Valencianos en revolución
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Valencianos en revolución

1808-1821

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Valencianos en revolución

1808-1821

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El año 1808 fue el acontecimiento que precipitó el derrumbe del Antiguo Régimen español. El proceso incluyó el levantamiento de las clases populares urbanas y campesinas, en una explosión antifeudal y en contra el ejército de ocupación francés. Fue también una guerra que transformó el viejo ejército borbónico en los orígenes de un ejército nacional, que elevó a bandoleros, estudiantes, campesinos o curas a héroes populares. Finalmente, el levantamiento y la guerra dieron lugar a una revolución liberal-burguesa, que se plasmó especialmente en el liberalismo ideológico y político simbolizado por la Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Más allá del modelo ideologizado de la «guerra de la independencia», esta obra reúne contribuciones historiográficamente renovadoras de un complejo proceso donde los protagonistas valencianos tuvieron un papel no siempre reconocido.

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Información

Edición
1
Categoría
Historia
LAS JUNTAS PROVINCIALES Y LA ARTICULACIÓN NACIONAL DURANTE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA (1808-1809)
Josep Ramon Segarra Estarelles
Universitat de València
¿POR QUÉ SON IMPORTANTES LAS JUNTAS PROVINCIALES?
En la historiografía sobre la Guerra de la Independencia las juntas provinciales han arrastrado cierta invisibilidad. Se podrían aducir diversas razones que ayudarían a comprender esta aparente mediocridad y que son rigurosamente contemporáneas a los acontecimientos. Por un lado, las juntas fueron unas instituciones improvisadas en la primavera de 1808 en un momento de vacío de poder, en cierto modo nacidas por accidente y, además, en general tuvieron una trayectoria conflictiva y discontinua. Por otro lado, desde una perspectiva liberal, a partir de 1811 la actuación de estas corporaciones quedaba oculta detrás del protagonismo de las Cortes y del debate político que tuvo lugar en su seno. Más allá del valor patriótico otorgado a la presunta espontaneidad de los primeros momentos del alzamiento, las juntas podían ser vistas, en el mejor de los casos, como unas dignas predecesoras de las Cortes o, en el peor, como obstáculos «provincianos» al avance de las grandes ideas de emancipación y libertad.1
En cierto modo, la historiografía no ha escapado del todo a la lógica de estas visiones. Más allá de trabajos muy meritorios de carácter erudito, las juntas no han sido objeto preferente de los historiadores.2 En las obras de carácter general sobre la crisis de la monarquía, la referencia a las juntas provinciales ha sido habitualmente un elemento clave para evidenciar las características del alzamiento patriota de mayo de 1808 y, como mucho, para explicar la articulación de la Junta Central en septiembre de ese mismo año. Pero, a partir de este punto, el protagonismo se desplaza a los debates políticos en el seno de la Central y, después, a los debates parlamentarios en las Cortes de Cádiz, y el resto se confunde en un ruido de fondo, unas «agitaciones de las provincias» más bien incoherentes sin valor político propio.
En este sentido, ha sido enormemente influyente el paradigma interpretativo que deriva de la obra clásica de Miguel Artola, una obra fundamental en la medida que puso de manifiesto la trascendencia del liberalismo en la articulación del proyecto de nación española. Pero, probablemente por eso, es una obra que tiende a ver en el liberalismo la manifestación del descubrimiento de una nueva sociedad (y de una nueva época) y en el patriotismo liberal la realización del «viejo sueño» de una nación, la española, que parece explicarse a sí misma. En el análisis que deriva de este paradigma se acaba confiriendo todo el peso de la argumentación al resultado final del proceso: si de las Cortes de Cádiz se siguió un proyecto de nación soberana concebido en términos unitarios, entonces el «momento provincial» de 1808 a 1811 puede ser acotado y minimizado. Así, por ejemplo, el debate sobre un presunto «federalismo» en la actuación de las juntas provinciales o el tipo de reivindicaciones –nacionales y regionales a la vez– de algunos diputados son descartadas como «históricamente» incoherentes e irrelevantes.3 En la medida que serían planteamientos lógicamente incompatibles entre sí, se excluye aquel que no coincide con el resultado final del proceso. No se trata de discutir aquí un punto que parece claro: la concepción unitaria de nación era, en efecto, característica del primer liberalismo español. De lo que se trata más bien es de señalar que una perspectiva historiográfica que asume de manera acrítica esa nación liberal como eje teleológico del análisis renuncia a dotar de significado fenómenos –aparentemente–contradictorios. Como es sabido, la obra de Miguel Artola respondía en los años cincuenta del siglo XX, a una historiografía reaccionaria que, precisamente, encontraba en las regiones un fondo de tradiciones extrañas al liberalismo (pero no a cierta idea nacionalcatólica de España o de las Españas), pero eso no quita que la perspectiva «liberal» que asumía este historiador arrastrase importantes adherencias de un relato nacional con raíces en el mismo patriotismo decimonónico.4
