El ejército de la paz
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El ejército de la paz

Los ingenieros de caminos en la instauración del liberalismo en España (1833-1868)

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El ejército de la paz

Los ingenieros de caminos en la instauración del liberalismo en España (1833-1868)

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El Cuerpo de Ingenieros de Caminos es una corporación clave para comprender la instauración del moderno Estado liberal en la España del siglo XIX. Su reimplantación y desarrollo a partir de 1833 estuvo unida de manera indisoluble al desarrollo del liberalismo, debido al papel central que los políticos liberales otorgaron al desarrollo de las obras públicas, que vivieron así su edad de oro. Esta obra analiza el proceso en el que los ingenieros de caminos fueron incrementando su número, actividad e influencia política durante las décadas centrales del siglo XIX. Décadas de profunda transformación política y territorial, en las que se asentó el Estado moderno, al tiempo que se completaban las redes de carreteras, ferrocarriles y puertos. Un esfuerzo inversor sin precedentes en España, que alteró los viejos equilibrios regionales y marcaría el futuro del país.

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Información

Edición
1
Categoría
Historia
LAS POLÍTICAS ESTATALES DE OBRAS PÚBLICAS
El desarrollo de la obra pública en las décadas centrales del siglo XIX fue el resultado final, de un lento cambio de mentalidad. El mérito de situar la expansión de las obras públicas como una parte primordial de las políticas estatales corresponde a las teorías ilustradas del siglo XVIII. Fue en la etapa ilustrada cuando se marcaron los objetivos fundamentales y, por tanto, se diseñaron los rasgos principales de las futuras políticas liberales de este ramo.
Sin embargo, las dificultades políticas y económicas de principios del siglo XIX hicieron que los planteamientos teóricos de los ensayistas no tuvieran más que una lenta y complicada aplicación. En el momento de la implantación del régimen liberal el anhelado desarrollo de los transportes era todavía una idea lejana que ya había adquirido un carácter de urgencia. Es a partir de la década de 1840 cuando, progresivamente, se hace posible una creciente inversión y se puede ya distinguir una política de fomento de las obras públicas con rasgos definidos.
Una base para el crecimiento
Teóricos ilustrados como Campomanes recogían, ya hacia 1750, la mayoría de los puntos esenciales del programa de acción que, en este ramo, se desarrollaría durante el siglo siguiente. De este fue la idea de establecer un impuesto especial sobre los títulos nobiliarios –que, naturalmente, nunca llegó a existir durante el Antiguo Régimen–cuyos beneficios se destinarían a la mejora de las obras públicas. La acción del Estado comenzaría por la conversión de los caminos en «carreteras transitables», mejorando los puertos de montaña y los puentes. También habría que atender los puertos marítimos, posadas y mesones en los caminos y la navegabilidad de los ríos.1
Las propuestas de Campomanes, además de marcar objetivos, también adelantaban algunas ideas sobre la gestión del ramo que se acabarían implantando décadas más tarde. En su propuesta de creación de juntas provinciales –instituciones a las que atribuía, entre otras, políticas de repoblación y extensión de regadíos– se observa un papel similar al que acabarían teniendo jefes políticos y diputaciones a partir de 1833, como encargados de las políticas de fomento en las provincias.2
La inspiración más directa sobre las políticas liberales de obras públicas se encuentra, como hemos visto, en la obra de Gaspar Melchor de Jovellanos, que dedicó parte de sus escritos a opinar sobre las obras públicas, por lo que se le puede tomar como referente de la élite ilustrada en este terreno. Jovellanos sintetizó sus ideas a este respecto en algunos pasajes de su influyente Informe en el expediente de la ley agraria (1794). Una obra demasiado tardía –su difusión coincidió con el estallido de la Revolución francesa, que absorbió la acción de la monarquía–como para influir de manera clara en las políticas de fomento de los Borbones, pero cuya influencia sería evidente durante el siglo XIX. Al contrario que Campomanes y Ward, Jovellanos apostaba por la construcción preferente de caminos carreteros locales y comarcales, imprescindibles para que los canales de transporte contaran con un volumen suficiente de mercancías.3 Jovellanos aparece como inspirador del programa de obras públicas del siglo XIX, al mostrar una preferencia clara por los caminos –más económicos– sobre los canales, exceptuando los casos en que estos pudieran servir para el riego, y reclamar una mejora general de los puertos. Por otra parte, señaló la importancia de que la inversión en obras públicas fuera continua y sostenida, pasando a formar parte de los presupuestos generales: «así como en la distribucion de la renta pública se calcula y destina una dotacion proporcionada para la manutencion de la Casa Real, del ejército, la armada, los tribunales y las oficinas». Un interés ampliamente compartido por otros miembros relevantes de la Ilustración tardía, como los valencianos Cavanilles o Ponz.4
