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Relatos y ensayos

  1. 200 páginas
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Relatos y ensayos

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Relatos, textos autobiográficos y ensayos de un Kureishi en plena forma: mordaz, sagaz, vibrante y provocador.

Este libro reúne un variado repertorio de piezas breves de Hanif Kureishi: relatos, textos autobiográficos y ensayos. Un buen muestrario del talento narrativo y la punzante mirada del escritor.

Entre los primeros: un hombre de negocios viaja en un avión al que se le deniega el permiso para aterrizar y la situación se complica. Un matrimonio al borde del divorcio se reta a una carrera por la calle. Una mujer paquistaní exiliada debe regresar a su país para enfrentarse a su hijo. Un hombre acompaña a una chica a la salida de una fiesta y descubre que es la hija de un amor de juventud. Y una provocadora distopía: un mundo en el que los ancianos viven más de ciento treinta años y esclavizan a los jóvenes para satisfacer sus caprichos sexuales.

En cuanto a los textos autobiográficos, van desde una evocación de la propia educación sentimental, sexual y literaria hasta la estafa que Kureishi sufrió a manos de su gestor, que le robó todos los ahorros. Y, por último, los ensayos, sobre temas que van de lo literario a lo sociopolítico: creación e imaginación; la maestría literaria de Kafka; el matrimonio en la narrativa, el cine y el teatro; el emigrante en el imaginario europeo y el problema del racismo.

En formato breve, Kureishi nos regala la misma intensidad y actitud irreverente que en sus novelas. Una miscelánea imprescindible.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433943385
Categoría
Literatura
UN ROBO: MI ESTAFADOR
Una multitud muda de infames arañas /
Acude para tender sus redes en el fondo de nuestros cerebros...
CHARLES BAUDELAIRE, Les fleurs du mal
Conocí a un hombre que le dio de comer un gusano a mi oreja, donde el gusano vivió más de un año y estuvo cómodo y empezó a devorar mi mente y comerse mi cerebro. Yo, colonizado e infectado, estaba ansioso y deprimido y, a veces, me sentía como un caparazón. Me tambaleaba como un moribundo e intentaba dormir todo lo que podía; estar despierto no era nada divertido. Entendí lo que era esconderse, negarse a uno mismo y la pasión por la ignorancia.
Lo sensato suele ser lo último que la gente quiere ver, pero, con el tiempo, la verdad aprieta hasta que tienes que abrir los ojos. Empecé a odiar a ese hombre, a quien acababa de conocer, pero que me había toreado, y, luego, engañado y robado. En un determinado momento parece que incluso se hizo pasar por mí. Después desapareció, pero sin dejar de llamar todos los días durante meses, con sus disculpas, ofertas de ayuda y locas promesas.
Vi que mi odio era tan grande que no solo me corrompía –arruinando mi visión del mundo hasta creer que ya solo era repugnante–, sino que, para mi sorpresa, por alguna misteriosa alquimia, se estaba convirtiendo en amor. Empezaba a amar a mi ladrón, un hombre al que apenas conocía, pero en quien confiaba y hasta me gustaba, y quien se había llevado mis ahorros, entre otros crímenes. En un momento bajo llegué a llamarle cada hora. Me mostraba impaciente con los demás porque pensaba en él todo el rato. Me despertaba por la noche para pensar en él, y, cuando al final llamaba, mi corazón daba un salto. Me retiraba a una habitación tranquila para escuchar cada tono de su voz. Iría, llegué a pensar, a su casa para verlo en la intimidad. Me convertiría en su acosador.
Freud escribió que el amor implica el menosprecio de la realidad y la sobrevaloración del objeto deseado. Mientras que la idea de evaluar correctamente a una persona es una idea rara, si no imposible, podemos decir que Freud sugería algo así: por varios motivos, muchos de ellos masoquistas, nos involucramos con personas que no tienen manera de darnos lo que pedimos; podemos esperar tanto como queramos, pero no lo tienen, y un día, si soportamos abandonar nuestra fantasía y ver claramente, podremos enfrentarnos a la realidad. Intentaremos sentirnos realizados en otra parte, en un lugar donde nuestras necesidades puedan, al fin, verse cumplidas.
