Enfermar y curar
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Enfermar y curar

Historias cotidianas de cuerpos e identidades femeninas en la Nueva España

  1. 214 páginas
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Enfermar y curar

Historias cotidianas de cuerpos e identidades femeninas en la Nueva España

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Información del libro

Mediante una serie de historias de vida que se introducen en los rincones más íntimos y secretos de la vida cotidiana femenina, el lector se adentrará en un universo de relaciones entre mujeres y curanderas, sujetos que tuvieron que construirse como personas a partir de la negociación constante entre los estereotipos femeninos de la cultura católica barroca y las experiencias personales que no siempre coincidieron con aquellas creencias preconcebidas. Amor y desamor, enfermedad y curación, maternidad y deseo son los hilos conductores que cruzan los relatos de este libro. En sus páginas, la historia de las emociones, el cuerpo y el individuo moderno muestran la complejidad y la diversidad de la construcción y experiencia de la femineidad en un reino americano, mestizo y barroco como fue la Nueva España.

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Información

Edición
1
Categoría
Historia
SEGUNDA PARTE
EL CUERPO EN EL CENTRO: LA IDENTIDAD Y LA INTIMIDAD FEMENINAS EN LA COTIDIANIDAD DE LA NUEVA ESPAÑA
I. EL CUERPO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA PERSONA EN LA CULTURA DEL BARROCO Y LA REFORMA CATÓLICA
EL CUERPO EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO
En el siglo II d. de C., en su tratado Sobre la resurrección de los muertos, Tertuliano escribía la siguiente reflexión: «Es en la carne, con la carne, por la carne, como el alma medita todo lo que medita en su corazón».1 Con estas palabras, el padre de la Iglesia primitiva plasmaba la importancia que tenía el cuerpo para el pensamiento cristiano ya desde sus orígenes.2
En tiempos antiguos, el judaísmo había visto en el cuerpo humano el reflejo de la perfección de su creador.3 Más aún, en el pensamiento judío y más tarde, en el cristiano, el cuerpo se definió como el vehículo por excelencia para conseguir o perder la salvación del alma.4 En la búsqueda de una doctrina propia y distinta a las doctrinas de las corrientes filosóficas y religiones que le antecedieron o que coexistieron con ella, la patrística cristiana retomó las ideas judaicas y estoicas para explicar que el ser humano estaba constituido como una unidad inseparable entre el alma y el cuerpo y que aquello que afectaba a uno movía irremediablemente a la otra y viceversa.5
Es importante señalar que, si bien es cierto que el tema del cuerpo fue central para el pensamiento cristiano desde sus orígenes, también lo es que esta religión definió y se relacionó con lo corporal desde dos miradas prácticamente opuestas y contrarias: una que exaltaba la materia y otra que vilipendiaba la naturaleza de la carne y lo corporal.6
En su corriente positiva hacia el cuerpo, como ya se ha señalado, el pensamiento cristiano insistió en que este era el vehículo indispensable para acceder a la salvación y la felicidad eterna. Además, el tema de la Encarnación de Cristo, la manera en que Jesús se había preocupado por sanar a los enfermos y curar los dolores y padecimientos corporales de los pobres y menesterosos, así como la pureza y unicidad milagrosa del cuerpo mariano y la importancia de la resurrección de los cuerpos en la historia de salvación, fueron, entre otros, asuntos centrales en la alabanza cristiana hacia la dimensión corporal.7
Por otro lado, la mirada cristiana negativa hacia el cuerpo también insistió en diversos asuntos para demostrar que este constituía una realidad peligrosa, amenazante, impura y difícil de controlar.8 Bajo la óptica cristiana que degradaba al cuerpo, este era fuente de todo pecado y de todo mal, por lo que era absolutamente necesario aprender a regularlo y reprimirlo mediante la práctica de la moderación y la templanza.9
Ahora bien, en la vida diaria de los cristianos, lo cierto es que el cuerpo no era ni todo gloria y pureza ni todo mal y pecado. En realidad, en su cotidianidad, los seres humanos eran, ante todo, un cuerpo real, es decir, un cuerpo que había que alimentar, lavar, acicalar, mover, cuidar, curar, mirar, presentar a los otros y saciar en distinto tipo de deseos y necesidades.10 Un cuerpo, en fin, que constituía el eje del desarrollo del individuo y de la persona.11
