1. El estudio de la forma en la historieta: la viñeta
El auge de la historieta en determinadas épocas del siglo XX y su conversión en un arma contracultural en los años sesenta y setenta en el contexto europeo fomentó el deseo de debate en torno al medio. Primero fueron algunos historiadores los que intentaron desentrañar el desarrollo y las tendencias del medio. Más tarde, las escuelas de dibujo empezaron a asumir la tarea docente y establecieron algunos de los elementos constitutivos tomando como modelo la labor de grandes autores y fomentando, asimismo, una norma narrativa implícita y dominante. Finalmente, aparecieron algunas aproximaciones disciplinares y la historieta fue sometida a un progresivo despiece para buscar sus unidades y su naturaleza. Sin embargo, el grueso del análisis de las viñetas se orientó hacia el territorio de la semiótica y hacia la reflexión en torno a la adscripción cultural del tebeo, pero raramente se integró el debate dentro de la tradición de los estudios sobre la narración por una parte y en la historia del arte, por otra.1
Quizá por esta suma de circunstancias, cuando en La imagen visual: su lugar en la comunicación (1972) E. H. Gombrich se lamenta por la ausencia de una tradición de estudio de las complejas convenciones iconográficas de la historieta, lo hace, a la par, de la ausencia de una atención primera hacia su forma, hacia los elementos que, de un modo objetivo, integran el medio y sostienen sus códigos. Si la ficción constituye un discurso representativo que evoca un universo de experiencia, entonces sus mecanismos íntimos se organizan en torno a la actorialización, la espacialización y la temporalización, y en su centro aparece la veladura que muestra un universo coherente y, por consiguiente, capaz de cobijar el misterio. Pero para sostener ese misterio, se necesitan en primer lugar una serie de mecanismos formales, en segundo lugar una agrupación de técnicas narrativas y en tercer lugar los procedimientos relacionados con el modo de mostrar, es decir, aquellos que estudia la iconografía.
Siguiendo la recomendación de Gombrich, convendrá estimar en primer lugar los elementos formales que constituyen la historieta para iniciar un viaje al principio del cual cabe situar la idea de morfología, que, según Goethe, posee la propensión de constituir una ciencia particular y que, en su afán por la disección de las partes, constituye el punto de partida de las tentativas formalistas. Es un formalista, Boris Eikhenbaum, quien señala de un modo más sintético la necesidad de delimitar la noción de forma para poder definir el objeto analizado: «Con la evolución de la técnica y la concienciación de las múltiples posibilidades del montaje, se estableció la distinción —necesaria y específica de cada arte— entre material y construcción. En pocas palabras, surgió el problema de la forma».2 La forma es el motivo de investigación que resurge con mayor insistencia a lo largo del conjunto de los trabajos formalistas, desde Yury Tynianov hasta Adrian Piotrovski o Víctor Sklovski.
El punto de partida que toma Sklovski cuando decide evaluar la noción misma de forma es la definición que Kant ofrece de la música como forma pura, «constituida por una serie de sonidos diversos por intensidad y por timbre, es decir, de sonidos altos y bajos que se suceden alternadamente. Estos sonidos están reunidos en grupos, y entre cada uno de esos grupos se establece una determinada relación. En la obra musical no hay nada más» (Sklovski, 1971: 28). Conforme a esta referencia, Sklovski decide comparar literatura y cine, del mismo modo que un siglo y medio antes y en otros términos Lessing había comparado poesía y pintura. La singularidad de la propuesta de Sklovski es que, bajo su punto de vista, la especificidad de cada forma de expresión no estriba tanto en elementos estructurales como materiales, cuestión en la cual coincide con muchos literatos, como por ejemplo Victor Hugo, para quien lo difícil no es dominar el arte de la rima, sino «rellenar de poesía la distancia entre las rimas», es decir, dominar el material específico de la forma expresiva.3
Pero ante la imagen, la secuencia de imágenes y la secuencia cinematográfica, Sklovski se encuentra con un problema fundamental: por lo general, la expresión precede al signo. Esta circunstancia, que se acusa todavía más en el caso del cine a causa del vínculo ontológico que este guarda con la realidad, constituyó un escollo productivo para la teoría formalista, ya que animó a teóricos como Tynianov a investigar el salto que media entre el material y la sintaxis. Para comprender el salto entre el material y los mecanismos de la expresión, acuñó las nociones de construcción y principio constructivo, y afirmó que aquello que caracteriza a cualquier representación es la desvinculación del objeto representado de su base de reproducción material en la realidad: «En una narración, Chejov muestra a un niño que dibuja un gran tipo y una casita. Tal vez es así cómo procede el arte: la dimensión es desvinculada de su base de reproducción material para transformarse en uno de los signos semánticos del arte».4 El interrogante que surge de inmediato tras esa afirmación es cómo se produce la ruptura en cada medio y, por lo que respecta al presente estudio, en aquellos que parten de la secuencia como modelo de configuración.
