Escribiendo por el mundo
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Escribiendo por el mundo

Relatos de vida nómada

  1. 334 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Escribiendo por el mundo

Relatos de vida nómada

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Información del libro

En 2016, durante un viaje en solitario por el sudeste de Asia, arriba de un colectivo destartalado en el norte de Tailandia y rodeada de monjes budistas vestidos con túnicas anaranjadas, Noe lo vio muy claro: supo que quería dedicar sus días a viajar y escribir, y ya no hubo vuelta atrás.El 1.º de enero de 2019, después de años de soñarlo y planificarlo, ese sueño se convirtió en realidad y, acompañada de Omar, su pareja, transformó el viaje en su nuevo estilo de vida.Escribiendo por el mundo reúne los relatos de las vivencias de los primeros dos años de esa vida nómada en la que Noe y Omar recorrieron doce países de Europa, África y Asia. Es una mezcla entre crónica de viaje y diario íntimo. Por un lado, el viaje exterior, que incluye lugares, experiencias, mares, olores, montañas, fronteras, sabores y más. Por otro, el viaje interior, que recopila todas las decisiones, aprendizajes, trabas burocráticas y oportunidades que llevaron a Noe y Omar a tomar uno u otro camino, y van mucho más allá de los destinos en sí, convirtiendo a la comunión entre ambos en un viaje totalmente personal, único y subjetivo.A lo largo de las páginas de Escribiendo por el mundo, Noe invita al lector a tener una experiencia interactiva y a sumarse al viaje a través de recetas típicas de cada uno de los países que visitaron y consignas creativas para "poner manos a la obra".

