EL PADRE HURTADO
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EL PADRE HURTADO

Una biografía

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EL PADRE HURTADO

Una biografía

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Alejandro Magnet escribió esta biografía desde cerca, a pocos meses de haber fallecido el futuro santo. Tiene por ello mucho sentimiento y cercanía, la pasión de Alberto Hurtado aún viva en quienes lo conocieron, admiraron y siguieron en su corta pero fructífera existencia. Empieza con la historia de la familia, la temprana viudez de su madre y sus aprietos por sacar adelante a sus dos pequeños hijos, la personalidad de Alberto niño y adolescente, su prematura vocación sacerdotal y la larga espera hasta lograr ingresar a la Compañía de Jesús, los años de estudio, los viajes y luego, como una avalancha, su impresionante vida sacerdotal.

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Información

CAPÍTULO X
EL POBRE ES CRISTO
Cristo era un hombre pobre que no tenía donde reclinar su cabeza y él tenía la suya cómodamente hundida en el respaldo muelle del asiento. El ala brillante del avión le permitía ver solo en parte la mancha verde de la selva —debía ser selva— que aparecía entre los claros de las nubes de algodón. Sin que la hubiese llamado, la azafata del avión se le acercó, y le dijo:
—Yo soy católica padre, y toda la tripulación también. Ahora, con usted a bordo, nos irá bien.
Le sonrió con su sonrisa ancha y alegre, la muchacha morena le devolvió la sonrisa —tenía unos dientes preciosos— y se volvió a su lugar hacia la cola del avión. Era un gesto amable aunque ahora se sentía un poco mascota en el poderoso y frágil aparato que surcaba el cielo de la América Central, rumbo a México. ¿Hasta qué punto el catolicismo en América Latina era algo más que una superstición para millones de personas? Había observado en Lima que todos se santiguaban al pasar frente a las iglesias, pero que sin embargo muy poca gente iba a misa. El presidente Bustamante había comenzado su gobierno unos pocos meses antes, con su gabinete de “eucarísticos”, pero ¿acaso por eso era Perú un país católico?
Para los que se pagan de apariencias lo era, sin duda, más que Costa Rica, por ejemplo, de donde acababa de levantar vuelo y cuyas fronteras ya habrían quedado atrás. En Costa Rica solo había un partido organizado: Vanguardia Popular, un nombre que no lograba disfrazar al verdadero comunismo.
—El peligro de los comunistas en Costa Rica es que son sinceros e inteligentes. Si fueran mentirosos tendrían menos veneno, pero son sinceros e inteligentes…
No era corriente oírle cosas semejantes a un arzobispo en América Latina, pero monseñor Sanabria no era un arzobispo cualquiera. Había querido pasar a Costa Rica para verlo a él y al padre Núñez, el que había organizado ya 75 sindicatos cristianos en el movimiento de Rerum Novarum, que seguían creciendo porque el pueblo le otorgaba su confianza. Monseñor Sanabria lo había recibido en su oficina del “palacio” arzobispal; era “un hombre de unos 45 años, fuerte, moreno, costarriqueño auténtico, muy fino, ponderado, nada de exaltaciones”. Lo que él le dijera le pareció tan interesante que al volver a su alojamiento lo transcribió todo en una libreta que había llevado para sus anotaciones de viaje y en la cual nada ocupó un lugar semejante al dedicado al sorprendente arzobispo que representaba cristianamente todos los problemas de su tiempo y su país. ¡Cómo no iba a entenderse con Alberto
Hurtado! Y en varias cosas el autorizado ejemplo del arzobispo iría a servirle de inspiración, aunque a monseñor Sanabria en
Costa Rica muchos lo consideraban comunista, y otros, un iluso.
—Era muy amigo del presidente anterior, Calderón Guardia —le contó el arzobispo—.Venía a verme con frecuencia, fumábamos largo y conversábamos de todo. Un día me dijo: —Le tengo una gran noticia. Voy a enviar al Congreso un proyecto que colocará fueras de la ley al Partido Comunista. Y como me viese la cara: —Pero, ¡Qué! ¿No le alegra la noticia?
—No, señor no me alegra. Por dos razones: Primera que va a ser muy difícil que la ley pase; segunda, ¿Por qué no atacar al comunismo superándolo? ¿Por qué no lanza una inteligente y justa legislación social?
