1. Bienvenidos a Distopiland
Arranquemos con cifras. The Guardian informó el 17 de septiembre de 2019 de que Los testamentos (Atwood, 2019) había vendido en cinco días más de cien mil copias en Estados Unidos. Traducida a cincuenta y cuatro idiomas, la trilogía Los juegos del hambre (Collins, 2008) lleva vendidos más de cien millones de ejemplares, sin contar los de la precuela, Balada de pájaros cantores y serpientes (Collins, 2020). La versión cinematográfica del primer volumen de la saga recaudó la nada despreciable cantidad de setecientos millones de dólares. Cuantías similares engalanan las novelas Divergente (Roth, 2011) y, algo por debajo, El corredor del laberinto (Dashner, 2009). Tras la llegada a la presidencia de Donald Trump, 1984 (Orwell, 1949) batió récord de ventas.1 La tónica se reproduce dentro del ámbito televisivo. La serie El cuento de la criada ganó ocho galardones de los premios Emmy en 2017, edición en la que Westworld contaba con hasta veintidós nominaciones, mientras que Black Mirror lideró el rating de audiencia de las plataformas de streaming durante seis semanas de 2018. Al año siguiente, Years and years arrasó en todo el mundo.
Los marcadores ilustran que a lo largo del siglo xxi la distopía ha dejado de ser una rama de la ciencia ficción atiborrada de títulos minoritarios y agraciada con éxitos dispersos. Se ha convertido en una moda de masas altamente rentable que suministra a los fans multitud de bestsellers, blockbusters y merchandising. Entre los consumidores más recalcitrantes de la marca distopía destacan, con permiso de los boomers de clase media, los millennials, lanzados a la adquisición fogosa de mañanas fallidos, duplicados al infinito a raíz del pelotazo comercial de Los juegos del hambre. No hay duda, visto lo visto, de que vivimos rodeados de distopías «que enganchan como un opiáceo de Purdue Pharma Inc. o una cuenta de Facebook».2 Entretanto, la utopía aparece como un artículo prehistórico y soporífero, procedente de eras remotas. Sin que nadie lo lamente, se disipa.
La adicción del gran público a las historias distópicas apenas alumbra la superficie de la distopofilia que nos embarga. A poco que hurguemos, descubriremos algo que se antoja menos efímero que la moda en curso: la distopización de la cultura contemporánea. Arrastrados por las cadencias prevalentes, percibimos e interpretamos la realidad distópicamente, persuadidos de sufrir manipulaciones recónditas y de morar en las entrañas de un declive civilizatorio continuo. Siendo esto así, se entiende que en 2019 Emmanuelle Macron ordenara al Ministerio de los Ejércitos alistar a escritores de ciencia ficción con el objeto de adelantarse a la aparición de entornos disruptivos. En vez de contratar a esa valiosa gente para discurrir futuros deseables y tácticas para realizarlos, Macron prefirió, extenuado por la ansiedad anticipatoria, prepararse ante males hipotéticos. Actuó igual que los miembros de las élites que destinan sumas multimillonarias a la construcción de refugios privados donde guarecerse cuando las calamidades estallen. E igual, esa es otra, que la sociedad in toto: a expensas del miedo, disparador distópico por antonomasia.3
Desagradable y necesario, el miedo es el «constituyente básico de la subjetividad actual»4 y «el más siniestro de los múltiples demonios que anidan en las sociedades abiertas de nuestra época».5 El cambio climático, el auge de la extrema derecha, el agotamiento de los recursos, el aumento de la desigualdad, el terrorismo islamista, el poder de las corporaciones y la precarización laboral lo han aupado a la categoría de turbación omnipresente e indisoluble, cualidades que transfiere a las sensaciones de inseguridad y vulnerabilidad que lo escoltan. Claro está, o debería estarlo, que el quid de la cuestión no radica en el miedo en sí mismo, una emoción humana normal. Radica en la ubicuidad suprema que ha adquirido, recíproca a su desmedida instrumentalización política. Si el miedo siempre sirvió a las órdenes de las ingenierías de control, hoy ese papel se redobla apelando a los más heterogéneos peligros. Entre los miedos que se publicitan hay unos cuantos que responden a amenazas objetivas. El resto son ideológicos e inducidos. Unos sienten miedo ante la destrucción del planeta, otros ante la llegada de inmigrantes, la pérdida del empleo, la degeneración de las costumbres, los alimentos transgénicos, el avance del feminismo, los gobiernos retrógrados o la ocupación de viviendas. El día a día revolotea alrededor del miedo.