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Información

Año
2021
ISBN
9789874188939
Categoría
Viajes
Marruecos

Tetuán, la bienvenida a África

“Mi casa no tiene dirección, igual que la mayoría de las casas de la medina”, nos dijo Abdel, un marroquí de veinticuatro años que vivía en el corazón de la medina de Tetuán, como respuesta a nuestro pedido de indicaciones para llegar. En ese momento se me disparó un sinfín de preguntas que no tenían respuesta, por ejemplo, cómo hacían los que vivían ahí para recibir cartas, paquetes o visitas. Se notaba de lejos que nunca habíamos estado en una medina, en Marruecos, en África. Tampoco habíamos hecho couchsurfing con Omar. El capítulo marroquí recién empezaba y significaba un cúmulo de primeras veces.
Couchsurfing es una plataforma por la cual alguien ofrece alojamiento en su casa sin pedir dinero a cambio y con el objetivo de tener un intercambio cultural. Habíamos leído mucho sobre cómo funcionaba en Marruecos: que muchas veces eran engaños, que al final te terminaban pidiendo plata a cambio, etcétera. Cuando uno viaja, está muy bien leer experiencias de otros que hayan andado el camino antes que nosotros, pero hay que mirarlas con ojos críticos y, sobre todo, no dejar que vivencias ajenas condicionen nuestro viaje, que puede terminar siendo totalmente diferente.
Abdel nos había propuesto encontrarnos en el Palacio Real de Tetuán, que también estaba dentro de la medina pero, según decía, era un poquito más fácil de ubicar que su morada.
Las medinas son los barrios antiguos de las ciudades árabes, están amuralladas y se entra a ellas a través de una determinada cantidad de puertas, número que depende de su importancia y tamaño. En la medina se suelen ubicar los edificios más importantes, como la mezquita mayor, la madrasa (escuela) y el zoco (mercado). Esa sería la definición desde el punto de vista técnico. Desde el punto de vista subjetivo, estar caminando en una medina por primera vez fue una sensación que me gustaría preservar ajena al paso del tiempo y a la pérdida de la capacidad de asombro para que esté siempre fresca, como nueva. Recuerdo que no quería pestañar para no perderme ninguno de los millones de estímulos que el entorno les regalaba a mis ojos sedientos de exotismo. Por aquellos días de puras novedades para todos los sentidos, publiqué este texto:
Es difícil describir lo que sentí al llegar a Tetuán. Para dar una idea, voy a permitirme caer en lugares comunes y usar frases poco originales pero efectivas: viaje en el tiempo, choque cultural, estímulos infinitos, etcétera.
¡Y la medina! Llamarla laberinto sería quedarse corto. Me acuerdo de cuando las calles de Córdoba, España, me parecían laberínticas y ahora, después de haber estado en la medina de Tetuán, me parecen una versión beta.
Algunos lugares en los que estuve me quedaron grabados por sus colores, otros por su arquitectura, otros por sus sabores. Tetuán será el primero que recuerde por su olor. La medina de Tetuán huele a todo: al paso de los siglos, a los animales que andan por ahí libres y enjaulados, vivos y muertos. Huele a humanidad, a casas sin baño y a otras con baños demasiado lujosos. Huele a queso de cabra recién hecho mezclado con carpintería a pocos metros de distancia. Huele a menta en todas sus formas: fresca, hecha té, siendo jabón.
Teníamos el Palacio Real localizado en Google Maps y todo iba muy bien, hasta que la tecnología se fue al tacho y la aplicación dejó de registrar nuestros movimientos. Quizás, como nosotros, la aplicación no estaba acostumbrada a las medinas. Unos minutos después de caminar sin rumbo, lo único que pudimos hacer fue admitir que estábamos perdidos.
Considerando que cualquier movimiento era en vano, nos paramos a pensar qué hacer, rodeados de callejones laberínticos sin fin y de un mar de gente que iba y venía. Teníamos las mochilas de sesenta y ochenta litros estalladas en las respectivas espaldas y éramos los únicos turistas a una legua de distancia.
Ahí, cuando todo estaba perdido, apareció Wai, un adolescente marroquí que hablaba perfecto español y nos preguntó si necesitábamos ayuda. Le explicamos que más que ayuda necesitábamos wifipara comunicarnos con nuestro anfitrión y Wai ofreció llevarnos al riad (pequeño palacio típico marroquí, generalmente con un jardín interior) de su abuelo y convidarnos su wifi.
