Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 368 páginas
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Narrativas hispánicas

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Una novela extraordinaria, repleta de estilo e inteligencia, con la que Gonzalo Torné pone otro eslabón en uno de los proyectos más personales, ambiciosos y consistentes de la literatura contemporánea en español.

En algún momento de la segunda mitad del siglo XX, Alfred Montsalvatges, un hombre joven con un profundo corte en la mano, llega a un hospital de Nueva York. Es extranjero, quiere ser escritor, y, a ojos de Jean Rosenbloom, la enfermera que lo atiende, quizá sea justo lo que estaba buscando: un príncipe de cuento. Alfred pronto se convertirá en el centro de un grupo de amigos que ven en él la solución mágica a lo que la vida se resiste a darles: un confidente, un colega, un amor... Son cuatro: Kevin Prichard, joven judío con tendencias místicas y cuyas envidias y aspiraciones proporcionan al resto grandes momentos de comicidad involuntaria; Harry Osborn III, diletante, culto y adinerado heredero, medio encerrado en su mansión de Riverside, que mide su ingenio con el del príncipe en largas charlas acerca de sus vocaciones; Claire, la más carismática de las hermanas Rosenbloom, bella, independiente, libre y adorada por todos; y la propia Jean, noble, bondadosa, discreta. Son jóvenes, inteligentes, están cargados de vida y han firmado un pacto de amistad, que creen tan indestructible como ellos. Pero cuando la juventud amenaza con abandonarlos, el «país de las hadas» en que habían vivido hasta entonces adopta contornos más exigentes. ¿Y si les aburriesen sus vocaciones? ¿Y si el futuro les convirtiese en personas inesperadas? ¿Y si para conseguir sus nuevos objetivos tuviesen que traicionarse? ¿Y si el príncipe fuese un fraude? ¿Y si los años felices no perteneciesen a este mundo? Atmosférica y elegante, luminosa, lírica e irónica a un tiempo, Años felices es un meticuloso estudio de caracteres repleto de estilo e inteligencia acerca de cómo se abre paso la vida a fuerza de ambiciones y cómo se desmorona. Una novela extraordinaria con la que Gonzalo Torné pone otro eslabón en uno de los proyectos más personales, consistentes y de mayor envergadura de la literatura contemporánea en español, que ha sido celebrado por la prensa internacional más exigente.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937582
Categoría
Literatura

1. Amor en grupo

No, claro que no se trataba de una mansión. Aunque la llamasen así por bromear, la palabra solía reservarse para las edificaciones coloniales esparcidas al norte de la isla, sobre un terreno resbaladizo que en los días oscuros del otoño recordaba a unas marismas europeas, poblado como estaba por aquellos despistados sauces llorones, que nunca arraigaron a demasiada profundidad. Pero ser, lo que se dice ser, era una casa, todo lo grande que quieras, pero una casa más, integrada en una serie de viviendas familiares que cubrían el tramo de calle y respondían con estilos distintos a una parecida ambición de testimonio patrimonial. Fue Robert Osborn I quien se empeñó en rematar la casa con una mansarda al estilo parisino, que al ojo entendido le suscitaba un efecto cómico parecido al del pastelero al que en un brote juguetón le da por coronar un pastel de boda horneado para doscientos invitados con una cerecita glasé.
Pero qué nos importa ahora la casa... Es mucho mejor empezar por el día en que salieron a navegar, la última excursión que hicieron los cuatro antes de que el príncipe impactase contra su mundo. La idea fue de Claire, algo relacionado con animar a su hermana, Kevin se apuntó al instante, Harry alegó que si llevaban veinte años viviendo en la ciudad y no se habían embarcado sería por algo: a las Rosenbloom les bastó con prometerle que irían vestidas como las favoritas de la suerte para vencer su resistencia.
Jean se retrasó tanto que les hizo temer por la suerte de la aventura, pero el día creció tan brillante que Claire tuvo que protegerse los ojos del sol haciendo visera con la mano, los barcos flotaban plácidos, siguiendo el curso de las aguas, y en la cubierta hombres y mujeres comentaban la bondad de aquella mañana excepcional. Harry contó que esos paseos por la orilla del río fueron durante décadas la distracción favorita de las clases acomodadas, su manera de entretener los meses de clima agradable. Jean lo miró animada, le divertía cuando su amigo se apoderaba sin esfuerzo de la escena, «me gustas porque sabes hacerme reír, sabes pensar y lo que dices lo dices con orgullo, y el orgullo te sienta tan bien»; Kevin bajó la mirada, una humedad viscosa se colaba entre los barrotes de la cubierta, peces semitransparentes se movían veloces bajo la película del agua. Claire se mantuvo en un segundo plano, acariciada por la luz, pensando en el cabello rojo y áspero de Jean, imposible de domesticar en un peinado elegante: el único rasgo rebelde del cuerpo de su hermana, el único disconforme con su carácter apacible.
