre la música y la filosofí¬a, o si se quiere, entre la musicología y la historia de las ideas, un aspecto fundamental de la teoría estética. La meta a la que apuntan estos escritos wagnerianos es un nuevo arte que ha de sumar y potenciar las diferentes modalidades artísticas en creaciones multidisciplinares, en dramas mítico-ejemplares que otorguen permanencia al recuerdo y a la significación de los héroes, una especie de tragedias griegas revividas y nuevamente musicales, que se escenificarán en los teatros especialmente diseñados para estos espectáculos totales.

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Información

Edición
1
Categoría
Filosofía
La obra de arte del futuro
I.
El ser humano y el arte en general
1. Naturaleza, ser humano y arte
El arte se relaciona con el ser humano tal como éste se relaciona con la naturaleza.
Cuando la naturaleza se hubo desarrollado hasta ser capaz de contener las condiciones para la existencia del ser humano, éste también se originó de una manera completamente autónoma: y tan pronto como la vida humana generó desde sí misma las condiciones para que apareciese la obra de arte, ésta cobró vida también de forma autónoma.
La naturaleza genera y forma de acuerdo con la exigencia, sin intención y de una manera no arbitraria,1 con lo que lo hace por necesidad: esta misma necesidad es la fuerza generadora y formadora de la vida humana; sólo lo que carece de intención y no es arbitrario brota de exigencias reales, pues el fundamento de la vida radica sólo en tales exigencias.
La necesidad en la naturaleza sólo es conocida por el ser humano si pone en conexión todas las manifestaciones de ésta: mientras no capte esa conexión, la naturaleza le parecerá arbitraria.
En el instante en que el ser humano sintió su diferencia en relación con la naturaleza, instante en el que, en general, comenzó su desarrollo como ser humano al desprenderse de la inconsciencia de la vida animal de la naturaleza para pasar a la vida consciente –cuando el ser humano, por tanto, se situó frente a la naturaleza y desarrolló, a partir del sentimiento surgido aquí de pronto por vez primera de su dependencia respecto de la naturaleza, el pensamiento– en ese instante apareció el error como primera exteriorización de la conciencia. Ahora bien, el error es el padre del conocimiento, y la historia de la generación del conocimiento a partir del error es la historia del género humano desde el mito del tiempo primordial hasta el día de hoy.
El ser humano cayó en el error desde el momento en que situó la causa de los efectos de la naturaleza fuera de la esencia de la misma naturaleza, atribuyó al fenómeno sensible un fundamento no sensible, es decir, un fundamento humanamente representado como arbitrario, y tuvo al conjunto infinito de la actividad inconsciente y carente de intenciones de la naturaleza por un comportamiento intencional de la voluntad, de exteriorizaciones finitas e inconexas. El conocimiento consiste en la disolución de ese error, y es la comprensión de la necesidad en los fenómenos, cuyo fundamento nos parecía una arbitrariedad.
Mediante tal conocimiento la naturaleza se hace consciente de sí misma, y lo hace precisamente en el ser humano, quien consiguió conocerla al convertírsele ella en objeto; tal logro sólo fue posible a través de su autodiferenciación, separándose de ella: sin embargo, esta diferencia desaparece de nuevo cuando el ser humano advierte que la esencia de la naturaleza es también la suya propia, cuando reconoce la misma necesidad en todo lo que realmente existe y vive, así pues en la existencia humana no menos que en la de la naturaleza, y, en consecuencia, no sólo conoce la conexión mutua de los fenómenos naturales, sino también su propia conexión con la naturaleza.