Esta apelación a una inversión continuada en obra pública por parte del Estado, como ha apuntado Vicente Llombart, en el contexto de un mercado nacional poco vertebrado, solo se explica por su convencimiento de que la inversión en este sector provocaría externalidades positivas: «estaría apostando por una estrategia de crecimiento vía exceso de capacidad: la oferta de infraestructuras, al reducir el coste de los servicios y atraer inversiones, se convertía en una condición previa al desarrollo».5 Jovellanos entendía, por tanto, que la inversión en carreteras, puertos y canales, pese a la escasez de productos, era necesaria para el desarrollo económico, ya que dinamizaba la economía de las regiones donde se llevara a cabo. La existencia de estas infraestructuras ayudaría a desarrollar el comercio, al abaratar su transporte. Esta es una idea clave, cuya extensión entre las élites liberales del siglo XIX explica la apuesta continuada por las infraestructuras de transporte –en buena medida a costa del fomento de los regadíos.6
Esta concepción de las inversiones en obra pública como instrumento para la creación de riqueza por parte de los estados tuvo una amplia difusión a caballo entre los siglos XVIII y XIX. En palabras del economista francés Jean-Baptiste Say:
Las carreteras, los caminos de travesía i los canales de riego i de navegación son los medios que un gobierno tiene siempre a disposición para fertilizar las provincias poco productivas […] Una conquista de esta naturaleza aumenta indudablemente la fuerza de un Estado, al paso que una conquista lejana la debilita casi siempre.
Un discurso que contraponía el efecto beneficioso de las obras públicas a la inversión en conquistas coloniales. Esta concepción se volvió muy popular en España en una época en la que las guerras en las colonias americanas representaban un lastre insoportable para la hacienda pública, y además ofrecía una explicación sencilla a la evidente decadencia española. Álvaro Flórez Estrada –difusor de Say, Adam Smith y David Ricardo en España y economista de referencia durante las primeras décadas del reinado isabelino– se basó en las ideas de Say para analizar la situación española de la época a partir de una revisión del pasado:7
disponiendo durante tres siglos de los cuatro quintos del dinero que circulaba en todo el mundo, [el gobierno] no concluyó un sólo canal de navegación ni de riego en un suelo en el que la naturaleza hubiera recompensado estos trabajos con mano mas liberal que en nación alguna de Europa. Creer que progrese la indústria del país sin buenos caminos, canales, puertos de mar, y otros medios de facilitar las comunicaciones es creer que se pueda recoger una cosecha abundante sin haber procedido al cultivo y a la sementera.
Flórez Estrada, siguiendo a Jovellanos, defendía el papel benéfico de los transportes, ya que tiraban de la producción. Así, en mercados mal comunicados, la producción necesariamente se ajustaba a la escasa demanda comarcal cuando, por contra, «con fáciles comunicaciones tendría salida para todos sus productos, por crecidos que fuesen». Sin embargo, también apuntó que en economías con industrias muy atrasadas –como la española– y en general muy abocadas al autoconsumo, este efecto benéfico de los transportes podía no llegar a hacerse efectivo: «Si la industria se halla atrasada, la cantidad de mercancías que se transporte será escasa, i el costo del transporte, por excelentes que sean los caminos, será subido, á causa de no haber el suficiente capital empleado en la traslación».
A su juicio esto explicaba el fenómeno, visible en algunas zonas de España a principios del siglo XIX, de que se siguieran transportando las mercancías a lomo de bestias, pese a la existencia de buenas carreteras, y el hecho de que los transportes fueran mucho más caros que en la mayoría de países europeos. Por tanto, la construcción de carreteras, canales y puertos, por sí misma, podría no ser suficiente; el crecimiento «vía exceso de capacidad» podía fallar si los sectores productivos no lo acompañaban con incrementos de la producción y mayor demanda del mercado. Un apunte premonitorio de lo que acabó ocurriendo, tres décadas después, con la inversión ferroviaria y la crisis de 1866.
La aplicación de una política de fomento de las obras públicas necesitaba, en todo caso, de una financiación segura y constante; precisamente algo de lo que carecía el Estado español a la muerte de Fernando VII. Flórez Estrada era partidario de que las obras se financiaran a través de anticipos por capitalistas particulares que se resarcirían por medio de peajes, o la recaudación de los fondos por medio de contribuciones de los asociados o los vecinos beneficiados por la nueva infraestructura. El primero tenía la ventaja de su mayor justicia, pues «solo el que se aprovecha de los medios de comunicación es el que los paga». El recurso a los peajes era muy habitual en Gran Bretaña, país en el que el economista asturiano pasó exiliado la mayor parte del reinado de Fernando VII y en el que publicó la mayor parte de su obra económica, pero presentaba el grave problema de encarecer el transporte, cuando lo que se pretendía en España era, precisamente, estimular el comercio. En cambio, desaconsejaba el recurso a la deuda pública, tan habitual en la España del XIX, puesto que no hay ningún empréstito que «no cueste a la nación sacrificios mayores que los que tendría que soportar con una contribución».8