Cuando empezó este asunto, uno de mis representantes, el hombre que había recomendado a Chandler, me había contado lo cautivador que había sido Jeff en las reuniones. Astuto y decidido, Chandler había resuelto las cuentas de mi representante, así como las de la familia de mi representante. Chandler lo tenía todo controlado. Sabía lo que hacía. Todo el mundo se sentía a gusto en sus manos. Pero, hacia el final, cuando todo había salido mal, la verdad era que Chandler no tenía nada. Sin embargo, se mantuvo confiado, y le gustaba dar la impresión de tenerlo todo. O sostenía que pronto lo iba a tener: los fondos estaban de camino desde España o Suiza. Así que me lo estaba buscando, pero él sabía, y con el tiempo me di cuenta, que lo había perdido todo. Nunca volvería, y esa era una pérdida con la que tendría que aprender a vivir, sobre lo que tendría que pensar, que tendría que tratar de asimilar.
El pop y el teatro, mi primeros amores culturales, son, en contenido y forma, juegos de engaño, mentira y travesuras, donde no hay nada auténtico o verdadero tras esa fachada artificial, salvo el deseo de jugar y de ser otro. David Bowie sabía que el pop era un engaño; elevó y modificó todo lo que le interesaba. Siempre me ha fascinado la nefasta astucia de hipnotizadores, embaucadores, tahúres, charlatanes, estafadores, convencedores, mentirosos, bocazas, bígamos, tramposos y de los que se esconden; hombres que tenían tres familias viviendo en el mismo barrio sin que ellas lo supieran, otros que se hacían pasar por médicos, pilotos o nadadores olímpicos, o que escondían un pasado atroz como nazis. Me gusta pensar en el hombre que intentó vender la Torre Eiffel a un industrial convenciéndole de que tenía que usarse como sobras de metal. Pienso en agentes secretos, en cualquiera que haya convencido a alguien de algo, alguien que no tenga nada pero que pueda persuadir a otros, con palabras, de que lo tiene todo, o al menos algo deseable. El estafador es el que tiene la contraseña de tus esperanzas, el que toca el punto G de tus deseos. La honestidad y la franqueza son aburridas; el estafador te hace ver que la vida podría ser más gratificante de lo que es. Es el procurador de todos, el hechicero que conjura la fantasía en ti, la madre munífica que te llenará de cosas buenas, el que puede identificar lo que quieres antes de que tú lo veas. Uno no debería olvidar que el cuento de Hans Christian Andersen «El traje nuevo del emperador» es la historia de una estafa que casi triunfa, de un par de tejedores que convencen al emperador de que es más de lo que es. La vanidad de él es su instrumento, y juegan con él hasta que queda expuesto y humillado.
Como muchos de nosotros, vengo de una familia de chulos, fantasiosos y bocazas, y yo mismo quería ser grande, en su momento; más grande de lo que era, de hecho. A veces creí que nosotros, los bocazas, jugábamos todos al mismo juego: ¿acaso un escritor no es una especie de estafador o alguien que embelesa, contando historias de su vida como Sherezade, atrayendo al otro en una conspiración de mentiras, convenciéndole de que gire la página y crea en chorradas?
Como es natural, me identificaba con el estafador y su omnipotencia sobre los demás, y no con sus víctimas. Pero en este caso yo era la víctima; yo era el seducido y abducido. Jeff Chandler se había servido de mi dinero, y me había robado más que eso: me había robado una conexión útil y orientadora con la realidad, que, cuando desapareció, me dejó desconsolado, desdichado, mareado y fuera de control. Me había ganado y rematado.
Pero mucho antes que eso, y antes de que aprendiera que los locos, hoy en día, se pueden disfrazar de expertos en dinero, había oído que nadie conoce a un contable cuerdo. Sin duda, uno de mis anteriores contables iba sucio, era casi incoherente y, al final, estaba lleno de manchas de pintura después de caerse, dijo, encima de una valla de camino a mi casa. Sin embargo, antes de ese derrumbe había sido una mezcla de insania, probidad, astucia e inteligencia elevada.
Por mi parte, yo era un buen burgués bohemio que siempre había tenido unos ingresos razonables y seguros. Creía que mi único deber era mantener a mis hijos, y por lo demás no me gustaba pensar en dinero. Como necesitaba un contable, un amigo muy amable me recomendó a alguien competente que conocía, pero que, para sacarse un dinero extra, se vestía de cuero y hacía de dominatrix por las noches. Podías archivar tus gastos y hacer que te pegaran con el látigo. Le di las gracias a mi amigo, pero pensé que, como el trabajo era relativamente simple, sería buena idea optar por la persona más recta que encontrase, un pilar de la comunidad. Y Jeff Chandler parecía honesto. La empresa de la que había sido socio durante diez años –llevaban setenta– era el colmo de la respetabilidad, con oficinas inteligentes y una clientela exitosa. Ese empleado de clase media baja sabría y seguiría las normas, para que yo las pudiera romper en mi imaginación. Esa era la idea. ¿Qué podía salir mal?
