Cuando te llaman terrorista
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Cuando te llaman terrorista

Una memoria del Black Lives Matter

  1. 248 páginas
  2. Spanish
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Cuando te llaman terrorista

Una memoria del Black Lives Matter

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Este libro de memorias poético y poderoso narra lo que significa ser una mujer negra en Estados Unidos y la cofundación de un movimiento que exige justicia para todos en «la tierra de los libres».Criada en un barrio empobrecido de Los Ángeles, Patrisse Khan-Cullors experimentó de primera mano el prejuicio y la persecución que sufren los afroamericanos a manos de las fuerzas del orden. Acosados deliberada y despiadadamente por un sistema de justicia penal que funciona según la agenda de privilegios de los blancos, los negros están sometidos a una categorización racial injustificable y a la brutalidad policial.En 2013, cuando el asesino de Trayvon Martin quedó libre, la indignación de Khan-Cullors la llevó a cofundar Black Lives Matter con Alicia Garza y Opal Tometi.Condenadas como terroristas y consideradas una amenaza para Estados Unidos, crearon una etiqueta que dio origen al movimiento para exigir responsabilidades a las autoridades que hacen la vista gorda ante las injusticias infligidas a las personas negras. Cuando te llaman terrorista es un relato empoderador de supervivencia, fuerza y resiliencia.