La historieta, como la pintura y a diferencia del cine, no reproduce la realidad mediante un artificio técnico. Tiende, en consecuencia, hacia una codicidad más fuerte, que Gombrich, tomando como referencia la búsqueda formalista de la especificidad de cada medio, ha intentado delimitar en Expresión y comunicación (1962: 57): «La expresión de la emoción se produce mediante síntomas (tales como el rubor o la risa) que son naturales y no aprendidos; la comunicación de la información, mediante signos o códigos (tales como el lenguaje o la escritura) que se basan en convenciones […] Nuestra habla hace uso de símbolos convencionales que han de aprenderse, pero el tono de voz y la velocidad de pronunciación sirven como salida para algunos síntomas de emoción que pueden ser captados incluso por niños pequeños o animales […] Si queremos mirar el arte desde el punto de vista de la comunicación y la expresión, debemos empezar, pues, por colocarlo en algún punto entre esos extremos. Los símbolos y emblemas tradicionales que hallamos en la pintura religiosa pertenecerían a uno de los aspectos; los síntomas de emoción que creemos detectar en las pinceladas del pintor, al otro aspecto».
Tynianov y Sklovski coinciden en señalar que el material que sustenta la secuencia cinematográfica es el movimiento-acción, una definición que prefigura la noción de imagen-movimiento merced a la cual el filósofo Gilles Deleuze (1984, 1987) trabara un complejo sistema de aproximación filosófica a la secuencia de imágenes eligiendo el tiempo como núcleo central de toda su meditación. El movimiento-acción constituye, pues, el material sobre el que se establece la forma, y esta genera su propio contenido. Los caracteres ideológicos o simbólicos, no excluidos del formalismo, son puros fenómenos de la forma. De acuerdo con teóricos neoformalistas como David Bordwell y Kristin Thompson, este modo de concebir la forma expresiva se encuadra en el marco histórico de las aportaciones de Eisenstein, Kulechov, Dziga Vertov y la vanguardia soviética, y definen el criterio general que rige su metodología teórica como un punto de vista que no se basa en la estética sino en la técnica (techné-centered), en los materiales básicos de la labor artesanal, «the basic materials of the artisan’s craft» (Bordwell y Thompson, 1993: 112).
1.1. El modo de imitación
Conforme a la perspectiva basada en la técnica, la historieta se caracteriza por emplear materiales muy semejantes a los del dibujo y la ilustración, por situarse en un estado intermedio de codificación como el que postula Gombrich para la pintura. La sintaxis de sus recursos expresivos se organiza, además, en función del criterio del movimiento y la acción. No obstante, en un nivel de profundidad mayor aparece sustentada por la configuración visual secuencial, cuyos condicionamientos no admiten ser abordados desde una perspectiva exclusivamente centrada en la forma, aunque sí en la técnica, si se concibe esta noción de un modo amplio. En cualquier caso, los diferentes rasgos formales del dibujo y la pintura se reiteran en la historieta conforme a un principio constructivo elemental y discernible, si bien se hace necesario integrar la aproximación formal a la historieta en un doble marco: el que ofrece su propio modo de imitación, basado en la articulación de imágenes discontinuas, y la configuración de normas históricas para paliar la discontinuidad.
Para definir este concepto, resulta indispensable retrotraerse hasta las fuentes platónicas. Por imitativa, Platón entiende la poesía que depende de leyes propias de verosimilitud y no de verdad, y marca un rechazo hacia todo punto de partida imitativo. Al distinguir tres grados de imitación —en primer lugar, la esencia del objeto; en segundo lugar, la realización material del objeto, y en tercer lugar, la imitación de la realización material, que es responsabilidad del artista y se resuelve en pura apariencia—, Platón subraya sobre todo que crear una imagen es seleccionar algunos rasgos de la realidad y no realizar un duplicado. En la historieta, esa cuestión acrisola un valor más importante, si cabe, que en la pintura, ya que es necesario que esa selección llegue al máximo posible, para que «la acumulación de trazos» no estorbe a la narración. Por eso, y siguiendo a Aumont (1992: 107), resulta necesario distinguir entre la representación, la duplicación, la ilusión y el simulacro para alcanzar, finalmente, a aproximar el modo de imitación de la historieta.
La representación, en términos estrictos, es el proceso por el cual se instituye un representante que, en cierto contexto limitado, ocupará el lugar de lo que representa. Así, se puede entender que, una vez establecido ese pacto inicial, sea posible leer historietas experimentales como las de los grupos Bazzoka o OuBaPo, en las que un objeto puede asumir el papel protagonista. Asimismo, ese mecanismo intrínseco de la representación es el que sostiene historietas como The Long and Unlearned Life of Roland Gethers (1993), donde Shane Simmons teje todo un relato de más de siete mil viñetas a partir del diálogo entre dos pequeños puntos. Atendiendo a ciertos casos límite como el mencionado pero dentro del ámbito de la pintura, Nelson Goodman refuta en Los lenguajes del arte (1974) el carácter motivado de la representación, y sostiene que se trata de un fenómeno esencialmente arbitrario. Aparece, además, como un problema derivado de la denotación y, en última instancia, de la simbolización.