El presidente lanzó su legislación, y el arzobispo su movimiento Rerum Novarum, respaldando al padre Núñez. La Iglesia, desde México a la Argentina —le dijo al padre Hurtado— no da la impresión de tomar el partido de las clases trabajadoras y ese debe ser su lado preferente, si preferencia cabe: Evangelisare paupéribus. No hay que llevar a la Iglesia al terreno de las influencias políticas. Hay quienes creen defenderla por este medio y obtienen un resultado efímero y puramente de fachada. El Reino de Dios tiene que avanzar por sus medio propios. Por otra parte —agregó el arzobispo— hay falta de perspicacia en los queridos hermanos en el Episcopado para mirar la realidad, y la hay aún en Roma. Las cartas de los obispos no reflejan generalmente la realidad de sus diócesis: son apologéticas. Ustedes los de la Compañía podrían contribuir a mantener informado al papa de la realidad de cada país. ¡Los jesuitas podrían hacer tanto!
“Se dejaba traslucir —anotó el padre Hurtado— que no estaba contento de la orientación de la Compañía al no enfocar el problema propio de nuestro siglo, que es el problema obrero. Yo voy pensando que trabajamos demasiado a los ricos y que fracasamos”.
—El trabajo social —seguía monseñor Sanabria— debe hacerse sobre la base de la difusión de las encíclicas, de sus ideas teológicas, sociales, políticas, de su cuadro histórico. Son verdaderas bombas atómicas. Yo pervertí a un sacerdote con los círculos sobre encíclicas. ¡Era de ver su admiración! Nuestro deber es predicar. Somos doctores, esa es la misión. No habla es el horrendo pecado del “maltusianismo espiritual”, porque nos negamos a engendrar hijos para el cielo. Cada época plantea su pregunta decisiva a la Iglesia: la de nuestro siglo es el problema social. Millones de hombres quisieran tener la respuesta de la Iglesia. ¿Qué creerán si no se la damos por cobardía, por pereza? ¡Nos han hecho doctores!
Monseñor O’Hara, en Kansas City, también era un doctor, pero en Estados Unidos tenía que enseñar de modo principal otras cosas, pues el catolicismo norteamericano es precisamente una religión de masas en un país rico que presenta otros problemas.
Había sido monseñor O’Hara, obispo de Kansas City, el que había invitado al padre Hurtado a visitar los Estados Unidos para estudiar sociología y conocer las experiencias del catolicismo norteamericano. Esta experiencia resultaba particularmente valiosa para un hombre como el padre Hurtado, pues la Iglesia en los Estados Unidos había sabido comprender las necesidades de los tiempos y las que le creaba un medio muy particular, único tal vez en el mundo. Durante cuatro meses se movió incansablemente por la Unión y alcanzó incluso a hacer un viaje rápido a Montreal, en Canadá.
Al volver a Chile, en marzo de 1946, el padre Hurtado llegaba con una experiencia interesante y que no dejó de tener cierta influencia en su vida personal. El espíritu de organización y la habilidad técnica de los norteamericanos le habían impresionado; trató desde entonces, más que antes, de introducir en su ya estrecha jornada de trabajo y en su trabajo mismo, ese método estricto, esa utilización racional del tiempo y los recursos con que los norteamericanos han logrado un tan alto rendimiento en sus empresas. Ya estaba en esa edad crítica de los 45 años, desde la cual el hombre puede dominar las dos vertientes de su vida y la sensación de la brevedad del tiempo ante la obra por realizar parecía a veces angustiarle, seguro como estaba de que no podría vivir muchos años más. Los de su familia no solían durar mucho y los más cercanos ya habían muerto. Del pobre Miguel, que él mismo por una corazonada providencial confesara poco antes de su muerte repentina, guardaba un mechón de pelo en una medalla-relicario que llevaba al cuello quizá para recordarlo más a menudo y rezar por él, que lo necesitaba más que su madre. Don Miguel Cruchaga, su tío, envejecía solitario y empobrecido, con la silenciosa dignidad del que lo ha dado todo para servir sus ideas ¿Acaso no habían muerto pobres su abuelo y su padre? Cuando algún tiempo después al anciano caballero le llegara su hora, el padre Hurtado diría que lo que más le consolaba no eran los honores rendidos unánimemente al hombre ilustre sino el hecho de que en la cuenta bancaria le quedaba un saldo de mil quinientos pesos.
En los Estados Unidos había observado un sentido de la dignidad humana, del respeto al prójimo, que le parecían profundamente cristianos y podían cubrir muchos defectos. Por otro lado, con todo lo que se quisiera decir de la barbarie técnica, ella había conseguido eliminar la miseria que degrada la condición humana. No había que confundir la miseria con la pobreza; pobres había en los Estados Unidos, por lo menos relativamente, pero en la práctica no existían miserables, seres que carecen de lo indispensable para vivir y a los cuales no se les puede exigir la práctica de la virtud. Bien sabía que en su patria lo esperaba un cuadro diferente.