Respecto a esta visión, la historia social desarrollada a partir de los años setenta supuso una renovación importante, en la medida que centró el análisis en los conflictos sociales haciendo especial énfasis en las luchas «antifeudales» y la relevancia de los intereses materiales que, en cierto modo, el lenguaje patriótico estaría encubriendo. A este respecto, la obra, todavía imprescindible, de Manuel Ardit resulta ejemplar por la lectura social de la revolución y por su capacidad para perturbar el relato clásico elaborado por los propios liberales decimonónicos.5 Una de las aportaciones más enriquecedoras de la historia social de la Guerra de la Independencia ha sido, en nuestra opinión, poner de manifiesto la discrepancia entre el proyecto nacional de la elite política y el patriotismo popular de orientación local y limitado territorialmente. Esta apreciación fue planteada por Pierre Vilar en un artículo extraordinariamente sugerente por su matizado análisis del vocabulario patriótico y por las cuestiones que dejaba abiertas.6 En efecto, tomar en consideración la diversidad de patriotismos de 1808, y en cualquier otro momento histórico, es cada vez más un requisito para el análisis de los procesos de nacionalización, como ya han planteado numerosos estudios internacionales.7 Sin embargo, en nuestro ámbito historiográfico la historia social no se ha caracterizado precisamente por explorar esta línea de investigación. Al desplazar el foco del análisis a la «realidad» social y al juego de los intereses, se ha tendido a perder de vista la importancia de los discursos políticos y patrióticos y, especialmente, el discurso de nación española.
Ahora bien, a pesar de lo que pueda parecer, dejar de lado el análisis de la retórica patriótica en el estudio de la Guerra de la Independencia o de otros fenómenos contemporáneos no es garantía de que el trabajo del historiador quede al margen de las implicaciones nacionales o identitarias. Sin ir más lejos, como ha dicho Ferran Archilés, la obra más importante de Pierre Vilar, Cataluña dentro de la España moderna, no dejaba de abordar la construcción de la identidad (nacional) catalana y, con ello, implícita o explícitamente, avalaba una determinada lectura (pesimista) sobre la articulación de la identidad (nacional) española.8 No en balde, muchas de las aportaciones de la historia social han podido servir de fundamento para estudios sobre la construcción de la identidad nacional española durante el siglo XIX que tienden a ignorar la importancia del discurso liberal de nación, reduciéndolo a la ilusión ingenua de unas «élites modernizadoras» aisladas del pueblo.9 Esta lectura no solo ignora la historia misma del principal discurso de nación en la España del siglo XIX sino que, además, ve en el protagonismo popular la manifestación de prejuicios religiosos y «localistas».
Parece claro que deshacerse de las implicaciones nacionalistas cuando se trata de historiar el acontecimiento al cual nos referimos no es fácil y, claro está, no es una cuestión que dependa del objeto de estudio sino del marco metanarrativo que sirve al relato de los historiadores. Pero si nos planteamos seriamente la responsabilidad intelectual del trabajo del historiador no deberíamos desentendernos del problema, y la cuestión de fondo es la centralidad del discurso de nación en los paradigmas que empleamos en nuestra disciplina. En nuestra opinión, si estudiamos el proceso político que se abre en 1808 no podemos ignorar el discurso liberal de nación española (que se comenzó a articular entonces) sin mutilar un contexto histórico extraordinariamente complejo. Como ha planteado Ferran Archilés, el reto consiste más bien en descentrar el discurso de nación no en ignorarlo.10
El punto de partida imprescindible es no desentenderse del discurso de nación pero tampoco considerarlo como un conjunto de conceptos o ideas autosuficientes, entre otras razones porque ningún discurso es significativo en sí mismo al margen de cierto contexto comunicativo. A nuestro modo de ver, el análisis histórico no consiste en salvar el vacío entre «discurso» y «realidad», sino en analizar cómo los actores históricos configuran los mundos que heredan, habitan y conforman.11 Por lo que respecta a nuestro objeto de estudio, es importante considerar de qué tipo de fenómeno hablamos. En nuestra opinión, la característica más general de la coyuntura de 1808-1812 y que manifiestan las fuentes de manera reiterada es la extrema contingencia de aquel momento histórico en cual se improvisaron y se activaron distintos discursos de legitimación (entre otros el de nación soberana). Asimismo, habría que subrayar que esta contingencia radical se expresó en un miedo a la desintegración de la monarquía, a la disolución de la patria, por decirlo así, se manifestó en un vértigo territorial.