La ilusión, por otra parte, es el límite de duplicidad al que tiende la representación entendida en un sentido estricto como mímesis. Se trata de la cualidad que durante siglos se atribuyó a pintores como Zeuxis, pero por encima de cualquier otro a Apeles, el pintor de la corte de Alejandro Magno, elogiado por Plinio el Viejo y del cual no se ha conservado obra alguna. La era del cine y la fotografía ha permitido ordenar todas esas cuestiones en torno a otra noción: la analogía, que inviste a la imagen del valor duplicado del espejo y de la cualidad de mapa, ya que la imitación de la naturaleza pasa por esquemas mentales múltiples. A diferencia de los autores más antiguos —Wölfflin, Riegl, Berenson— y enfrentado a problemas nuevos, Gombrich ha evaluado una cuestión que ostenta una estrecha relación con las anteriores y que posee una importancia determinante para la historieta: la cualidad sustitutivo-material de la imagen.
Así, en «Meditaciones sobre un caballo de juguete o Las raíces de la forma artística» (1998), Gombrich parte de la reflexión acerca de un caballito de madera para desarrollar un trayecto teórico que deja atrás tanto la noción que postula la imagen como una estrecha reproducción de la realidad como la contraria, en la que el artista es señor de todas las cosas y no adeuda nada a la realidad. El caballo de juguete, una tosca cabeza labrada en la punta de un palo de escoba, no reproduce la forma externa de un caballo, tal como requeriría la definición que los diccionarios ofrecen de imagen y de representación. El niño que juega con ese objeto y lo denomina caballo es consciente de que no reproduce con fidelidad al animal, y por supuesto no lo contempla dentro de la clase de los caballos. «El palo no es un signo que signifique el concepto caballo, ni es el retrato de un caballo individualizado. Por su capacidad para servir como sustitutivo, el palo se convierte en caballo por derecho propio» (Gombrich, 1998: 2). André Malraux (1947) se ha referido de un modo similar a las representaciones religiosas, donde el fenómeno es más obvio, ya que el artista medieval era consciente de que el crucifijo no era Jesucristo ni un muerto, cuando formaba parte de una tumba, sino que lo representaba con un grado de sustitución igual al que comenta Gombrich.
A causa de su inherente condición narrativa y su disposición secuencial, la tensión entre representación y sustitución en la historieta difiere de la que caracteriza a la imagen única. Su valor se desplaza, de modo natural, hacia la mostración. Por consiguiente, apenas existan unos trazos, manchas o volúmenes reconocibles, aunque su figuración no sea muy acusada, el lector tendrá la sensación de asistir a una escenificación dinámica, como en el ejemplo mencionado de Shane Simmons. Pero las viñetas no solo registran una natural tendencia hacia la diegetización, sino también hacia la pura ilusión transparente. Tanto es así, que resulta muy difícil subrayar o hacer conscientes ciertas convenciones, como la de los globos o filacterias, que, a primera vista, pueden parecer muy artificiosas. En una historieta dibujada por Greg y titulada «Pour faire une bonne bande dessinée, que faut-il?», el célebre y orondo personaje cómico Aquiles Talón requiere la ayuda de un accesorista, versado en las filacterias, para que corrija la suya.5 El atrecista se acerca con una escalera de mano, descuelga el bocadillo de Talón y lo recorta de tal manera que mantenga las proporciones y se acomode al estilo visual del relato.
Componer los globos como piezas sólidas en el estudio parece ser, como señala de un modo cómico Gennaux en L’homme aux phylactères (1987), el secreto para cocinar una buena historieta. Este juego expresivo, que Thierry Groensteen (1990) ha denominado «travestismo del código», subraya los propios rasgos de la historieta a partir de la reproducción, distanciada y humorística, de un mecanismo teatral o cinematográfico. Gracias a él, Greg expone una característica de gran relevancia en la historieta: la suspensión de la incredulidad adquiere en ella un régimen particularmente severo de absorción del lector. Aunque la selección de rasgos a la que se refiere Platón sea extremadamente depurada, la ilusión y la duplicidad se sobreponen a cualquier otra percepción. Así, en la plancha del 14 de julio de 1940 de Bringing Up Father, del dibujante George McManus, el divertido padre de familia que la protagoniza y le da título pasea por la casa, aburrido y con insomnio. Y, antes de volver a la cama, concluye mirando al lector: «He telefoneado a McManus, pero todavía no se ha despertado! Así que no sé qué hacer…».
También uno de los padres de la historieta europea, Alain Saint-Ogan, el maestro de Hergé en cuestiones de estilo gráfico, emplea esta permeabilidad entre la ficción y la realidad. En una de sus planchas de 1928 se presentaba a sí mismo como personaje, diciéndole al protagonista de la tira, Puce: «Monsieur Puce… C’est moi qui raconte vos aventures dans Dimanche Illustré. J’espère que vous voudrez bien me donner quelques détails inédits». Esta idea de que el mundo posible de la historieta se extiend...