Empezamos a caminar. Wai adelante, nosotros atrás. Mientras le miraba la espalda tratando de seguirle el paso, se me vino a la cabeza todo lo que había leído sobre Marruecos: que siempre te quieren vender algo, que no hacen nada desinteresadamente, que todas las rutas terminan en el negocio de algún familiar que te va a querer vender un souvenir que no querés ni necesitás, etcétera. La lista de potenciales estafas era infinita y muy creativa. Pero Wai había aparecido para darnos algo mucho más importante que el wifi: el aprendizaje de que siempre hay excepciones a la regla, incluso en Marruecos.
Cortesía del wifi del abuelo de Wai pudimos hablar con Abdel y, con instrucciones más frescas y específicas, llegamos al Palacio Real. Con Abdel tuvimos una conexión en un abrir y cerrar de ojos y, después de caminar unos minutos entre gallinas, carnicerías, quesos y tiendas de todo tipo, llegamos a su casa en el corazón de la medina. Hogar, dulce hogar.
Apenas entramos me di cuenta de que Marruecos y Argentina —el lugar que considero mi casa y tiene todo lo que para mí es “normal”— estaban separados por muchísimo más que ocho mil kilómetros y un océano de distancia; estaban separados por una enorme, gigantesca, inmensurable brecha cultural, que ahora tenía la oportunidad de unir, aunque solo fuera por un par de días.
La casa de Abdel era un espacio de unos quince metros cuadrados con algunos colchones en el piso, una ventana que daba a la terraza y una puerta que se cerraba con candado, sin cerradura ni picaporte. No había baño, cocina, sillón, cama, heladera, lavarropas, etcétera. No había nada de lo que antes había sido parte de mi normalidad en Argentina o, mucho menos, de la normalidad de Omar en Finlandia. No tenía ninguna de todas esas cosas que yo había pagado durante años en miles de cuotas con tarjeta de crédito y que después había vendido para irme a viajar por el mundo.
La casa estaba en el tercer piso de algo que se podría llamar edificio y las viviendas estaban organizadas alrededor de un patio central. En el edificio no había agua corriente y los vecinos llevaban el agua en baldes desde una canilla que estaba sobre la fachada, en la planta baja, hasta sus respectivas casas. El espacio que hacía las veces de baño era una letrina en el subsuelo compartida por todo el edificio. Tenía una puerta de madera derruida a la que le faltaban pedazos y una lamparita colgando del techo. Eso era todo. Dado su olor nauseabundo y su aspecto aún peor, me esforcé por frecuentar aquel espacio lo menos posible y nunca entendí cómo no vomité cuando tuve que hacerlo. Omar no es tan impresionable ni sensible a los olores como yo, pero de todos modos aquella letrina estaba lejos de ser su lugar favorito en el mundo.
Cómo se bañaba o lavaba las manos la gente era un crucigrama, una historia que no conocíamos y, asumíamos, no sería un cuento de hadas. Abdel nos contó que en verano él se bañaba en la terraza, con baldes de agua a temperatura ambiente que subía tres pisos por escalera. En invierno, como hacía mucho frío para bañarse al aire libre, lo hacía en un hammam (baño público turco o árabe), cosa que, como había que pagar, no sucedía más de una vez por semana.
Es muy interesante cómo viajar nos permite tomar conciencia y experimentar miles de realidades y formas de habitar el mundo. La realidad de Abdel era impensada para nosotros antes de conocerlo, pero su inmensa generosidad compensó cada una de las comodidades a las que estábamos acostumbrados y no tuvimos durante los dos días que pasamos en su casa.
Se supone que el objetivo de Couchsurfing es sumergirse en la cultura local, y fue lo que hicimos. Vivimos realmente como viven los locales (o por lo menos, muchos de ellos), pudimos conocer su realidad, sus costumbres, sus comidas, algunas palabras de su idioma, nos acostumbramos a caminar por la medina como si fuera nuestro barrio de toda la vida al lado de nuestro anfitrión, que además fue un excelente guía y nos llevó a lugares a los que probablemente no hubiéramos llegado solos.
¿Fue duro, incómodo, difícil? Por momentos sí, pero a pesar de todo eso no nos arrepentimos ni por un segundo. Queríamos viajar por el mundo para conocerlo realmente, para contarlo tal como lo veíamos. Probablemente si nos hubiéramos alojado en un lugar acorde a nuestros estándares “normales” de vivienda, hubiera sido más cómodo, sí, pero nos hubiéramos perdido lo más valioso que nos dio esta experiencia: conocer una realidad tan diferente de la nuestra y la amistad de Abdel.

