Caprichos del clima
Gabriel Alzate
Literatura / Cuento
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Literatura / Cuento
© Gabriel Alzate
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-501-064-2
ISBNe: 978-958-501-065-9
Primera edición: diciembre del 2021
Motivo de cubierta: fotografía de mural urbano en la comuna nororiental de Medellín, elaborado por el Colectivo Jagua y Señor Ok
Hecho en Colombia / Made in Colombia
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad
de Antioquia
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Para Maru y Adrián
A Isolda, mi serena compañía
¡Padre, oh padre! ¿Qué hacemos aquí
en esta tierra de incredulidad y temor?
La Tierra de los Sueños es mucho mejor, allá lejos,
por sobre la luz del lucero del alba
William Blake, El país de los sueños
Quería hablar contigo
Su esposa dijo que lo dejaran descansar porque tenía dolor de cabeza. Pedro fue de un lado a otro de la sala y después entró en la biblioteca, de donde salió de inmediato para pararse frente al bar que había en un extremo del comedor. Ellos apretaron los puños. La botella no, por favor.
“Regresa antes de que llueva”, le había advertido su mamá. La tarde se oscureció. Pedro era un niño apenas. Voló. Sus amigos lo vieron desaparecer entre los árboles del parque. No vio la piedra en mitad del sendero que cruzaba la arboleda y que ahora, por efecto de las continuas lluvias, más parecía un colchón de fango. En el momento de tropezar, aparte del golpe, no sintió dolor, sino rabia. El dolor vendría luego. Maldijo y continuó su carrera. Un viento frío recorrió el parque. Un aleteo oscuro le rozó la cara. El miedo le tocaba la espalda. Después, entre nubes, surgió la luna y volvió a ocultarse. Llegó a casa.
Ese día, antes de que su esposa le sugiriera retirarse a descansar, mientras almorzaban, Pedro se había quedado quieto. Soltó los cubiertos, dejó las manos una a cada lado del plato. Todos quedaron pasmados.
—Papá está enfermo —dijo uno de sus hijos. Esas palabras parecieron sacudirlo. Movió las manos. Cerró los ojos.
—Tranquilo —dijo Pedro—. Estoy bien.
—¿Entonces? —la pregunta quedó en ese punto. La mirada de su madre ordenaba silencio.
El tiempo había puesto fin a los trajes, a las corbatas. Ahora, Pedro lo sabía, correspondía al silencio y a la memoria ordenar la vida. Tal vez apenas ahora se daba cuenta de que había heredado la costumbre de considerar las cosas, las situaciones de la vida y también a las personas a distancia. Que no necesitaba moverse, ni acercarse. Que no debía hablar en exceso. No terminó el almuerzo. La oscuridad de la habitación lo sumiría entre susurros, imágenes y fragmentos de palabras.
La tarde en que chocó con la piedra camino a casa, su mamá había llamado al médico de la familia, el doctor Evelio Acevedo, esposo de Eugenia, su mejor amiga. Él diría qué ocurría con ese pie. Entre tanto, cuando ella intentó quitarle la media, comprobó que la sangre la había pegado a la piel. Con agua tibia logró separar piel y tela. Una extensa mancha pegajosa cubría los dedos. El doctor era un hombre que actuaba con serenidad. La pausa era su vida. Los viernes en la noche tomaba la guitarra y, sentado en el balcón de su casa, cantaba tangos y boleros mientras bebía. Jamás pasaba de tres copas. Su esposa gruñía, advertía, reclamaba. La sabiduría del doctor Acevedo la ignoraba. Pasado un buen rato el hombre levantaba la vista y le daba las buenas noches. Volvía a su guitarra.
Mientras le revisaba el pie no hubo palabras. Pedro contuvo la respiración y dejó que lo examinara. En ese momento llegó su papá de la oficina. Saludó y después permaneció en silencio, como un espectador más. Él le echaba miradas huidizas y el hombre como si no existiera.
