El fracaso de lo bello
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El fracaso de lo bello

Ensayos de antiestética

Pablo Caldera

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El fracaso de lo bello

Ensayos de antiestética

Pablo Caldera

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Lo bello está siempre enfrente, en todas partes, a todas horas. Se extiende sobre los cuerpos, el ocio y las pantallas hasta saturar nuestro campo de visión. Lo buscamos con avidez y lo encontramos como una segunda piel que define nuestra forma de relacionarnos con lo real. Contra el exceso cegador de un mundo completamente estetizado, Pablo Caldera reivindica una mirada que atienda a sus sombras, sus vacíos y sus lapsus. Una mirada antiestética.El fracaso de lo bello da cuenta de la lenta muerte de una crítica carcomida por la precariedad y sin margen para desligarse del ritmo que impone la industria y su incesante producción de novedades. La alternativa que propone este libro es un tipo de crítica ágil, capaz de evidenciar los puntos ciegos de la estética e identificar los síntomas de la cultura contemporánea. Audaz como para ver la ideología que esconde un osito de peluche o detectar en el nuevo cine cruel un tipo de espectador que percibe la violencia sin implicarse en ella. Con una prosa imaginativa, híbrida entre la teoría, la sátira y la fabulación, Pablo Caldera da forma a un ensayo fundacional que revitaliza la manera de pensar y escribir sobre el arte y el cine.