Al alejarse vieron crecer ante ellos las masas de los rascacielos como una imponente barrera natural. Fue Harry quien les pidió (y ellas obedecieron) que se fijasen en cómo a esa distancia las calles se transformaban en ranuras por donde se filtraba la agitación humana.
Antes de llegar a la playa el barco sobrepasó un paisaje de columnas de humo que enturbiaban los cielos y le daban a aquel tramo de orilla el aspecto de una sucesión de fraguas. Claire se echó a reír y apuntó a Harry con un dedo que suponía un aplauso a su ingenio y también la advertencia de que no siguiese bromeando por ese camino. Kevin habría robado por estar delante de aquel índice, pero se contentó con elaborar en silencio las palabras que le habría susurrado a Jean: «Vayamos juntos, lejos, juntos.» Así que Jean fue la única que advirtió cómo se distanciaban de la herrumbre, de tanta luz oxidada e industrial, para adentrarse en la atmósfera de las aguas de baño.
El barco giró en el sentido de la corriente para ofrecerles las deliciosas vistas de la costa, Claire contó una anécdota que sólo valía como expresión de lo maravillosa que se sentía, y Harry pensó con suavidad (como si no quisiera ejercer demasiada presión sobre la imagen de su amiga que retenía en la mente) en la manera de ser de Jean, en la timidez de su alegría, en su pragmatismo, en el sábado pasado, en la cara de curiosidad participativa que puso cuando le enseñó el cuenco lleno de luciérnagas, y en cómo se alejó de un salto cuando la tocó sólo porque eso no podía ser, porque no estaba bien: «Jean, Jean, cabecita correcta»; pero tampoco había huido, seguía allí, participando de la excursión, compartiendo las ráfagas de intenso afecto que circulaban por debajo de la conversación interrumpida y reanudada tantas veces.
Pasaron casi media hora en la cola del barco observando cómo se retorcía el mar mineral sobre la arena pálida, salpicada de toallas y bañistas, aunque el sol empezaba a debilitarse. Harry los alertó del paso de una barcaza de fabricación casera, despedía un humo que recordaba (o de eso los convenció Harry) un vellón del alquitrán. Kevin acarició con la mirada el goloso cuerpo de Claire, cuya flexible cintura se ajustaba a la barandilla como un sueño de suavidad, y Harry piensa ahora en la vida sin Jean, en la vida con Claire: «Salimos en barco y vuelvo igual de confundido sobre lo que me gusta y lo que soy, sobre lo que debería gustarme y lo que me conviene.»
De regreso el agua parecía moverse más despacio. Claire transformó una particularidad anatómica de Kevin en una anécdota mientras el barco se detenía a la distancia de la City que se considera oficialmente romántica. La dirección les sirvió una copa de vino blanco, casi helado, mientras Kevin se hundía en meditaciones pringosas: el lazo de la miseria atrayendo más miseria, el atraso, una vida adherida al suelo, sin otro vuelo ni ambición que el dictado de la supervivencia. Kevin dio un trago para desprenderse de esos pensamientos tristes mientras Harry decía «crueles esplendores» y «palacios de ginebra», pero sólo lo escuchaba Jean (Claire les mira pero su imaginación la ha arrastrado lejos; hacia una zona inconcreta de esos veintitantos años de los que todavía no sabe nada), con la emoción de una amiga que ha logrado superar un malentendido y se esfuerza por drenar los restos de incomodidad.
A medida que se acercaban al puerto los edificios iban recuperando el volumen habitual. Desde la cubierta advirtieron cómo se desplegaba el universo de los trabajadores manuales: marineros, operarios, transportistas; Claire les dio la espalda como si le conviniese un poco de intimidad: «¿Quiénes son esas personas?» ¿Y por qué siente que la amenazan como niños que se acercasen con las manos manchadas a su mejor vestido? «Si el mundo es tan amplio y los cielos se extienden sobre cinco continentes y quién sabe sobre cuántos mares, ¿por qué no se van los pobres, por qué no buscan un sitio mejor?» Seguro que Harry le respondería con algo terriblemente lioso (y cómo le aburre ese Harry Osborn que le habla de antropólogos que remontan cursos de agua salvaje y zonas de derrubio en busca de tribus vírgenes), prefería que le dijese: «No lo sé», y se la llevase de la mano por un desvío de lo posible.
