LAS PALABRAS EN LA PINTURA
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LAS PALABRAS EN LA PINTURA

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Citas

Información del libro

Nuestra experiencia pictórica implica de hecho una considerable parte verbal. Jamás vemos los cuadros solos, nuestra visión jamás es pura visión. Escuchamos hablar de las obras, leemos crítica de arte, nuestra mirada está completamente rodeada, completamente preparada por un halo de comentarios, incluso en el caso de la producción más reciente (…). Desde el momento en que nos involucramos, aunque sea mínimamente, con las bellas artes, nos han hablado, nos han mostrado, hemos recibido una invitación, hemos visto los afiches, hojeado y a veces leído un catálogo, hemos ido a ver algo que ya tenía en nuestro espíritu una fuerte determinación, más fuerte aun si acudimos a un museo.

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Información

Año
2018
ISBN
9789563571431
I. LA PROCLAMACIÓN DE LOS TÍTULOS
1. En medio de las palabras
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Marc Chagall, La plaza del mercado (detalle), hacia 1917.
Dejando por el momento con pesar otros lugares y otros tiempos fascinantes e ilustrativos; contentémonos con una mirada rápida sobre la pintura occidental desde el final de la Edad Media en aquello que concierne a las palabras.
Apenas se plantea esta pregunta, nos damos cuenta de que son innumerables, pero que, por decirlo así, nadie las ha estudiado. Interesante ceguera, pues la presencia de estas palabras remece, en efecto, el muro edificado por nuestro sistema de enseñanza para separar las letras y las artes.
Nuestra experiencia pictórica implica de hecho una considerable parte verbal. Jamás vemos los cuadros solos, nuestra visión jamás es pura visión. Escuchamos hablar de las obras, leemos crítica de arte, nuestra mirada está completamente rodeada, completamente preparada por un halo de comentarios, incluso en el caso de la producción más reciente. Imaginemos a un joven pintor. ¡Qué extraño resultaría que fuésemos repentinamente sorprendidos por su pintura expuesta en alguna vitrina de una galería desconocida! Desde el momento en que nos involucramos, aunque sea mínimamente, con las bellas artes, nos han hablado, nos han mostrado, hemos recibido una invitación, hemos visto los afiches, hojeado y a veces leído un catálogo, hemos ido a ver algo que ya tenía en nuestro espíritu una fuerte determinación, más fuerte aun si acudimos a un museo. ¡Cuántas palabras, en efecto, conducen o perturban nuestra visita!
Recuerdo mi sorpresa cuando hace algunos años exploré por primera vez la National Gallery de Washington. Ciertamente, había algunos grupos guiados por comentaristas visibles, de carne y hueso, pero sobre todo vi un cierto número de individuos aparentemente independientes que recorrían trayectos idénticos, no solo ellos, sino también sus miradas, que permanecían exactamente el mismo tiempo frente a cada obra, mirándolas detalladamente de la misma forma: el rostro de un personaje, la esquina superior derecha, el paisaje en la ventana... Todos tenían en sus oídos un pequeño micrófono parecido al que utilizan los sordos, unido por un cable a un tubo del tamaño de una antigua estilográfica, colgado con una pinza al reverso de una blusa o de un vestón. Una voz secreta los hacía ver.
2. Un filme responde a sus preguntas
Tales procedimientos de pedagogía pictórica se difunden cada vez más, y ningún museo puede considerarse moderno hoy si no procura audioguías a sus clientes.
El Louvre ha llegado incluso más lejos. Con su transformación de museo en establecimiento de espectáculos audiovisuales, iniciativa que en principio no puedo más que aplaudir, nos ofrece actualmente el juke-box de la historia del arte. Si en la Grande Galerie la sonrisa de la Gioconda le sigue pareciendo demasiado enigmática, puede acudir entonces a la sala Denon, donde encontrará, frente a una suerte de castillito de marionetas cuyo escenario ha sido sustituido por una pequeña pantalla, profundos sillones premunidos de audífonos, con la mención “reservado a los espectadores”. Un afiche lo invita a sentarse. Ponga una moneda y después presione el botón correspondiente a la pregunta que quiera esclarecer en la lengua que comprenda mejor entre las cuatro ofrecidas: alemán, inglés, español y francés. Este es el menú de tal festín intelectual:

La Gioconda: los misterios de Leonardo da Vinci y de Mona Lisa.
La coronación de Napoleón I: cómo un regicida llegó a ser pintor de la corona.
El Regente: cómo una joya real permitió que los ejércitos de la República marchasen a caballo.
Las bodas de Caná: cómo Veronese hizo de una escena evangélica una “actualidad mundana y política” a su manera.
El Palacio del Louvre: cómo en siete siglos de avatares una fortaleza se convirtió en el más grande y bello palacio de París.
La Venus de Milo: cómo un árbol que se enterró en el suelo en lugar de alzarse al cielo permitió el descubrimiento de una obra maestra.
La balsa de la Medusa: cómo, inspirándose en un hecho banal, Géricault casi hace caer un ministerio.
El Código del Rey Hammurabi: ¿puede un código civil ser una obra de arte?
La Victoria de Samotracia: cómo un rompecabezas arqueológico hace que el viento del mar Egeo sople desde lo alto de una escalera.

Observo en la práctica, debo reconocerlo, una actitud completamente tradicional en mis visitas a los museos. Cuando interrogo un cuadro, prefiero el silencio e incluso la soledad, y dejo el estudio de los catálogos y los volúmenes de literatura, a veces enormes, para cuando he regresado a mi casa o al hotel.
Si quisiera describir la estructura actual de cualquier experiencia pictórica, tendría naturalmente que precisar cómo la obra de arte “misma” es el núcleo, a veces por lo demás ya destruido (el panel de los “jueces justos” del retablo El cordero místico de los hermanos Van Eyck en Gante fue robado, jamás encontrado, y ha sido sustituido por una copia), de un conjunto de reproducciones más o menos fidedignas –antaño muy escasas, actualmente muy numerosas–, y cómo el halo verbal se arraiga primero en el original, pudiendo multiplicarse, diversificarse en torno a diferentes reproducciones. Así, en el catálogo, y sobre todo en el libro de arte, la ilustración aparece en su embalaje de comentarios.
3. La cédula
Incluso si logro acallar por un momento, cuando visito un museo, una galería o una exposición, el molesto rumor que me rodea, este permanece de alguna forma adherido a la obra, como una parte esencial. Me refiero a ese pequeño rectángulo de cobre, de papel dorado o de plexiglás, puesto sobre el marco o muy cerca suyo en el muro, que no puedo dejar de interrogar, sobre todo cuando algo me sorprende porque me parece nuevo o desconocido, y que me proporciona dos informaciones fundamentales: el nombre del autor (o su anonimato localizado, datado: “artista sienés del siglo XIV”) y el título.
Si solo tenemos de la obra de Rembrandt una representación confusa, heredada de magras alusiones con ocasión del curso de un profesor aburrido y mal informado, de malas fotografías registradas distraídamente por aquí y por allá, podemos encontrarnos de golpe con una de sus obras esenciales y no desear por un tiempo más que complacernos exclusivamente con ella. Sin embargo, cualesquiera que puedan ser nuestras declaraciones de fervor, experimentaríamos ciertamente una pasión muy débil, muy apática, estaríamos muy poco conmovidos, si no buscásemos prontamente descubrir otras obras capaces (¿quién sabe?) de maravillarnos, o bien, de hacer que esa obra, por resonancia y comparación, nos maravi...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Portadilla
  5. Índice
  6. La mirada perturbada
  7. I. LA PROCLAMACIÓN DE LOS TÍTULOS
  8. II. LA AVENTURA DE LOS EMBLEMAS
  9. III. EL SENTIDO DE LAS REALIDADES
  10. IV. LA MARCA Y EL DON
  11. V. PALABRAS
  12. VI. LAS PALABRAS SOBRE LAS COSAS
  13. VII. PEQUEÑA FANFARRIA PARA TERMINAR