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Información

Año
2021
ISBN
9788412442717
Edición
1
Categoría
Literatura
imagen

08
La noche más oscura
Repetición
«Ven a celebrar conmigo que todos los días ha habido algo que ha intentado matarme y no lo ha conseguido».
Lucille Clifton
Estoy sumida en un necesitadísimo sueño cuando me despierta el teléfono poco después de las doce de la noche. La voz que oigo es la de mi madre: Trisse, es tu hermano, dice. Monte. Le han detenido.
Me incorporo inmediatamente e intento que mi cuerpo y mi cerebro se espabilen. Siento un cansancio profundo y penetrante. Es el año 2006 y estoy estudiando a tiempo completo —una licenciatura en Filosofía con especialización en las tradiciones abrahámicas—, pero también trabajando a tiempo completo con Mark Anthony y con nuestro amigo Jason, impartiendo un programa especial sobre trauma y resiliencia en mi antiguo instituto, Cleveland. Tardo un minuto en despertarme del todo. Hace solo un mes que mi padre, Gabriel, ha ingresado en prisión, en uno de los centros dedicados a la extinción de incendios. ¿Cómo voy a encontrar alguna lógica en lo que me está diciendo mi madre? ¿Cómo voy a encontrar alguna lógica en un mundo que parece totalmente empeñado en desafiarla?
Monte había vuelto a casa en 2003 tras su primera condena y, como descubrimos enseguida con espanto, no existía infraestructura alguna para ayudar a garantizar su reinserción ni su salud mental. Lo que ocurriera sería el resultado de lo que hiciéramos nosotros, la familia, y de nuestra capacidad para gestionar una grave enfermedad mental. Enseguida aprendimos que cualquier medida que se tomara iba a venir, o bien de nosotros —solos, sin ayuda de los profesionales médicos—, o bien de la policía. El horrible recuerdo de la primera crisis de Monte, durante la cual aprendimos que no había servicios sociales ni sistemas de protección para mi hermano, pendía sobre todos nosotros como una espada. Convivíamos con el runrún constante de la ansiedad. Para gestionar mis emociones, me fui volviendo cada vez más hacia el mundo espiritual, hacia aquello que no podía ver pero sí sentir en todo momento, lo que quiere decir que rezaba a menudo y me fui rodeando cada vez más estrechamente de la familia que había formado. Mark Anthony y Tanya, una buena amiga del instituto. Jason, del trabajo. Mis nuevos amigos del Strategy Center. Ellos fueron mi sostén.
Cuando Monte volvió a casa, una vez que conseguimos que se estabilizara después de semanas en el hospital, lo que más deseaba era ser autosuficiente. Pero a causa de sus constantes entradas y salidas de los centros de internamiento de menores cuando era pequeño —por beber, por hacer grafitis o simplemente por estar en la calle con sus amigos— y de su posterior estancia en la cárcel, claro, jamás había trabajado, con la excepción de los trabajos forzados que hiciera cuando estaba en prisión.
Le ayudamos a conseguir un trabajo mal pagado y de baja categoría en el Rite Aid del barrio —tanto a Carla como a mí nos había tocado trabajar en tiendas de la misma cadena en Los Ángeles— y todavía recuerdo lo emocionado que estaba al final de su primer día: Trisse, ¡lo tengo dominado! Se sentía orgullosísimo. Pero al cabo de una semana en su primer trabajo remunerado, rápidamente le despidieron. Había llegado su certificado de antecedentes penales: No queremos exconvictos, tío, largo de aquí.
Intentamos arroparle y mi madre le suplicó que se fuera a vivir con ella, arriesgándose a perder la ayuda al alquiler que recibía. Si eres beneficiario de una de esas ayudas públicas, no puedes meter a vivir en tu casa a una persona que haya sido condenada por un delito. Ni siquiera si es menor de edad. Ni siquiera si tiene una enfermedad que le impide cuidar de sí misma. Ni siquiera si no puede encontrar trabajo porque nadie contrata a una persona con una condena previa, ni siquiera para los puestos más bajos. En California existen más de 4.800 disposiciones que ponen obstáculos a la reinserción de los presos, desde las que prohíben el acceso a empleo, vivienda y alimentación hasta las que les impiden recibir becas de estudios, entre muchas otras. Puede que tu condena sea de dos años, pero eso no significa que no vayas a cumplir cadena perpetua.
En cualquier caso, Monte no quería poner en riesgo a mi madre y, en contra de nuestra voluntad, decidió volverse a vivir con Cynthia, la madre de su hijo Chase. Pero Cynthia tenía sus propias dificultades en la vida desde que, años atrás, había recibido un disparo que le había provocado una parálisis. Algunas eran físicas, otras eran emocionales y todas estaban muy presentes. De hecho, mi madre intervino y obtuvo la guarda de Chase debido a la agobiante situación de su madre y a los problemas de mi hermano. Pero Cynthia, una mujer pobre con una discapacidad y con un trastorno por estrés postraumático por haber estado a punto de morir con solo dieciocho años para el que nunca había recibido tratamiento, no estaba en condiciones de ocuparse de que Monte se tomara la medicación o de llevarle al hospital del Condado de Los Ángeles y la Universidad del Sur de California para que los médicos le controlaran la dosis.
Y al igual que mucha gente que padece un trastorno esquizoafectivo (un diagnóstico que comprende el trastorno bipolar), con el tiempo Monte empezó a sentir que se encontraba bien —mejor, de hecho— sin la medicación. Nosotros al principio no supimos esto, pero cuando empezamos a verle adoptar comportamientos extraños —tenía el ánimo exacerbado, estaba sobreexcitado, hablaba demasiado rápido—, mi madre, Paul y yo insistimos en que nos dejara llevarle al médico.
Monte, necesitas ayuda médica, intenté convencer a mi hermano. La necesitamos todos. Pero la relación de mi hermano con los médicos había tenido lugar principalmente en la cárcel, cosa que para él sin duda había hecho tambalearse, por no decir que había destruido por completo, la asociación entre medicina y curación. Incluso después de la cárcel, cuando ya estaba en casa y le ingresamos en el hospital del Condado de Los Ángeles y la Universidad del Sur de California, los médicos no trataron a mi hermano, un hombre negro y pobre de una familia negra y pobre, un exconvicto, como a una persona cuyo grave estado le diera ninguna prioridad. Actuaban de forma mecánica, estoy segura de que en parte porque ellos mismos estaban desbordados. No recordaban su nombre ni los nuestros. No había tiempo para palabras amables o tranquilizadoras junto a la cama del paciente. Ingresar, estabilizar y a la puta calle. Hay que dejar libre la cama para otro. Para mi hermano, hablar de hospitales era hablar de daño, por no decir de auténtico odio: Monte sabía que no le tenían ningún aprecio y que ni siquiera tenían mayor interés en que estuviera bien, sino simplemente contenido, controlado.
Pero en esa madrugada de la primavera de 2006, mi madre me dice que no sabe los detalles, que ha recibido una llamada de Monte, pero que estaba alterado y no se le entendía bien. No podemos hacer nada para ayudarle hasta la mañana siguiente. Le digo a mi madre que a primera hora iremos a Twin Towers, la cárcel del condado de Los Ángeles donde doy por supuesto que tienen detenido a mi hermano.
Monte no está en Twin Towers, me informa mi madre. No sé qué ha pasado, pero está en el hospital, me dice. Tenemos que ir a verle allí.
Hay un miedo que te agarra y te aprieta con fuerza, como un tornillo de banco, como un garrote vil, cuando entras en un territorio que no conoces ni puedes conocer. Es cierto que en esos momentos puedes experimentar instantes fugaces de alivio: quizá el desenlace no sea como esos finales espantosos que no puedes evitar imaginarte. Pero no consigo sentirlos ahora, en nuestra noche más oscura, en este peligroso campo de batalla que atraviesa mi familia, en una guerra que en este momento se está librando contra mi hermano, un hombre que está intentando vivir en un mundo que se niega a tener una relación con él que no se base en el dolor.
Cuando Paul, mi madre y yo vamos al hospital, mi hermana Jasmine no viene con nosotros. Ver a Monte en el estado en el que nos tememos que va a estar es demasiado p...

Índice

  1. Portada
  2. Cuando te llaman terrorista
  3. Prólogo, de Angela Davis
  4. Parte I. Todos los huesos que encontramos
  5. Parte II. Black Lives Matter
  6. Agradecimientos
  7. Índice
  8. Sobre este libro
  9. Sobre Patrisse Cullors y asha bandele
  10. Créditos