Por lo tanto, del mismo modo que la naturaleza alcanza su conciencia en el ser humano mediante su conexión con él, y la actuación de esta conciencia es la vida humana misma – como, digámoslo así, presentación, imagen de la naturaleza –, de igual manera la vida humana misma alcanza su comprensión por medio de la ciencia, que la convierte de nuevo en objeto de experiencia; ahora bien, la actuación de la conciencia alcanzada mediante la ciencia, la presentación de la vida conocida por medio de ella, el reflejo de su necesidad y de su verdad es – el arte.*
El ser humano no será lo que puede y debe ser hasta que su vida no sea el fiel espejo de la naturaleza, el cumplimiento sin consciencia de la única necesidad real, de la necesidad interna de la naturaleza, y no la subordinación a un poder externo, imaginado e imitado por la imaginación,2 y por lo tanto no necesario, sino arbitrario. Pues sólo entonces será el ser humano verdaderamente humano, mientras que hasta ahora continúa tan sólo existiendo según predicados tomados de la religión, de la nacionalidad o del Estado.3 – Del mismo modo, tampoco el arte será lo que puede y debe ser hasta que no sea o pueda ser la fiel reproducción, presagiadora de conciencia, del ser humano real y de su necesaria y verdadera vida, es decir, hasta que el arte ya no tenga que tomar prestadas las condiciones de su existencia de los errores, de los absurdos y de las artificiales deformaciones de nuestra vida moderna.
Por lo tanto, el ser humano real no existirá hasta que su vida esté configurada y ordenada por la verdadera naturaleza humana, y no por las arbitrarias leyes del Estado; por su parte, el arte real no tendrá vida hasta que sus configuraciones precisen sólo ya subordinarse a las leyes de la naturaleza, y no al despótico humor de la moda. Porque así como el ser humano sólo se libera cuando se vuelve gozosamente consciente de su conexión con la naturaleza, el arte se libera sólo cuando ya no tiene que avergonzarse de su conexión con la vida. Pues el ser humano no supera su dependencia de la naturaleza sino en la alegre conciencia de su conexión con ella; y el arte sólo supera su dependencia de la vida si está en conexión con la vida de seres humanos libres y verdaderos.
2. Vida, ciencia y arte
Así como el ser humano configura la vida siguiendo de forma no arbitraria conceptos que se derivan de sus arbitrarias visiones de la naturaleza, y mantiene con firmeza la expresión no arbitraria de los mismos en la religión, así también tales conceptos se le convertirán en objeto de visión e investigación arbitrarias y conscientes en la ciencia.
El camino de la ciencia va del error al conocimiento, de la representación a la realidad, de la religión a la naturaleza. Así, en el inicio de la ciencia el ser humano se enfrenta a la vida de la misma manera que se enfrentó a los fenómenos de la naturaleza en el comienzo de la vida humana, que se diferenciaba de la naturaleza. La ciencia abarca la arbitrariedad de todas las visiones humanas, mientras que junto a ella la vida misma en su totalidad sigue un desarrollo necesario y no arbitrario. La ciencia, por lo tanto, asume los pecados de la vida y los expía en sí misma mediante su autoaniquilación: acaba en su pura antítesis, en el conocimiento de la naturaleza, en el reconocimiento de lo inconsciente, de lo no arbitrario, esto es, de lo necesario, de lo real, de lo sensual. La esencia de la ciencia es, por tanto, finita, mientras que la de la vida es infinita, de la misma manera que el error es finito, mientras que la verdad es infinita. Ahora bien, sólo está vivo y es verdadero aquello que es sensual y cumple las condiciones de la sensualidad. La ciencia, en su soberbia, comete el más grave de los errores al renegar de la sensualidad y menospreciarla; en cambio, su máxima victoria es el hundimiento de esa soberbia, logrado por la ciencia misma como culminación del reconocimiento de la sensualidad.
La ciencia concluye en lo inconsciente justificado, en la vida consciente de sí misma, en la sensualidad reconocida como sensata,4 en el hundimiento de la arbitrariedad en la voluntad de lo necesario. La ciencia es, por lo tanto, el medio del conocimiento: su forma de proceder es mediata, su finalidad es una mediación; en cambio, la vida es lo inmediato, lo que se determina a sí mismo. Y así como la disolución de la ciencia es el reconocimiento de la vida inmediata condicionándose a sí misma, es decir, pura y simplemente el reconocimiento de la vida real, así también tal reconocimiento logra su más sincera e inmediata expresión en al arte, o mejor dicho, en la obra de arte.