Debió de ser entonces cuando brindaron, el mismo gesto cordial ejecutado por cuatro tonos de ánimo distintos, inestables. Querían que la amistad durase, y de alguna manera intuían que ninguno de los otros tres podía ofrecerles lo que ambicionaban. Y como a Harry no le gustaba ver a Claire ensimismada le dijo algo al oído mientras atracaban, y desembarcaron corriendo de la mano, envueltos en la risa cálida de la chica. Kevin bajó después con la fantasía dominada por la imagen de Claire y todo lo que una mujer podía hacer por su hombre en la intimidad. Y sólo salió de esas ensoñaciones cuando Jean le señaló al ahogado que parecía recién escupido por las aguas del río. Oyeron un alarido de terror y vieron a dos socorristas atravesar el paseo a la carrera, Kevin tiró del vestido de Jean (quería alcanzar cuanto antes a Claire y a Harry, había empezado a tener sospechas dolorosas sobre ambos), pero la chica no dio un paso hasta asegurarse de que aquel cuerpo movía los hombros, respiraba, seguía participando de los años comunes.
La semana los dispersó sin que fijasen un plan para el sábado siguiente, si Harry pensó que los hilos imaginarios que les unían se estaban destensando no dijo nada. Jean empezó la semana con varios triunfos sobre la enfermedad, el miércoles los Marriner le enviaron un ramo de flores, cuando el chico entró en la sala de urgencias con la palma de la mano cortada hasta el hueso nuestra pelirroja brillaba envuelta en una fosforescencia celestial.
Lo sentó en la camilla, retiró los grumos de sangre, le limpió la herida y le dijo su nombre (tuvo que repetírselo cuando la mano estaba ya cosida):
–¿Se me van a pudrir los dedos?
¿De dónde salía aquel acento infernal? ¿No era una voz demasiado suave para un rostro tan sucio?
–Confía en mí. No soy una aficionada. Tengo un título. Igual no vuelves a ganar un pulso, pero podrás sostener un tenedor.
–¿Y trabajos de precisión?
–¿Qué clase de trabajos?
–Necesito una mano en forma para escribir.
Mientras le cosía la línea del destino cortada Jean empezó a preguntarse dónde había visto antes la complexión magnífica del príncipe (¡empezó a llamarlo así allí mismo!).
Quedaron para verse días después con una excusa medio disimulada de obligación: vigilar los progresos de la cura, en cierto sentido estaban actuando con responsabilidad. Mientras cruzaban Washington Square, el día en que dieron un paseo más íntimo por St. y que él le señaló el sitio donde trabajaba, las espaldas del chico medio ahogado por el río asomaban entre sus pensamientos como el lomo de un delfín negro, pero no encontró la manera de preguntarle si era él sin revelarle la existencia del grupo, ¿y no pretendía quedarse con el príncipe tanto como le viniese en gana? No sólo estaba encariñándose, también intentaba poner a prueba una de esas visiones que se le acercaban como apuestas. ¿Era aquel Alfred Montsalvatges la persona increíblemente interesante que habían estado esperando desde que se desvelaron de la niñez, el príncipe capaz de acercarlos a sus deseos (impresiones todavía difusas, pero tan luminosas) con su toque mágico? No le convenía precipitarse, ¡se había equivocado tanto con Harry! Claro que su relación se estaba recuperando (habían conversado y reído, y mientras brindaban en cubierta se sorprendió mirándolo con el cariño limpio de costumbre), pero todavía era incapaz de recordar sin un espasmo de aversión la tarde en que le entregó el cuenco de luciérnagas (se agitaban como moscas de fuego) antes de hacerle aquella proposición disparatada y elogiosa.
Dos meses después Jean no podía mirarse al espejo sin sentir el hormigueo cálido del orgullo, ¿de dónde había sacado tanta paciencia? Sólo cuando se afianzó el cariño entre ellos y quedó convencida de que Alfred era y no podía ser otra cosa que su príncipe se decidió a compartirlo con Kevin. Por mucho atractivo que Riverside pudiera desplegar Harry no dejaba de ser un hijo del dinero, mientras que Kevin, pese a su torpeza social, estaba inmerso en una aventura de elevación espiritual: la clase de historia que no podía resultarle indiferente a un escritor en ciernes.
El príncipe no le preguntó quién era Kevin Prichard, así que Jean no le contó que se habían conocido en un comedor social sirviendo platos de sopa a un enjambre de mendigos (mucho más demacrados que los enfermos que se acercaban a Jesús en las ilustraciones del Nuevo Testamento). Acostumbrada a las secreciones y jugos que supuraban los cuerpos, a Jean no le arredraba la suciedad, pero aquel chico delgado y vestido de gris parecía aturdido, saltaba a la vista que el frío convencimiento de que servir platos de caldo reconstituyente era una buena obra no bastaba para sobreponerse a la inesperada repugnancia concreta que le provocaban aquellos pobres diablos: Jean se lanzó de cabeza a echarle una mano.
–¿Es ésta la justicia que predicaba Cristo? ¿No sería mejor salir a combatir las condiciones abusivas que refugiarse aquí para paliar sus efectos?