Fue un alivio cuando Jeff apareció en mi casa, con su aspecto competente, impávido y con todo bajo control. A veces, lo que uno quiere es certeza y unas guías, alguien que sepa lo que hace mejor que tú. Jeff no parecía un sobrado, como algunos. Y a mí me habían entrenado, de pequeño, para confiar; como escritor, escuchaba.
Cuando el estafador cruzó mi puerta por primera vez, vi a un hombre pequeño y regordete, con una voz aguda, a quien podía imaginar cantando con entusiasmo en un coro. Llevaba unos zapatos marrones de baja calidad y un traje mojado, y no tardó en informarme de que una de sus aficiones era coleccionar recuerdos de James Bond. Junto con su amor al thriller, llevaba las finanzas de varias iglesias: se encargaba de montar noches de trivial para recaudar fondos. Su iglesia congregacional de Essex apoyaba a otras iglesias parecidas en Albania. Así es como, al parecer, había conocido a su «prometida» albana, que es como siempre describía a la mujer con la que parecía tener algo. Superamable, de trato fácil y naturaleza antidogmática, Jeff me dijo que le podía llamar a cualquier hora. Y ciertamente él siempre llevaba puestos los auriculares del teléfono, murmurándole al micro hasta cuando entraba en mi casa y se sentaba en la mesa a la espera de que le trajese un poco de agua. Siempre estaba disponible, declaró, excepto los domingos por la mañana, cuando no debía llamar porque estaba con su familia en la iglesia. Era devoto y no bebía alcohol; ni siquiera la locura del té cruzó nunca sus labios.
Dijo que le llamaban más de cien veces al día. A veces trabajaba veintitrés horas seguidas. Cuando estaba ocupado, dormía solo los días alternos. Pensé: bueno, hay mucha locura heroica y maníaca por ahí, y la mayoría no es virulenta. Mira cómo la fluidez inquieta y el flujo de ideas pueden estar ligados, por ejemplo, al arte. Me gustaba; me fascinaba y hasta le tuve envidia, durante un tiempo. Por qué un artista tendría envidia de un contable puede parecer un misterio. Pero no hacer nada –una gran porción de tedio y ensoñaciones– es esencial para la actividad de un escritor. Qué maravilla ser como él, con un cerebro tan rápido y tan solicitado. Al tener tantas cosas que hacer y jugar con el dinero de manera tan competente, las horas debían pasar volando en un alboroto de materialismo terrenal. En comparación, nosotros, los artistas, no tenemos ninguna utilidad hasta que alguien nos la da.
Los artistas siempre son ambiguos sobre sí mismos, y más sobre la posición que ocupan en la sociedad. ¿Estamos dentro o fuera? ¿Tiene alguna utilidad social lo que hacemos? ¿Debería tenerla? ¿Estamos en el mundo del espectáculo o en mantenimiento? Igual que el sueño escapa a la agencia utilitaria y la vigilancia de nuestro ser diario, y rebate la creencia de que podemos gobernarnos a nosotros mismos, la mayoría de los escritores verdaderos preferirían estar en lo que yo llamo el lado «Genet» de la balanza, con los criminales, ladrones y locos, antes que colocarse en la farsa y la falsedad de lo respetable. El arte viene del caos para hacer más caos. El artista, cuando puede, escapa a las restricciones de lo que ha hecho antes; tiene que hacerlo. Y yo, cada día, tenía que luchar contra el impulso de ser más convencional, de volver a lo fácil. Mis miedos me habían hecho estar demasiado a salvo.