Porque en el mundo cristiano, en cualquier sociedad cristiana, el ser humano solo puede hacerse persona al cobrar conciencia de quién es y al hacerse responsable de los actos que dependen de sí mismo. En ese sentido, para dicha civilización, la unidad entre el cuerpo y el alma guarda estrecha relación con la posesión de una autoconciencia individual y, más aún, con la posesión de una autoconciencia que permita usar, vivir y producir el cuerpo de una manera particular.12
CUERPO Y SUJETO EN LAS SOCIEDADES DE LA TEMPRANA EDAD MODERNA
Efectivamente, los seres humanos no somos pasivos frente a nuestra corporalidad. La autoobservación y la conciencia de uno mismo permiten actuar sobre nuestro cuerpo, vivirlo y presentarlo de una manera particular, dotándolo de significados y características específicas. La manera en que los seres humanos «producimos» nuestros cuerpos implica una negociación constante entre aquello que los otros dicen, piensan y ven en nuestros cuerpos y eso que nosotros mismos percibimos y experimentamos en ellos. De acuerdo con esto último, es posible afirmar que el cuerpo y las experiencias corporales personales forman parte central del proceso de construcción del yo y de la identidad individual de cualquier sujeto.13
En ese sentido, es interesante recordar cómo en las sociedades medievales, el término que se utilizaba para referirse a la apariencia física de las personas era vultus, palabra que deriva de volo y que significa ‘yo quiero’.14 Y es que en la cultura medieval, los sujetos sabían que la apariencia física era producto tanto de la voluntad personal como del deseo de uno mismo, más allá de que dichos deseos podían o no coincidir con aquello que los otros veían en los cuerpos de los demás.15 Es decir, que en la Edad Media el tema de la identidad individual no podía abordarse sin tomar en cuenta el fenómeno de la identidad corporal.16 Lo mismo sucedería, con más razón y como se verá más adelante, en las sociedades barrocas y contrarreformistas de los siglos XVI y XVII.
Pero antes de retomar aquella historia, la central para esta investigación, vale la pena un paréntesis más. Como se ha señalado ya, la construcción de la identidad individual siempre se lleva a cabo en dos dimensiones. Por un lado, a partir de la idea de que las personas se hacen sobre ellas mismas y sobre lo que son, y por otro, mediante aquellas características que los demás atribuyen a un sujeto particular. Es decir, la identidad individual siempre tiene un aspecto personal y otro social.17
El aspecto personal de la identidad se vincula con aquello que cada sujeto percibe y cree de lo que es él mismo y con eso que la persona cree que la hace ser única, irrepetible y singular; por su parte, el aspecto social de la identidad se define a partir de las características que los demás atribuyen a un individuo y ven en él.18 Esta dimensión social de la identidad se vive en la cotidianidad, en las diferentes interacciones, negociaciones y experiencias que una persona tiene al relacionarse con los otros. Pero además es esta dimensión social de la identidad la que coloca a los sujetos en diferentes sitios de la estructura social en la que viven.
Es decir, de acuerdo con lo anterior, es posible afirmar que la persona se hace persona a partir de las relaciones sociales que esta establece con los otros y a partir del lugar que estas relaciones otorgan al sujeto en su comunidad.19 Evidentemente, la identidad individual es, por lo tanto, siempre dinámica y cambiante.20
Regresando al argumento central de este apartado, para toda persona, el cuerpo, la experiencia corporal, la imagen de uno mismo, constituyen elementos centrales no solo en la construcción de la autoconcepción de una persona, sino también en la forma como los otros nos miran en la vida cotidiana. En ese sentido, se puede decir que «el cuerpo vivido» es el eje en el proceso de construcción de la subjetividad.21
En el caso de la cultura barroca, la relación entre la construcción de la persona o la identidad individual y la experiencia corporal fue intensa y central. A partir del siglo XVI, muchos teólogos, médicos, filósofos y artistas comenzaron a enfatizar la relación entre el yo y lo encarnado.22 El interés por diferenciar «el interior» del cuerpo del «exterior» de este se convirtió en una obsesión originada, en gran medida, a partir de la relación que el cristianismo había planteado entre el cuerpo y el alma.
El ser humano era cuerpo y carne que había que observar para comprender la naturaleza espiritual de cada persona.23 En medio del caos, la incertidumbre y la confusión que planteaba el mundo externo del siglo XVII, el sujeto también reconocía dentro de él mismo tensiones y conflictos personales propios de deseos, pasiones e instintos que había que controlar en aras de alcanzar la salvación del alma.24 De ahí la necesidad de autoobservarse para autoconocerse y poder actuar en consecuencia en un mundo borroso y cambiante. En palabras de Gracián: «Quien comienza ignorándose, mal podrá conocer las demás cosas».25