Desde su regreso a Chile, convertido ya en un sacerdote,
Alberto Hurtado estaba predicando retiros sobre la base de los ejercicios de San Ignacio. La Casa de Ejercicios de Marruecos, anexa al noviciado, había sido idea y obra suya, en colaboración con “el Patrón”. Al cabo de un año, el edificio se mostró ya estrecho y hubo que ampliarlo. Aun así siguió siendo insuficiente y para algunos retiros de Semana Santa había que habilitar catres de campaña para que los jóvenes se instalaran en alguna forma. Llegó a haber hasta más de doscientos, que seguían con fervor una palabra que les planteaba el problema de la salvación en los términos concretos determinados por la realidad en que vivían. Iban muchachos de liceo, estudiantes universitarios, jóvenes empleados, caballeros maduros y, a veces, acudían algunos obreros. En otras partes los daba para oficinistas, para maestras, para chiquillas “de sociedad” o universitarias. El acerado esqueleto ignaciano subsistía casi siempre, pero adecuado a las personas y sus problemas vitales, como por lo demás recomendaba el propio santo. Así, la irrompible relación del hombre con Dios aparecía revitalizada, desprovista de toda retórica, imbuida de un apremiante dramatismo: La implacable pregunta del maestro, que cambió el destino de Francisco Javier: ¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo entero si al fin pierde su alma?, resonaba entonces en la conciencia de muchos. De esos Ejercicios salía casi siempre un muchacho que lo dejaba todo y pedía ingresar al Seminario o a la Compañía. Había madres que temían que sus hijos fueran a esos inquietantes retiros porque sabía o sospechaban que estaban oyendo el runrún de que habla el padre Hurtado o adivinaban que volverían con él en el oído del alma.
Casi dos veces al mes, a lo largo de todo el año, el “pescador de almas echaba así sus redes, trabajando en una faena que nunca, hasta lo último, quiso abandonar”.
Lo notable fue que en una oportunidad de esas que se cambiaba el destino de los que escuchaban, se alteró más bien el destino del que hablaba.
El padre Hurtado tenía una especial habilidad para dirigir a los jóvenes; en cambio los niños no le atraían. “Si rindo ciento con los jóvenes —le advertía a su superior— rendiría veinte con los niños”. La dirección espiritual de las mujeres tampoco le seducía, aunque desde un comienzo tuvo un numeroso público femenino en sus prédicas y conferencias. Pero, teniendo en vista lo esencial de su trabajo, trató en general de mantenerlas a distancia y en cierto modo utilizarlas en cuanto servían a su apostolado. En sus tiempos de Lovaina había tomado unas sabrosas notas de una conferencia del P. Le Tellier sobre “el ministerio con mujeres” que parece haber aplicado después al pie de la letra:
Ministerio necesario, pero que exige mucha reserva; si no, peligro de quemarse los dedos… Principiar por hacerlas reír; luego, llora; después se puede golpear. Hay que mostrarle también una sincera simpatía; mientras más grande es la simpatía, más necesaria es la reserva, sobre todo con las mejores. Nada de palabras inútiles. Si uno es frío con las mujeres volverán. Las amabilidades las alejan… El ministerio con las mujeres acarrea los celos con los maridos, puesto que el sacerdote se mezcla en los asuntos más íntimos del hogar, y si el padre no tiene una excelente reputación y aunque sea inocente, se quemará los dedos. Las mujeres, ordinariamente, nunca dicen la verdad al principio. Hay que sacársela… Un hombre, si no es demasiado viejo, enfermo o tonto, puede dejarse coger. Prudencia, pues… Nunca aceptar regalos para sí. La mujer feliz, por la dicha que se le da, quisiera darlo todo a...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Portadilla
  6. No hay que desoír la voz
  7. CAPÍTULO I Hurtados y Cruchagas
  8. CAPÍTULO II La bomba de tiempo
  9. CAPÍTULO III Mientras llegue la hora
  10. CAPÍTULO IV Al son del "Cielito lindo"
  11. CAPÍTULO V Como bastón de hombre viejo
  12. CAPÍTULO VI Intermezzo político, quiza un preludio, tal vez un Leitmotiv
  13. CAPÍTULO VII En Lovaina, fuera de la provincia
  14. CAPÍTULO VIII ¿Es Chile un país católico?
  15. CAPÍTULO IX Los caminos del señor
  16. CAPÍTULO X El pobre es Cristo
  17. CAPÍTULO XI Tal como en sí mismo, al fin, la eternidad lo cambia