Volver a la adolescencia en Fez

—Lo lamento mucho, pero no voy a poder hospedarlos en mi casa —decía el mensaje que nos mandó Intrissar—. Pero no se preocupen que voy a hablar con algunos amigos y de alguna manera lo vamos a resolver. ¡Bienvenidos a Fez!
La cadena de favores marroquí acababa de empezar y nosotros no podíamos creer ese nivel de hospitalidad que parecía de otro tiempo, de otro mundo.
La historia de nuestro paso por Fez se había empezado a escribir sin que nos diéramos cuenta y varias semanas antes de que llegáramos. La empezó a escribir Abdel justo antes de que nos fuéramos de su casa, cuando teníamos todo Marruecos por delante y nos ofreció contactarnos con amigos que podían hospedarnos en otras partes del país.
Cuando le avisamos que estábamos camino a Fez, cumplió su promesa y nos contactó con Intrissar, una de sus amigas por aquellos lares, para ver si podía recibirnos en su casa. Intrissar tenía toda la buena voluntad del mundo pero apenas veinte años, todavía vivía con sus padres y ellos dijeron que no. La historia podría haber terminado ahí, pero ella no se quedó con los brazos cruzados y, cuando les contó a sus amigos sobre nosotros —unos amigos de Abdel que estaban recorriendo Marruecos—, Njema, una marroquí de dieciocho años que hacía menos de una semana se había mudado sola, se ofreció para recibirnos en su casa.
Llegamos al café donde Njema y sus amigos Hamza, Said y Adnan nos habían citado y, después de una brevísima introducción, cada uno de ellos cargó una pieza de nuestro equipaje y todos juntos emprendimos camino a casa. Pero que Njema viviera sola no era más que la teoría. Como era la primera de su grupo de amigos en estar en esa posición, su casa funcionaba como punto de reunión de la banda las veinticuatro horas del día. Ella hablaba árabe y francés pero no inglés, así que Hamza y Said, que hablaban un inglés envidiable, oficiaron de traductores.
En el camino paramos en una carnicería donde nuestros anfitriones adolescentes compraron carne para preparar kofta (familia de diferentes platos preparados a base de carne picada de vaca o cordero, muy típica en Oriente Medio, Balcanes e India). Mientras tanto, nosotros nos dejábamos llevar sin poder creer la magia de esa hospitalidad inmensurable que nos parecía de otro universo.
El departamento de Njema tenía cocina, estar­comedor, baño, una habitación y terraza. Todos los ambientes aparentaban proporciones más o menos normales, a excepción de la terraza, que era más grande que todo el resto de la casa junta y espectacular para el momento de chill out en las siempre calurosas noches de la primavera fecí. Estrenamos la estadía cenando juntos el kofta que nuestros anfitriones habían preparado, con la mano, mucho pan, en la terraza y sentados sobre alfombras y almohadones estilo Las mil y una noches. Toda la situación me parecía lo más marroquí que hubiera podido imaginar.
Se suponía que íbamos a dormir en un sofá en el estar­comedor, pero Njema insistió tanto en dejarnos su habitación y su cama para que tuviéramos privacidad que no pudimos hacer más que aceptar.
Cuando nos despertamos al día siguiente y abrí la puerta de la habitación, fue como haber viajado en el tiempo. No solo por el entorno, que fácilmente nos hacía creer que estábamos habitando varios siglos atrás (cosa que sentiríamos durante todo el viaje por Marruecos), sino que también sentí que habíamos vuelto a ser adolescentes. Del otro lado de la puerta, el piso del estar­comedor estaba minado de frazadas que no dejaban un centímetro de piso libre y funcionaban como camas improvisadas sobre las que el grupo de amigos dormía, abrigados por esa sensación tan propia de aquella época de la vida en la que no querés que la diversión y el disfrute se acaben.
El campo de frazadas se fue desarmando lentamente a medida que se fueron despertando, sin ningún apuro. Era sábado y no había compromisos. Lo que sí empezó a haber con el paso de las horas era un poco de hambre, y con eso se relacionaba la próxima sorpresa que recibiríamos.
En Marruecos cada viernes se come cuscús, algo similar a la tradición que tenemos en Argentina de comer ñoquis el veintinueve de cada mes, solo que el cuscús en Marruecos es todos los viernes del año. Es un plato muy típico del norte de África, especialmente de Marruecos, Túnez y Argelia. Está hecho a base de sémola de trigo, cuyos granos cocidos tienen un milímetro de diámetro. La costumbre, además, incluye hacer mucha cantidad y regalar a vecinos, amigos o familiares.
La mamá de Hamza se tomaba muy en serio estas tradiciones y el día anterior había preparado una cantidad descomunal de cuscús para que su hijo compartiera el sábado con la banda de amigos de la que temporalmente éramos parte. Había hecho cuscús tfaya, una versión específica de la región de Fez que se prepara con garbanzos, cebollas caramelizadas, pasas de uva, pollo o cordero y un sabor perfeccionado con siglos de práctica y mucha dedicación.
Nunca en mi vida había comido un cuscús tan rico. En realidad, nunca había comido cuscús de esa forma y solo lo había degustado contadas veces como sustituto del arroz. Esto era otra cosa. Lo comimos igual que el kofta de la noche anterior, al estilo marroquí y como indica la tradición: en el piso, todos en ronda alrededor de un plato gigante, solo que esta vez con cucharas.
Con las cabezas voladas después de aquel cuscús le...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Prefacio
  5. La precuela
  6. Turquía
  7. España
  8. Marruecos
  9. Inglaterra
  10. Italia
  11. Croacia
  12. Montenegro
  13. Kosovo
  14. Macedonia del Norte
  15. Bulgaria
  16. Grecia
  17. Alemania
  18. Epílogo
  19. Agradecimientos
  20. Sobre este libro
  21. Sobre la autora