La larga tradición cristiana que planteaba la peregrinación interior del alma en busca de Dios y de la salvación de uno mismo se materializaba en el reconocimiento de una corporalidad personal, de un cuerpo particular que dotaba al sujeto de características y singularidades propias y únicas.26
En el caso de las mujeres de aquella época, la relación entre la construcción del yo en la vida cotidiana y la posesión de un cuerpo se caracterizó por la tensión entre los estereotipos religiosos y médicos en torno a «lo femenino» –más específicamente, sobre el cuerpo femenino– y las experiencias reales que cada mujer vivía en su propia corporalidad. Es decir, las mujeres que vivieron en las sociedades barrocas de los siglos XVI y XVII se percibieron a sí mismas de acuerdo con las ideas que la cultura hegemónica difundía sobre lo que significaba ser mujer, pero también a partir de lo que ellas mismas sentían en su vida diaria al poseer y vivir dentro de cuerpos con características particulares y reales. La negociación constante entre lo que se decía de ellas y lo que estas vivían en carne propia fue central en la construcción de las identidades individuales femeninas de aquella época.
De esta manera, la construcción del yo en aquellas circunstancias habría oscilado, entonces, entre la libertad que tenían o no tenían las mujeres para vivir y mirar su cuerpo en la cotidianidad y aquello que dictaba un orden cultural cuya organización y significado descansaban en lo que se creía que provenía de la voluntad de Dios y de la concepción divina del mundo.
Como en otras sociedades barrocas del mundo hispánico-católico, en el caso específico de la Nueva España, las mujeres habrían vivido este proceso de construcción del yo a partir de la coexistencia de momentos de tensión y de conflicto entre los discursos «oficiales» sobre el cuerpo de las mujeres y la realidad cotidiana de dicho cuerpo, pero también, a partir de momentos de encuentro que habrían permitido establecer puntos de mediación entre los discursos culturales occidentales y hegemónicos y las prácticas reales, propias de mujeres indias, mestizas, negras, mulatas, criollas y españolas.27
Como en muchas otras, en las sociedades católicas y barrocas del siglo XVII, los sujetos no nacían con la capacidad de verse a sí mismos como personas; la posibilidad de comprenderse como individuos era algo que se aprendía y se desarrollaba en la vida cotidiana.28 En el caso de las mujeres de la Nueva España, estas habrían aprendido a verse como individuos y a vivirse como tales, influidas por muchas normas y estereotipos religiosos, médicos y morales occidentales promovidos por las autoridades masculinas, pero al mismo tiempo, confrontando activamente su realidad particular –femenina y mestiza– con dichos discursos.29
Resumiendo: las mujeres que vivieron en la Nueva España en el siglo XVII tuvieron que negociar, constantemente, entre su experiencia corporal cotidiana y la concepción judeocristiana y grecolatina que predominaba en la cultura contrarreformista difundida, particularmente, por médicos y especialistas de la salud en la época, pero sobre todo por las autoridades religiosas interesadas en vigilar y controlar el cuerpo de las feligreses.
Por otro lado, es verdad que las mujeres de estos territorios americanos habrían vivido su cuerpo no solo a partir de las nociones occidentales sobre la corporalidad femenina, sino también de acuerdo con diferentes tradiciones, ideas, nociones, prácticas, costumbres, hábitos y formas de estar procedentes tanto del mundo indígena como del mundo africano. La presencia de estos elementos culturales no occidentales, aunada a las ideas, creencias, prácticas, rutinas y hábitos propios de la mentalidad médica y católica europea habría dado origen a formas particulares de ser y de vivirse como mujer en este lado del orbe.30
EL CUERPO FEMENINO EN LA CULTURA CATÓLICA HISPÁNICA DEL SIGLO XVII
En...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Portada
  4. Página de derechos de autor
  5. ÍNDICE
  6. ALGUNAS ACLARACIONES ANTES DE INICIAR
  7. PRIMERA PARTE: LAS CURANDERAS EN LA NUEVA ESPAÑA: HISTORIAS BARROCAS DE IDENTIDAD FEMENINA
  8. SEGUNDA PARTE: EL CUERPO EN EL CENTRO: LA IDENTIDAD Y LA INTIMIDAD FEMENINAS EN LA COTIDIANIDAD DE LA NUEVA ESPAÑA
  9. PARA CONCLUIR
  10. DETRÁS DEL ESPEJO DE ISABEL HERNÁNDEZ
  11. BIBLIOGRAFÍA