La segunda vez que vino fue cuando Jeff hizo su jugada. Me dijo que la empresa, como anunciaba en su página web, hacía inversiones para sus clientes más distinguidos. Muchos de sus amigos, junto con algunos antiguos clientes, incluidos varios escritores (cuyos nombres le estaba prohibido revelar), invertían en un proyecto que llevaba para la empresa de contabilidad. La idea era recaudar doscientas mil libras para que alguien las usara como prueba de fondos. Lo único que tenía que hacer Jeff era guardar bien mi dinero durante ciento veinte días, antes de devolverlo con buenos intereses. Él sabía que lo había dejado con mi novia, y después con otra novia, y que tenía pendientes unos pagos del colegio. Ya no ganaba tanto como antes. Iba mal, había pasado mi momento, y los adelantos para libros y películas se habían desvanecido para todo el mundo. Los tipos de interés habían caído en picado, y la gente perdía el trabajo. Hay un abismo bajo la mayoría de nosotros, y a veces tu pie se sumerge en él, y entonces entiendes algo sobre lo catastrófico y la pérdida. La mayoría de mis contemporáneos, los que no se habían enriquecido en los buenos tiempos, daban clases. La academia se había convertido en nuestro patrón, un propósito como cualquier otro; apoyábamos a los alumnos, y la universidad nos daba tiempo para escribir.
Jeff ofrecía un interés elevado, pero eso era solo porque se trataba de un acuerdo a corto plazo, explicó, y yo tenía suerte de haberme podido unir tan tarde. Más de ciento veinte días después de mi primera inversión, Chandler pagó el interés que me debía. Le dejé el capital, y le ofrecí una porción más grande de dinero. Murmurándole, como siempre, al teléfono, me llevó en coche al banco para que lo sacara, los pies apenas le llegaban a los pedales de su enorme todoterreno, y el ordenador estaba bien aparcado en el salpicadero.
Si ese día parecía particularmente asustadizo y nervioso, lo achaqué a su vida frenética. Pero, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que sabía, en el momento en que le di el dinero, que me estaba engañando, que todo era mentira, y que ese dinero, que había guardado para la educación de mis hijos, estaba perdido. Pero no dijo nada, solo sonrió. Por entonces ya le había dado más de cien mil libras, que era el dinero que nunca devolvió, el dinero que robó, escondiéndolo por ahí o perdiéndolo ante otros timadores.
Resultó que eso no era lo más grave. Durante ese tiempo, la primavera de 2012, estuvimos haciendo negocios en una sociedad de préstamo inmobiliario que estaba cerca de mi casa. Jeff me ayudaba a «sacar más provecho» de mis cuentas. Me pidió que le diera mi carné de conducir, que era mi carné de identidad, para enseñárselo al ayudante que estaba en la caja. Debió de copiarlo, porque unos días después mi cuenta de la sociedad de préstamo inmobiliario estaba vacía: la habían saqueado. Estuve un par de semanas sin darme cuenta de eso, hasta que volví a la sociedad a sacar dinero y me encontré con que la cuenta había sido vaciada. Ese momento fue como si me pegaran con un ladrillo en la cara; me senté un rato con la cabeza entre las manos, tratando de ordenar los fragmentos de esta historia en una sola pieza. Supe, mucho más tarde, tras mucha confusión, que Jeff se había metido en una sucursal de la sociedad en Londres Norte, donde yo nunca había estado, y había enseñado alguna versión de mi carné de identidad, falsificado mi firma y salido con ochenta mil libras.
La tarde del descubrimiento, pese al estado de shock, algún instinto me hizo seguir con mis averiguaciones. Fui a las sucursales de algunas inmobiliarias que estaban cerca de donde vivía preguntando si tenían cuentas a mi nombre. Las primeras dos no tenían, pero resultó que la tercera sí. Cuando pregunté al respecto tuve la inquietante experiencia de que el encargado de la sucursal me preguntara si yo era el Hanif Kureishi «real» o un impostor.
–¿Cómo sabemos que eres tú? –dijo–. ¿Y no otro hombre?
–Tengo mi documentación –dije.
–Pero él también –contestó.
Por mucho que me guste darles vueltas a preguntas interesantes, y dejando a un lado el hecho de que el encargado de la sucursal se hubiera convertido en un filósofo de la epistemología, se habían apoderado de mí. Mi nombre le pertenecía a otro. Me había convertido en un don nadie, en un cero a la izquierda, mientras que Jeff se había convertido en mí. Después de rumiar sobre este intercambio tan vertiginoso, dije que un impostor no estaría tan enfadado, y no gritaría. Estaría nervioso, eso seguro. «Su firma es la misma que la tuya.» Empujó una copia encima de la mesa. No tenía ningún parecido con la mía. ¿Cómo podía demostrar que dos cosas bastante diferentes eran dos cosas bastante diferentes? La situación empeoró cuando resultó que Jeff también había dado una dirección falsa en Londres Sur. Comprobé el lugar; estaba muy cerca de la casa de mi infancia. Planeé ir ahí y encontrarme conmigo mismo, viviendo otra vida. Nos podrían presentar.