Es cierto que al principio el artista no procede inmediatamente: su crear es, no obstante, mediador, selectivo, arbitrario; ahora bien, precisamente allí donde media y selecciona, la obra de su actividad no es todavía una obra de arte; su forma de proceder es más bien la de la ciencia, la de la que busca e investiga y, en consecuencia, es arbitraria y errónea. Únicamente allí donde se ha hecho la elección que se debía y se ha elegido lo necesario – así pues, allí donde el artista se ha reencontrado a sí mismo en el objeto tal y como el ser humano perfecto se reencuentra en la naturaleza – tan sólo allí penetra la obra de arte en la vida, y sólo entonces aquélla es algo real, algo que se determina a sí mismo y que es inmediato.
La obra de arte real, es decir, la obra de arte que se presenta de un modo inmediatamente sensible, en el momento de su manifestación más corpórea, es también, por lo tanto y ante todo, la salvación del artista, el exterminio de las últimas huellas de la arbitrariedad creadora, la indudable determinatividad de lo hasta ese momento sólo representado, la liberación del pensamiento en la sensualidad y la satisfacción de las exigencias vitales en la vida.
En este sentido, la obra de arte en tanto acto vital inmediato es, pues, la plena reconciliación de la ciencia con la vida, la corona de la victoria que la vencida, salvada por su derrota, ofrece a la vencedora, gozosamente conocida por ella, rindiéndole homenaje.
3. El pueblo y el arte
La redención del pensamiento, la salvación de la ciencia en la obra de arte sería imposible si se pudiese subordinar la vida misma a la especulación científica. Si el pensamiento consciente y arbitrario en verdad dominase por completo a la vida, si pudiese adueñarse del impulso vital y utilizarlo con un propósito distinto al de la necesidad de las exigencias absolutas, la vida misma sería negada para ser incorporada por la ciencia; y de hecho la ciencia, en su excesivísima soberbia, ha soñado con semejante triunfo, y nuestro Estado actual, así como nuestro arte moderno, son los frutos asexuados y estériles de tales sueños.
Los grandes errores no arbitrarios del pueblo, tal como desde el comienzo se mostraron en sus visiones religiosas, y en la forma en que se convirtieron en los puntos de partida del pensamiento y de la sistematización, arbitrarios y especulativos, de la teología y de la filosofía, se han elevado en estas ciencias, sobre todo gracias a la mediación de su hermana adoptiva, la sabiduría del Estado, y se han convertido en poderes que no tienen menores pretensiones que las de ordenar y dominar al mundo y a la vida, en virtud de su inherente infalibilidad divina. Desde luego, este error seguiría sin enmendarse, victoriosamente destructivo, por toda la eternidad, si el mismo poder vital que de manera no arbitraria lo engendró no lo hubiese prácticamente aniquilado de nuevo por una intrínseca necesidad natural, y, en efecto, lo hizo con tanta claridad y determinación que la inteligencia, separándose con arrogancia de la vida, no tiene ya en último extremo, ante la locura real, más salvación que reconocer incondicionalmente lo único que es determinado y claro. Ahora bien, este poder vital es – el pueblo.