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Información

Editorial
Caja baja
Año
2021
ISBN
9788417496586
Categoría
Art
Categoría
Art général
1. ¿Para qué sirve un peluche?
En un gran almacén de juguetes hay una alegría extraordinaria
que lo hace preferible a un piso burgués.
¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más
coloreada, limpia y reluciente que la vida real?
Charles Baudelaire
No me gustan los peluches, y, sin embargo, hace unos meses me regalaron uno bordado a mano, único en su prudente expresión fatal. Mi pareja lo había comprado por internet a una empresa americana que da trabajo a desempleados de larga duración. Era bastante caro para ser un peluche y guardaba parecidos mínimos con el sujeto al que pretendía representar: Andy Warhol. El muñequito luce un pelo más parecido al de Albert Einstein, totalmente alejado de la peluca plateada más famosa de su época, así como unas gafas rojas que, creo, Warhol nunca llevó. Pero la sorpresa que me produjo el objeto fue tal que rápidamente quise dar a conocer el tierno amasijo de tela y algodón que había cobrado la forma de artista camaleónico. Mis amigos rechazaron de plano el peluche: para ellos Warhol era un ser repudiable. Me sorprendió su reacción, si bien es cierto que yo había mostrado ya mi admiración por la figura de Warhol en alguna discusión en la que todos defendían que el jefe de la Factory no era ni queer –a pesar de Douglas Crimp– ni de izquierdas ni transgresor, que era un capitalista más con rastro palpable en el perverso y despreciable mercado del arte actual. En esto último no les faltaba razón.
Warhol nunca fabricó peluches, pero sí poseía, como casi todos los norteamericanos, un achuchable osito color crema.3 Es cuando menos curioso que el maestro del arte pop mecánico reprodujese artísticamente iconos del imaginario colectivo como las cajas Brillo, las sopas Campbell e incluso la silla eléctrica y no valorase la idea de inmortalizar la imagen de Teddy Bear, el peluche más famoso de la historia, anclado en el alto espectro de lo reconocible, al igual que las latas de sopa. Todas las familias tenían uno. En la interioridad del hogar, el espacio y el tiempo que ocupan ambos objetos hace evidentes sus diferencias: la lata Campbell desaparece rápido de casa, el peluche permanece; la alacena es el espacio del desorden, la habitación lo es del cuidado. Es quizás esa dimensión de estatismo, cariño y quietud la que hace del Teddy Bear un objeto antipop por su sentimentalidad ingenua y primitiva. Sin embargo, el peluche, más allá de servir como el sujeto de fantasía de miles de niños y de compañero en las noches más oscuras, es la imagen de un siglo. Hoy su figura resulta algo añeja, apenas se vende en jugueterías ni decora las habitaciones: ahora es un objeto de coleccionista cuyo valor sentimental se ha emancipado de la función para la que fue concebido. Cómo no me iban a regalar un peluche de Warhol.
El famoso nombre del osito se remonta a una anécdota con tintes míticos: a comienzos del siglo xx, el presidente Theodor Roosevelt se encontraba cazando en Misisipi cuando su guía, Holt Collier, encontró un oso y pretendió matarlo. Tras haber dejado al animal moribundo, esperó a que el presidente le diera el último remate, y Roosevelt, argumentando con solemne hombría que era ilegítimo matar a un animal que ya se encontraba indefenso, decidió no disparar. En la fotografía del osito de Warhol
tomada por David Gamble pocos días después de la muerte del artista, el osito Teddy reposa junto a unas botas de cowboy y una cariátide kitsch. Extendiendo las manos en posición de abrazo, el oso parece ser el único elemento consciente del vacío del apartamento. La imagen convierte esos objetos ya sin dueño en los elementos de una composición still life o naturaleza muerta; todo el movimiento de los objetos posartísticos, el ingente ritmo de producción de la Factory, la rapidez de las imágenes montadas de Jonas Mekas, la fuerza de las Plastic Inevitables, toda la ligereza que rodeaba a Warhol y su ambiente contrasta con la solemne presencia del osito que espera ser abrazado. Es una de las mejores imágenes del duelo contemporáneo que recuerdo: el silencio de los sujetos cercanos y su sustitución por la quietud de los objetos, cargados ahora con un mayor tono afectivo, sobreviviendo al dueño. «Devuélveme el rosario de mi madre / y quédate con todo lo demás».
A diferencia de las Campbell, el peluche, imagen del interior y la interioridad, obedecía a unos ritmos de producción mucho más bajos. Quizás a Warhol no le interesó porque constató que tan solo era una imagen y no una marca –esa es la evolución de los objetos cotidianos bajo el capitalismo–, como sí lo eran Elvis Presley o Liz Taylor. Warhol no podía camuflarse en su oso de peluche como hacía con todas sus creaciones, porque eso habría despertado sospechas en torno al significado de la imagen, y todo en Warhol, desde un accidente de coche hasta una silla eléctrica, ha de estar vacío de significado. Un peluche difícilmente puede dejar de significar: está irremediablemente relacionado con lo sentimental y con la infancia, con la ternura y la memoria. El peluche camufla todos los atributos violentos, fuertes o peligrosos del animal que quiere representar mediante la adhesión a formas estéticas que producen sosiego y cercanía. La belleza sirve de coartada.
También es lógico que, una vez desaparecido Warhol, su imagen se convirtiera en marca y su marca en peluche. Un peluche siempre es una simplificación; mezcla de marca, imagen y representación. Como imagen, el peluche de Andy Warhol está más o menos conseguido: reduce el mito a cuatro características esenciales. Como marca, comercialmente hablando, y por suerte, deja mucho que desear. Como representación, es absolutamente inofensivo. Y digo inofensivo porque es evidente que las representaciones pueden llegar a ofender: demasiados años de debate sobre representación racial y de género en las películas y las series nos permiten concluir que hay representaciones justas y representaciones injustas,4 que la justicia no es solo una cosa que se hace en los tribunales delante de un código penal, sino una idea que permea cualquier relación social y que configura el espacio de visibilidad público. El peluche de Warhol es inofensivo, pero no siempre los peluches consiguen tapar con ternura la reproducción de la injusticia. Inocentes en apariencia, los peluches han ayudado, incluso antes de la formación de la cultura de masas, a forjar estereotipos. El caso del muñeco Golliwogg es