—No hay fracturas en los dedos —anunció el doctor Acevedo—. Solo laceraciones. Muchas. El golpe debió ser… —calló para tomar aire y continuó—: necesitamos quietud, mucha quietud, muchacho… Aunque con un pie menos, ¿quién espera moverse? Sería conveniente que tomara estos… —alargó un papel en el que había escrito los nombres de algunos medicamentos para desinflamar y evitar posibles infecciones.
Pedro, sin saber la razón, empezó a llorar. Se tapó la cara con las manos y lloró con toda la fuerza que pudo. A su lado, su mamá permanecía en silencio.
—En este momento —dijo el doctor—, le duele más el susto que los mismos dedos. Así es siempre.
Él temblaba. Lloraba con más fuerza. Con rabia. Tenía la cara salpicada de barro y su madre lo limpiaba con un pañuelo de papel. En ese momento oyó a su papá invitar al doctor a tomarse una copa. El médico asintió.
—Una nada más —advirtió—. Mañana madrugo, don Félix.
Se retiraron a la biblioteca y al rato él oyó sus risas. Cerca de la diez de la noche el doctor se despidió, pero antes de salir le preguntó cómo iban los dedos. Por toda respuesta él se encogió de hombros.
—Bien —dijo el médico—. Lo más importante es que mañana todavía los dedos permanezcan en su sitio.
La puerta se cerró y desde ese momento Pedro sintió que por fin la noche entraba en la casa. “Mi pie”, dijo y lloró otra vez. Miró a su lado y no vio a ninguno de sus hermanos ni a sus padres. Entonces, paso a paso, se dirigió a su habitación con el dolor extendiéndose por su pierna. Como si algo le dijera “Es tu cuerpo, nada más que tu cuerpo y lo demás no importa. Es tu vida la que duele. Tu vida que empieza a romperse. Ya era hora. Resiste”.
Al cruzar frente a la habitación de sus padres se detuvo porque escuchó la voz de su mamá.
—¿Cómo te atreviste, Félix?
No hubo respuesta.
—¿Es que no piensas contestar?
Sí, pensaba Pedro ahora mientras escrutaba la oscuridad de su habitación. Ese señor de pocas palabras había sido su padre. Estaba claro: era un hombre que actuaba y nada más. Un impulso parecía instalarse en su vida y lo conminaba a moverse. Él, su papá, obedecía. Los momentos no eran para él más que peldaños de una escalera que, una vez pasar al siguiente, quedaban inservibles, desaparecían. Y no había cómo dar marcha atrás. Sí, tenía razón: la vida no consistía, no podía consistir, únicamente en dar explicaciones.
En el recuerdo la voz de su mamá llegaba de muy lejos:
—¿No me oíste, Félix?
—No.
—¿Cómo te atreviste a invitar a beber al doctor Acevedo?
—Solo tomamos una copa —decía su papá—. Con seguridad que mañana no le temblará el pulso para rajar a sus pacientes.
Sí, se dijo Pedro mientras continuaba sumido en la penumbra de su habitación, el dolor de cabeza no iba a ceder. Nada cambiaría ya porque de alguna manera todo estaba decidido. Los hechos se cumplían y uno, el espectador, determinaba si se embarcaba en ellos o los dejaba pasar. No era tarde para comprender que el silencio no consistía solo en quedarse callado. No. El verdadero silencio era decir las palabras precisas. Evitar que hubiera otras. El verdadero silencio era el freno que imponían las mismas palabras. Tal vez aquella noche frente a la habitación de sus padres no pudo entenderlo de esa manera. Pero ahora, muchos años después, creía entenderlo. Silencio no era ausencia de ruido sino precisión de sonidos.
En ese momento el tiempo se había convertido en memoria. Tenía una esposa, cuatro hijos y un cuerpo en el que los años habían logrado acomodar ...