¿Quién es el pueblo? – Es necesario ponerse, en primer lugar, de acuerdo en la respuesta a esta cuestión, sumamente importante. El pueblo fue desde siempre la suma de todos los individuos que formaban una comunidad. Al principio, él fue la familia y las generaciones; posteriormente, las generaciones unidas por una misma lengua, en cuanto nación. En la práctica, por el Imperio Romano, que se tragó a las naciones, y en la teoría, por el cristianismo, que no admitió a los seres humanos nacionales, sino sólo a los cristianos, el concepto de pueblo se ha extendido tanto, o hasta se ha volatilizado de tal forma, que bajo él podemos entender o bien al ser humano en general, o bien, según una arbitraria acepción política, a una cierta parte de los ciudadanos de un Estado, por lo general la de los que no tienen posesiones. Este nombre ha recibido, aparte de un significado frívolo, un indeleble significado moral, por el que en épocas angustiosas e inestables todo desea figurar con gusto como pueblo, todos pretenden estar preocupados por su bienestar, y nadie quiere saberse separado de él. Por eso incluso en época reciente se ha planteado, en los sentidos más diversos, la siguiente cuestión: ¿quién es el pueblo? ¿Puede este nombre reservarse en exclusiva a una parte especial de la totalidad de miembros del Estado, a una fracción determinada de los mismos? ¿No somos más bien todos nosotros «el pueblo», desde el príncipe hasta el mendigo?
Así, esta cuestión se debe responder de acuerdo con el sentido decisivo, de ámbito histórico universal, que ahora le subyace:
El pueblo es la suma de todos aquellos que sienten una necesidad comunitaria. Por lo tanto, forman parte de él cuantos reconocen que su propia necesidad es una necesidad comunitaria, o al menos que se fundamenta sobre ella; esto es, todos aquellos que pueden esperar la satisfacción de su necesidad únicamente en la satisfacción de la necesidad común, y en consecuencia emplean toda su fuerza vital para satisfacer esa necesidad que han reconocido como común; – pues sólo es verdadera la necesidad que lleva las cosas al extremo, ya que únicamente ella tiene la fuerza de las verdaderas exigencias; ahora bien, sólo es verdadera una exigencia común; sólo quien siente una exigencia verdadera tiene derecho a satisfacerla; necesidad no es sino la satisfacción de exigencias verdaderas, y sólo el pueblo actúa por necesidad, esto es, de una manera irresistible, victoriosa, y únicamente verdadera.
¿Quién, pues, no pertenece al pueblo, y quiénes son sus enemigos? Todos aquellos que no sienten ninguna necesidad, y cuyo impulso vital, por tanto, consiste en exigencias que no crecen hasta alcanzar la fuerza de la necesidad, o sea que son imaginarias, falsas, egoístas, con lo que no sólo no se incluyen entre las exigencias comunes sino que, en tanto mera exigencia de conservación de lo superfluo – única forma en que pueden pensarse como tales exigencias carentes de la fuerza de la necesidad – se contraponen justamente a las comunes.
Allí donde no hay necesidad alguna, no hay tampoco verdadera exigencia; donde no hay verdadera exigencia alguna, no hay ninguna actividad necesaria; donde no hay ninguna actividad necesaria, hay arbitrariedad; donde impera la arbitrariedad, allí florecen todos los vicios y los crímenes contra la naturaleza. Pues la exigencia imaginaria y falsa sólo puede buscar satisfacerse reprimiendo, negando e impidiendo la satisfacción de las exigencias verdaderas.
Ahora bien, satisfacer exigencias imaginarias es un lujo, que no puede darse ni mantenerse sino en antítesis con, y a expensas de, la carencia de lo necesario en la otra parte.