Lo caló al instante, no le venía de nuevo: los chicos necesitaban coartadas elegantes para justificar su debilidad ante los cuerpos enfermos. Mientras no se interpusiesen en su trabajo no iba a desmentirlos, las cosas funcionaban así para el sexo gruñón con el que compartían el mundo: era demasiado importante para ellos demostrarle a cualquier muchacha que impactaba contra sus sentidos que lo tenían todo bajo control. Que las razones masculinas fuesen despaciosamente irrigándose por todos los conductos del globo hasta corroer las condiciones injustas de las que mana el sufrimiento, a ella le bastaba con recibir una sonrisa limpia de dolor a cambio de sajar un absceso infectado de la carne, confiaba en que una acumulación de gestos buenos ayudaría a mejorar el paisaje anímico del barrio.
Y había algo más que lo empujó a verse con él fuera del comedor: estaba allí, disponible, ¿y no es así como se ponen en marcha las historias, con gente que se cruza, que queda al alcance de la mano?
El príncipe no tuvo que recurrir a las reservas de amabilidad que había acumulado por si la tarde resultaba un fiasco, Kevin le cayó bien de primeras. Y Jean disfrutó de lo lindo al descubrir que Alfred era un príncipe cortés que enseguida le cedió el escenario entero a su nuevo amigo. Kevin abordó su historia por el lado más efectista: la torre que había construido en el tejado de Queens. No debía de ocupar más de dos metros cuadrados, la puerta parecía trazada como un garabato infantil, y era tan baja que sólo se podía entrar a rastras. ¿Cómo podía pasarse nadie días enteros allí metido? Ésa era la pregunta con la que Kevin despertaba el interés de sus oyentes, con la que les imantaba a su relato.
Era muy joven cuando se manifestaron los primeros indicios de una incipiente sensibilidad espiritual, aunque entonces no disponía de las palabras adecuadas para fijar con exactitud aquel impulso que lo empujaba a desentenderse del entorno material, a quedarse quieto durante horas, llenando los pulmones de un aire que parecía circular en un espacio más puro; se imaginaba el día después de su muerte recorriendo la Tierra como un aliento benéfico; se identificaba con los árboles que maduran abriendo las ramas.
–No podía compartir nada de lo que maceraba en mi interior con las personas que el azar había dispuesto a mi lado. Sólo me relajaba perdido en la inmaterialidad del pensamiento.
El príncipe apreciaba en el rostro de Kevin el esfuerzo de las ideas por concretarse en palabras. Estaban paseando por Roosevelt Island cuando a Jean se le ocurrió comprar naranjas. En la orilla de Queens las gaviotas planeaban entre las chimeneas sin sacudir las alas. La chica peló la fruta y llegaron al norte de la isla con un regusto cítrico. El barro que se estremecía viscoso bajo la sombra del faro les manchó los zapatos, y Kevin les dijo que los días previos a la construcción de la torre los experimentó como un incendio en la cabeza: sintió la fuerza de la solicitud igual que si una mano firme le tirase del brazo.
–Leí libros, no eran para mí. Lo que estaba buscando no podía comprenderse sólo con la inteligencia. Tenía que construir una casa tibia y cercana con las manos de la mente. Un cepo para atrapar a la Grandeza.
Con esa disposición de ánimo empezó a pasar horas encerrado en la torre. Al principio entraba con unos frutos secos y hojas sueltas de periódico de las que entresacaba mantras; mientras las nubes se enredaban y se desenredaban, Kevin aprendía a consumir horas sin comer, sin beber, sin pronunciar una palabra que no fuese para sí mismo.
Aquella tarde habían quedado en el mirador de State Park, y al comprobar que Jean volvía a retrasarse, Kevin le dio la espalda a una hilera de casas con vocación de mansiones para contarle al príncipe que en la torre había sentido cómo su ser quería fluir y desembocar en la Grandeza con la misma corporeidad incontestable con que uno sabe que tiene un brazo pegado al hombro.
–A veces temía que la Grandeza fuese un nombre pomposo para la ambición corriente de sentirme especial.
La llegada de Jean destensó la conversación. La vieron bajar por el desnivel saludando con el brazo alzado y la cabellera tan suelta que parecía desprenderse de su cabeza como un denso humo rojo; no se había puesto el vestido de lunares para ellos dos, sino como compensación dulce por la tarde que había pasado recolocando un intestino. Al príncipe le pareció precioso el rubor suave que le vino a la cara tras aquel pequeño esfuerzo, y Jean le lanzó un beso a la carrera que durante unos segundos los envolvió en una esfera de complicidad corporal que excluía indeliberadamente a Kevin.
–Justo en esta calle, a me...

Índice

  1. Portada
  2. 1. Amor en grupo
  3. 2. La vida del espíritu
  4. 3. Sombras persiguiendo sombras
  5. 4. El libro de la noche
  6. 5. Lealtades y deslealtades
  7. Créditos