Pero aún no lo había pensado bien, y ni me había dado cuenta de que Jeff estaba metido en esto; no se me había ocurrido. Así que, después de cometerse este delito, enseguida llamé al criminal, a sabiendas de que me ayudaría. Y lo hizo. Jeff estaba muy enfadado con la sociedad inmobiliaria por haber entregado mi dinero con una firma falsa. Dijo que si tuviese más tiempo iría a la sociedad y les cantaría las cuarenta. Era evidente que las firmas no iban a coincidir. Era como el salvaje Oeste ahí afuera, dijo. Había, por lo menos, unos diez mil intentos de fraude en los bancos británicos, y muchos tenían éxito. Por suerte, la sociedad inmobiliaria se responsabilizó –al haber entregado mi dinero con demasiada facilidad–, y me devolvió el importe. Pasó un tiempo, de todos modos, antes de que le pudiese dar vueltas al asunto y ver que había sido el propio Jeff el que me había engañado, y después tratado de ayudar. Tendría que haber ido con Miss Latigazo, la dominatrix.
También durante este tiempo, cuando Jeff debió de estar tan ocupado y enfadado, cuando el ser que tal vez le dominaba y contenía parecía haber sido invadido por otro ser invencible y más siniestro –toda su energía e inteligencia dedicadas a un extremo latrocinio suicida–, Jeff intentó convencerme de que hipotecara mi casa. Eso le daría más fondos para sus «inversiones». Por suerte no accedí, porque un mes antes de que Jeff tuviera que devolverme el capital y el próximo tramo del interés, me llamaron los contables para decirme que le habían echado. Otro escritor notó que le faltaba dinero en la cuenta, y había avisado a la compañía, que, entonces, investigó el ordenador de Jeff. Resultó que Jeff había robado a la compañía de la que era socio, así como a unos cuantos amigos, organizaciones benéficas y clientes cuyo dinero había invertido en varios planes dudosos. Si quería saber qué estaba pasando, tendría que llamarlo, así que me dieron su número y su email, y colgaron el teléfono. Eso fue lo último que dijeron sus socios sobre el tema. El resto de las personas que trabajaban en la empresa negaron cualquier responsabilidad.
Se me ocurrió llamar a Jeff. Contestó y, como siempre, estaba disponible y charlador. Era un alivio que no hubiera desaparecido y que estuviera dispuesto a darme una explicación. Esa tarde vino a la cafetería del barrio y me dijo que había tenido dificultades con las inversiones. No le gustaba la palabra «robar», me dijo, puesto que nunca había pretendido quedarse el dinero. Había «movido» el dinero de la gente a medida que aparecían los huecos financieros a su alrededor. Había tomado prestado dinero de algunos clientes para pagar a otros. Mientras lo explicaba, también hablaba con otros clientes por teléfono; con otro teléfono estaba en internet, en eBay, donde intentaba vender su sofá, algunos cuadros, otras cosas del hogar, y, lo más difícil de todo, sus juguetes de James Bond. Le temblaban las manos, tenía la voz débil, casi no podía hablar.
En el gran cuento de Gabriel García Márquez «En este pueblo no hay ladrones», un ladrón irresponsable roba las bolas de billar de la única mesa de billar del bar, que es, más o menos, el único entretenimiento de ese pequeño pueblo lleno de moscas. A medida que se desarrolla la historia, vemos que ese robo provoca el caos; hay un tsunami de consecuencias involuntarias e impredecibles, de culpa, venganza y violencia. Hacia el final el ladrón intenta arreglarlo, pero eso también sale mal. Llega a pensar en la huida, ...

Índice

  1. Portada
  2. Vuelo 423
  3. La anarquía y la imaginación
  4. El corredor
  5. Soy el niño futuro
  6. El excremento de su padre: Franz Kafka y el poder del insecto
  7. La vara y la herida
  8. El arte de la distracción
  9. Fines de semana y eternidades
  10. La puerta está cerrada
  11. Esos misteriosos extranjeros: La nueva historia de los inmigrantes
  12. La mujer que se desmayó
  13. El corazón de la blancura
  14. Somos los conguitos de ojos grandes
  15. La tierra de los viejos
  16. Un robo: Mi estafador
  17. Fuentes
  18. Créditos