En este sentido, centrar nuestro análisis en el estudio de las juntas provinciales para comprender como se articuló el proyecto liberal de nación española supone abordar el discurso de nación como un discurso estratégico. Las juntas eran, desde el principio, parte de un proceso saturado de patriotismo español y, al mismo tiempo, actuaron como catalizadoras de otros patriotismos territoriales o locales que no eran contradictorios con la lealtad al marco político español definido por la monarquía. Además, las juntas se convirtieron, también desde el principio, en uno de los problemas básicos que determinadas versiones del patriotismo nacional trataban de resolver a medida que se desarrollaba la crisis. Para tratar de entender este proceso, lleno de ambivalencias, tenemos que partir de una idea clave: la nación liberal no estaba predefinida (ni por un «viejo sueño» ancestral, ni por los intereses de la burguesía) sino que se fue definiendo a lo largo de la crisis como un recurso para dar respuesta a los desafíos que fueron surgiendo. Por eso, el discurso de nación durante la Guerra de la Independencia no se puede analizar al margen de la complejidad del contexto territorial producido por la quiebra de la monarquía.
En el presente texto, sin embargo, no pretendemos agotar este tema, sino que nos centraremos, concretamente, en lo que podríamos llamar el «momento de las provincias» de la crisis de la monarquía en 1808 y 1809. Lo haremos analizando el papel de las juntas provinciales en la creación de la Junta Central, en 1808, y en el debate abierto en 1809 sobre la convocatoria de Cortes. Asimismo, prestaremos atención al proceso concreto mediante el cual de las «provincias» de 1808 fue emergiendo un ámbito nacional definido a escala española peninsular. Fundamentalmente nos ocuparemos de la peripecia de dos de las juntas más activas: la Junta de Sevilla y, especialmente, la Junta de Valencia, las cuales, como se verá, hicieron suya en aquella coyuntura la voz de las «provincias» y con ello crearon un campo de tensiones en el que lo que estaba en juego era la voz de la «nación».
«¿Y QUÉ DERECHO TIENE UNA PROVINCIA A ALZARSE CON LA SOBERANÍA?»
La presencia de poderes territoriales a través de las juntas provinciales a partir de 1808 constituyó una «federación» de hecho de la monarquía española. Una circunstancia que condicionó profundamente todo el proceso político, como mínimo, hasta la reunión de las Cortes. Es importante precisar, sin embargo, que como en cualquier revolución esta situación fue el efecto de una toma del poder gracias a circunstancias excepcionales y no el resultado de un programa de federación del Estado. José María Portillo ha señalado que en el establecimiento de las juntas, en rigor, no intervino una voluntad revolucionaria de asumir la soberanía en nombre de la nación sino que, más bien, la toma del poder se justificaba por el carácter ilegitimo de la deposición de Fernando VII. En opinión de este historiador, se trataba, más exactamente, de asumir la soberanía «en depósito» hasta que el monarca legítimo fuese restablecido en el trono. Se trata de una precisión necesaria para no perder de vista como concebían sus actos muchos de los protagonistas de aquellos acontecimientos. Expresiones como «revolución de las provincias» o «federalización» de la monarquía eran categorías post facto para designar acontecimientos que ya habían tenido lugar de manera abrupta y sin que interviniese una elección conscientemente revolucionaria por parte de la mayoría de los actores que las habían protagonizado.12
Teniendo en cuenta esta precisión, se entiende mejor la complejidad de la situación creada en la primavera y el verano de 1808. La naturaleza eminentemente local y regional de los alzamientos patrióticos generó espacios provinciales autónomos y propició la fragmentación del «depósito» de la soberanía o, mejor dicho, el «depósito» nació fracturado y el problema sería componer una soberanía unitaria a partir de un punto de partida como este. En una situación de vacío de poder como la de 1808, la visión tradicional de la monarquía como un agregado de cuerpos ofrecía un marco de comprensión difícil de obviar a la hora de dotar de significado al protagonismo de los «pueblos» en plural. El uso de un lenguaje corporativo no desentonaba demasiado en unas juntas en las que las autoridades tradicionales continuaban ocupando los lugares preferentes.13 En un contexto como este no es extraño que el lenguaje de las juntas estuviese impregnado de un corporativismo provincial del que se pueden encontrar raíces doctrinales clásicas, probablemente en una cultura juridicoteológica escolástica.14 Ahora bien, eso no nos debería de llevar a perder de vista que en el lenguaje corporativo del alzamiento del 1808 se mezclaba una voluntad reformista y que todo ello era una respuesta a problemas relativamente nuevos, en concreto a la situación creada por el patrimonialismo dinástico que identificó al régimen de Godoy y, por cierto, también al de José Bonaparte; como ha señalado Jesús Millán, regímenes «modernizantes» y sin embargo caracterizados por una nítida segregación de la sociedad respec...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  4. LAS JUNTAS PROVINCIALES Y LA ARTICULACIÓN NACIONAL DURANTE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA (1808-1809)
  5. EL REGLAMENTO DE LA JUNTA CONGRESO DE VALENCIA
  6. LA PRESENCIA VALENCIANA EN LAS CORTES DE CÁDIZ: NUEVAS APORTACIONES Y VIEJAS AUSENCIAS
  7. EL PRIMER AYUNTAMIENTO CONSTITUCIONAL DE VALENCIA
  8. LA PRIMERA EXPERIENCIA CONSTITUCIONAL EN CASTELLÓ
  9. TIEMPOS DE GUERRA Y CONSTITUCIÓN EN LA UNIVERSIDAD DE VALENCIA (1808-1814)
  10. LOS DIPUTADOS VALENCIANOS EN EL DEBATE SOBRE LA INQUISICIÓN EN LAS CORTES DE CÁDIZ
  11. VALENCIANOS CONTRA CÁDIZ
  12. VICENTE SANCHO Y LA REPRESENTACIÓN AMERICANA EN LAS CORTES DEL TRIENIO