Las ideas del economista asturiano, pese a que contaron con una importante difusión en su época, no sirvieron como modelo para los gobiernos liberales, atrapados, por un lado, por el interés por fomentar las obras públicas y, por otro, por un mercado de capitales poco estructurado. Finalizada la guerra carlista, en la que algunas personalidades se enriquecieron abasteciendo y financiando al ejército, se tenía la esperanza de que los capitales se dirigieran a la construcción de carreteras y canales –como hubiera deseado Flórez Estrada–, pero tan solo alguno, como José Salamanca, se ofreció a facilitar empréstitos al Gobierno marcando, además, las condiciones. Propuesta que levantó una fuerte polémica y acabó siendo retirada.9
Por otra parte, esperar que la iniciativa empresarial resolviera las necesidades del país en transportes y regadíos, sin un apoyo decidido del gobierno, resultaba una utopía, como se comprobaría reiteradamente durante estos años. El fracaso de la iniciativa privada ya era una evidencia para los autores de la Memoria de la comisión de Caminos y Canales de 1820, motivo por el que reclamaban la implicación del Estado. Las valoraciones de esta comisión, liderada por Agustín de Larramendi, adelantan en gran medida el panorama que se viviría en el país al final del reinado de Isabel II, tras otro medio siglo de fracasos en este campo:10
pensar que los grandes canales y grandes carreteras se han de hacer por compañías o asociaciones en España, es pensar en lo imposible. Se necesita más instrucción y más generalizada; mas capitales y mas experiencia para entrar de buena fe en unas empresas tan dificiles y que suponen tanta inteligencia, constancia y actividad. La historia de los hechos de los canales de Aragón, de Manzanares, Murcia y otros lugares prueba esta verdad; pues las compañías se redujeron a especulaciones particulares de los principales agentes de ellas con el manejo de los millones destinados para las empresas, más bien que a la buena ejecución de las obras, porque todas se resienten de faltas muy graves en sus dimensiones, formas y solidez, y muchas han sido enteramente inservibles. Aun en Francia donde no se puede negar que hay mas instrucción, mas capitales y mas especuladores para estas cosas, hasta ahora no ha encontrado el gobierno sino embrollos y manipulantes de capitales.
Esto no implicaba en absoluto que no pudiera haber participación privada en las obras públicas, pero esta, por la naturaleza de este tipo de proyectos, se debería limitar a «obras parciales como puentes, varios trozos de canales y de caminos», en las que se podía hacer contrata conociendo aproximadamente precios y calidades, práctica ya común hacia 1820 y que se generalizó en las décadas centrales del siglo.
Como ya vimos al revisar la actuación de los directores generales Larramendi y Miranda, entre 1833 y 1843 las obras públicas contaban con un desarrollo limitado, pues escaseaba el dinero, ya que seguía vigente el antiguo sistema tributario y no estaban verdaderamente centralizados los recursos del Estado. De acuerdo con el testimonio de Toribio de Areitio, por entonces uno de los ingenieros adscritos a la Dirección General, en el ramo de la obra pública, como en otros: «los presupuestos eran ilusorios y el ramo dependía de sus propios ingresos, en especial de los portazgos», lo que hizo aconsejable destinar preferentemente los fondos a la conservación de carreteras «con el esmero que reclamaban el comercio y el tráfico interior, cuyo desarrollo aumentaba de año en año». Destinar los fondos a la conservación de las carreteras existentes era la opción más sensata, pero suponía ralentizar la construcción de carreteras y canales, obras muy a menudo ya comenzadas y cuya conclusión se eternizaba.11
La situación solo se resolvió a partir de 1845 con la reforma tributaria de Alejandro Mon, un instrumento imprescindible, puesto que el desequilibrio de la hacienda pública venía siendo un peligro evidente para el país desde hacía bastantes décadas. Tan solo incrementando los ingresos del Estado sería posible llevar a cabo una política efectiva de obras públicas. La reforma de Mon permitió superar «el caos y el marasmo» en el que se hallaba la fiscalidad española desde hacía medio siglo, pero la hacienda pública raramente alcanzó el superávit durante el resto del siglo XIX, por el incremento del gasto público. Este se debía en gran medida al hecho de que, junto al monopolio impositivo, el Estado liberal asumió una serie de nuevas funciones que implicaban un gasto elevado: policía, justicia, mantenimiento del clero –tras la desamortización– y, naturalmente, obras públicas. A estos había que añadir el gran volumen de deuda que se fue acumulando en estos años de forma creciente y que obligaba también a invertir crecientes cantidades en su amortización, hasta superar el 20% del presupuesto a finales del reinado de Isabel II. Como ha apuntado Francisco Comín, la situación era tal que «después de pagar a los acreedores del Estado, en muchos años, al Estado le quedaba menos de la...

Índice

  1. Cubierta
  2. ÍNDICE
  3. INTRODUCCIÓN
  4. EL CUERPO DE INGENIEROS DE CAMINOS, ORÍGENES Y DESARROLLO
  5. LOS INGENIEROS DE CAMINOS EN LA POLÍTICA ISABELINA (1833-1868)
  6. LAS POLÍTICAS ESTATALES DE OBRAS PÚBLICAS
  7. LA EDAD DORADA DE LAS OBRAS PÚBLICAS
  8. BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
  9. APÉNDICES
  10. ÍNDICE ALFABÉTICO