El lujo es tan desalmado, inhumano, insaciable y egoísta como la exigencia que lo reclama, a la que, sin embargo, no logra calmar nunca, ni en su máxima elevación ni en toda la pujanza de su ser, precisamente porque tal exigencia no es natural y reclama una satisfacción excesiva, y además por la razón siguiente: porque, en la medida en que es falsa, no tiene ninguna antítesis verdadera y esencial donde pudiera desaparecer, esto, es aniquilarse, satisfacerse. El hambre sensible, real, tiene su antítesis natural, la saciedad, en la que desaparece – por la alimentación –: las innecesaria exigencia de lujo es ella misma ya un lujo, algo superfluo; en consecuencia, el error que contenga jamás podrá desaparecer en la verdad: atormenta, destruye, quema y mortifica, siempre insatisfecha; deja que el espíritu, el corazón y los sentidos se consuman en vano; devora todo el placer, la jovialidad y la alegría de la vida; por un único instante de deleite, inalcanzable a pesar de todo, disipa la actividad y la fuerza vital de miles de indigentes; viven del hambre, que sigue sin saciarse, de miles de pobres, sin poder satisfacer ni por un momento su propia hambre; retiene a todo un mundo en las férreas cadenas del despotismo, sin poder romper, ni siquiera por un instante, las doradas cadenas de ese tirano en el que ella misma se ha convertido.
Este demonio, esta loca exigencia sin exigencia, esta exigencia de exigencia – esta exigencia de lujo que es el lujo mismo — gobierna el mundo; él es el alma de esta industria que asesina al ser humano para utilizarlo como una máquina; el alma de nuestro Estado, que declara al ser humano sin honor para admitirlo de nuevo, en un acto de gracia, pero como súbdito; el alma de nuestra ciencia deísta, que entrega al ser humano, para que sea consumido, a un dios insensible, emanación de todo el lujo espiritual; él es – ¡ay! – el alma, la condición de nuestro – ¡arte! –
¿Y quién llevará a cabo la redención en condiciones tan funestas? –
La necesidad, – que permitirá sentir al mundo la verdadera exigencia, esa que, de acuerdo con su naturaleza, es la exigencia real y la que hay que satisfacer.
La necesidad acabará con el infierno del lujo; enseñará a los espíritus atormentados y carentes de exigencia, que este infierno encierra en su interior la sencilla, la simple exigencia del hambre y de la sed, pura y humanamente sensibles; nos remitirá, además, comunitariamente, al nutritivo pan, al agua clara y dulce de la naturaleza; los gozaremos realmente en común, y seremos, en común, verdaderos seres humanos. Además, concertaremos juntos la alianza de la sagrada necesidad, y el beso fraternal que la sellará será la obra de arte común del futuro. En ella nuestro gran benefactor y redentor, el representante de la necesidad en carne y hueso – el pueblo, ya no será una fracción separada y especial; pues en la obra de arte formaremos unidad – seremos portadores y sabios conocedores de la necesidad, sabedores de lo no consciente, volentes de lo no arbitrario, testigos de la naturaleza – seres humanos felices.
4. El pueblo como fuerza condicionante de la obra de arte
Todo lo que existe depende de las condiciones por las que existe: no hay nada, ni en la naturaleza ni en la vida, que exista de forma aislada; todo tiene su fundamento en una conexión infinita con todo y, en consecuencia, también lo tiene lo arbitrario, lo innecesario y lo perjudicial. Lo perjudicial emplea su fuerza en la obstaculización de lo necesario; su fuerza y su existencia se las debe sólo a esa obstaculización, y por ello no es, en verdad, otra cosa sino la impotencia de lo necesario. Si esa impotencia fuese continua, el orden natural del mundo tendría que ser distinto a como es; lo arbitrario sería necesario, y lo necesario, innecesario. Pero aquella debilidad es transitoria, y por tanto aparente; pues, en efecto, también la fuerza de lo necesario actúa y vive como única condición, en el fondo, de la existencia de lo arbitrario. Por eso el lujo de los ricos sólo existe gracias a la indigencia de los pobres; y la necesidad de los pobres es, precisamente, lo que brinda sin cesar nueva materia de consumo al lujo de los ricos, puesto que el pobre le ofrece al rico su propia fuerza vital por la exigencia que tiene de alimentarla.
Fue a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. Índice
  6. Introducción
  7. LA OBRA DE ARTE DEL FUTURO (1849)
  8. ANEXO: Dedicatoria a Ludwig Feuerbach (1850)
  9. POST SCRIPTUM