Los atentados a las Torres Gemelas en 2001 y la bancarrota financiera de 2008 amplificaron la incidencia social y los usos políticos del miedo. El pavor despertado por el futuro desde hacía bastantes décadas se ensanchó con desmesura. La deriva milenarista y fin de siècle exhibida a las puertas del 2000 fue el anticipo de lo que iba a llegar: una época de desencanto y malestar en la que el futuro pierde su aureola y degenera en un territorio hostil, poblado con las peores pesadillas y presagios, atravesado por el sentir de que nuestras fechorías, vicios y egoísmos van a ser castigados.6 Dos décadas más tarde, testamos un ambiente todavía más desilusionado, subyugado por la «fascinación por el apocalipsis» y por la impresión de vivir tiempos de prórroga, ubicados después del después, en la antesala de la condena terminal, del mañana donde el orbe colapsará de sopetón.7 Nótese, cabría puntualizar, cómo las alocuciones integristas de la fijación apocalíptica en curso difieren de la tradicional. Los apocalipsis antiguos incluían la expectativa mesiánica de que tras el correctivo impartido por la Gran Hecatombe surgiría la regeneración en un universo purificado de las maldades pretéritas. Esperanza y miedo se sustentaban recíprocamente. En cambio, el apocalipsis presente carece de gratificación posterior al castigo. Pronuncia los versos del puro final. Sus murmullos suenan como quejidos infecundos en los bulevares de Distopiland.8
2. ¿Vivimos en una distopía a causa de la pandemia?
Cuando quisimos darnos cuenta, la covid-19 campaba a sus anchas. Las sensaciones de miedo, riesgo y vulnerabilidad crecieron sin más oposición que la de los optimistas patológicos que recomendaban mirar «el lado bueno» y pensar que saldríamos «mejores y más fuertes». En la acera de enfrente, los ecomasoquistas vociferaban: «¡Nosotros somos el auténtico virus!»; «¡merecemos la extinción por haber dañado a la Madre Naturaleza!». La palma se la llevaron los conspiracionistas, gentes a las que el coronavirus les parecía demasiado poco. Necesitadas de que el devenir obedezca a las intenciones de algo más retorcido y autoerigidas en las únicas que avistan la realidad verdadera, predicaron la existencia de un gran Otro todopoderoso camuflado tras las apariencias (el Nuevo Orden Mundial, el Estado profundo) que perpetra sibilinamente los acontecimientos (pandemia inclusive) de cara a optimizar el dominio de la población.9
Nadie discute que las medidas adoptadas con la intención de reducir el número de contagios y evitar el colapso sanitario sean duras y polémicas. Giorgio Agamben, Byung-Chul Han, Paul B. Preciado, Naomi Klein y otros pensadores temen que las élites aprovechen el crecimiento del miedo para aplicar la agenda biopolítica que, según ellos, tenían guardada a la espera del instante oportuno: convertir el estado de alarma y, por ende, la limitación drástica de las libertades en el paradigma habitual de gobierno. De ser correcto su presentimiento, terminaremos cautivos de un Leviatán distópico que liberará al capital del compromiso de respetar, aunque sea a nivel cosmético, los derechos individuales y sociales distintivos de las democracias. Contemplada así, la distopía no surgirá del coronavirus, sino de las ordenanzas gubernamentales que aseguran combatirlo en aras de la salud pública y la seguridad nacional, según refieren la película V de Vendetta (McTeigue, 2005) y la serie La valla (2020).10
Existe un parecer según el cual ya estamos viviendo una distopía a consecuencia de la pandemia. La búsqueda más rutinaria por la red proporciona centenares de columnas periodísticas que lo difunden con nula precisión, citando obras que no son distopías o distopías vacías de parentescos con nuestra condición. Creo que todos estaremos de acuerdo en que la crisis del coronavirus evoca, más que a la distopía estricta, a la panorámica captada por Contagio (Soderbergh, 2011) y Virus (Sung-su, 2013), películas apocalípticas de vocación realista y enmarcadas en el presente cuyas pandemias no tienen por resolución el fin del mundo. Las calles desiertas, los toques de queda, el uso obligatorio de mascarilla, los hospitales desbordados, los comunicados televisivos del presidente, la presencia del ejército en las ciudades y las estanterías vacías de los supermercados construyen semejantes ficciones.
Dicho esto, ¿existen vivencias vinculadas a la covid-19 que se parezcan a las localizadas en las historias distópicas? Sí, las referidas al confinamiento. Gran cantidad de distopías hablan de poblaciones confinadas, recluidas dentro de ciudades amuralladas o espacios cerrados. Desde Nosotros (Zamiatin, 1924) a La fuga de Logan (Anderson, 1976), pasando por Un mundo feliz (Huxley, 1932), THX 1138 (Lucas, 1971), El mundo interior (Silverberg, 1971), Globalia (Rufin, 2004), Æon flux (Kusama, 2005), Delirium (Oliver, 2001) y Snowpiercer (Joon-ho, 2013) el motivo del confinamiento grupal se repite. No obstante, el encierro de 2020 fue distinto. Tuvo por sede los domicilios y acarreó el distanciamiento mutuo, detalles que lo hermanan, comprobaremos que solo hasta cierto punto, con las «distopías del yo enclaustrado», referidas a individuos del mañana similares a los hikikomoris, es decir, separados físicamente unos de otros, enjaulados las veinticuatro horas del día en habitáculos particulares, automatizados y autosuficien...