paradigmático: un trozo de trapo negro, con típico pelo africano, sonrisa de payaso y adornado con una pajarita, constituyó para los niños de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado un divertimento esencial. El muñeco, incluso cuando solo reposaba en la sala de estar de los hogares de clase media americana y australiana, replicaba prejuicios raciales y asumía dialécticamente la violencia contra los afroamericanos: al mismo tiempo que contribuía a su consecución, reduciéndola a un estereotipo inocente, la negaba. En muchos hogares, el muñeco negro reflejó todo un comportamiento social y solo en décadas posteriores, y debido a reivindicaciones y protestas políticas, su nivel de producción bajó hasta conseguir que su mera aparición en el espacio público causase rechazo y desdén. Sería lógico pensar en esta desaparición del mercado como un triunfo de la justicia social y como una muestra de progreso y aceptación. Sin embargo, al constatar que en 2019 una forma aún más cruel de Golliwogg –más consciente de su violencia, pero también más estilizada en su estereotipo– llegó a ciertas jugueterías de New Jersey, uno no puede evitar sacar conclusiones precipitadas o emitir juicios banales entre lo ridículo y lo apocalíptico: la historia se repite primero como tragedia y después como farsa, ninguna conquista política es definitiva, las crisis del capitalismo son cíclicas, etc. ¿Realmente da para tanto un peluche? Sí: un peluche no solo es un objeto de compañía, es un catalizador afectivo. Esa importancia sentimental es una densa nube que tapa la vida secundaria del objeto, su existencia antes de llegar a los hogares, su diseño. No es que los peluches escondan nada, no pretendo sostener una teoría de la conspiración sobre su oscuro fundamento punitivo ni levantar un prejuicio sobre ellos, sino precisamente concebirlos principalmente como lo que son: configuradores de la sensibilidad, modelos estéticos y, por tanto, políticos. El Golliwogg demuestra que un objeto tan aparentemente inofensivo, cuya finalidad no es otra que divertir y apaciguar el peso de los traumas infantiles, puede servir de afrenta.
Imagen
Frente al Golliwogg, el osito Teddy se muestra como el peluche estético por excelencia, porque la estética siempre se relaciona inconscientemente con la belleza, la ternura y el fulgor. Anterior a la Barbie y los muñecos de plástico, el peluche ideado por Margarete Steiff destaca por su aparente imparcialidad y su versatilidad social: que tanto un millonario como Andy Warhol como un obrero de Detroit tuvieran uno en su habitación, como se tiene una televisión, evidencia su importancia. Si, por motivos parecidos, la industria televisiva es la gran conquista cultural del capitalismo tardío, el oso Teddy es su gran conquista estética. Condensa todas las particularidades estéticas de una época al mismo tiempo que las borra y logra que las ignoremos. No podemos mirar un peluche sin pensar en el osito que debe su nombre a Theodor Roosevelt, no existe forma de desasirse de la identidad del objeto y de sus fuerzas sensibles. El osito ha sido constantemente imitado, replicado y vilipendiado; también se ha convertido en marca y en imagen de marcas, en personaje y figura.
2011. Tres días antes de que explotara la revolución de los indignados en la Puerta del Sol, un autorretrato de Andy Warhol se vendió por 38 millones de dólares en Christie’s. Fue lo más caro, pero no lo más sonado de aquella subasta: el artista suizo Urs Fischer batió su propio récord personal vendiendo un gran oso de bronce por 6,8 millones de dólares. La escultura de bronce y más de siete metros de altura representa a un oso de peluche amarillo, en postura de abandono, de cuya cabeza emerge una lámpara capaz de iluminar cualquier plaza. Así lo hizo a los pies del edificio Seagram de Nueva York diseñado por Mies van der Rohe, que le sirvió de escaparate sélfico durante meses.
Un osito Teddy devastado estimula la sensibilidad de todo aquel que lo observe, esa capacidad de iluminar que Fischer le atribuye a la figura es una especie de promesa y reclamo: «Ven, abrázame». La escultura asume su distancia histórica con lo referenciado, convierte en pop un objeto ajeno a la cultura pop. Como el Puppy de Jeff Koons, símbolo del Guggenheim de Bilbao, el osito-lámpara de Urs Fischer evidencia la suma importancia que tiene la nostalgia en el mercado del arte contemporáneo. Y, finalmente, los encargados de pensar la Estética deciden prestar más atención al osito gigante que al peluche: así se corona la tarta del aparente estudio estético y así se produce, de nuevo, la veladura social que caracteriza a la disciplina.
Entre el peluche que reposaba en la mesita de noche de Andy Warhol y el disfraz de algodón y gomaespuma tamaño gigante de Winnie de Pooh que un individuo precario debe usar para ganarse la vida en la Puerta del Sol como modelo fotográfico hay una distancia considerable en lo social, pero no en lo estético. Si miramos ambos fenómenos desde un punto de vista puramente estético, llegaríamos a anular toda evidencia social. Es un caso demasiado obvio, pero no siempre sucede así: el prisma estético es inconsciente y particularmente escapista, y, si bien desde los comienzos de la estética se ha concebido a esta como una gnoseología inferior, es decir, una peculiar forma de conocimiento de los objetos, como una singular facultad de la sensibilidad subordinada al entendimiento, se trata, en realidad, de una forma de ver, conocer y juzgar el mundo. No es que haya una visión estética de las cosas, es que nuestra visión de las cosas es principalmente estética. Por eso Andy Warhol no necesitó más que reproducir las cajas Brillo, sin añadirles una sola diferencia superficial, para convertirlas en un objeto artístico: estaban ya estetizadas.
Lo estético implica un complicado trasvase entre objetos y cosas. La diferencia entre ambos conceptos es fundamental: un objeto permite el conocimiento, el estudio; una cosa no: la cosa reifica, impide una recepción que no sea instrumental. La Bauhaus y Marcel Duchamp, quizás los dos pilares –por su arrolladora influencia en todo lo posterior– del arte del siglo xx, lo tenían claro: toda manipulación de las cosas está decididamente vinculada a una finalidad práctica; la particularidad del objeto está dejada de lado. Estetizar es, en cierto sentido, negar, hacer inconsciente el origen social de los objetos. Pero la estetización produce su propia epistemología, y tiene, como veremos más adelante, un pape...

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