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  1. 296 páginas
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Índice
Citas

Información del libro

Los habitantes de la rectoría de Appleseed –el rubio y elegante Quentin y su esposa Celia, ambos de muy buena familia, la bella e inteligente Diana, el bufonesco Keith, el ansioso y rico Giles– se han dispuesto a pasar un fin de semana muy excitante en compañía de sus invitados, un trío de americanos que no sólo viajan, sino también duermen juntos. Hay drogas en abundancia y está previsto que se practiquen intercambios sexuales e intelectuales. Pero los jóvenes hedonistas no han contado con la intrusión de los «niños muertos», esos horribles grumos de realidad que todos se esfuerzan por ignorar, ni con un misterioso bromista oculto entre ellos y cuya idea de la diversión es curiosamente siniestra...

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Información

Año
2010
ISBN
9788433943712

Primera parte Viernes

I. ALLÁ VAMOS

Había cinco dormitorios
En la suite principal, Giles Coldstream se arrastraba por el suelo a cuatro patas mientras buscaba el teléfono y se apretaba fuertemente la boca con las dos manos. Por fin, el rizado cable verde le llevó hasta un montón de botellas de ginebra vacías que había debajo de su mesa de trabajo. Todavía con la palma de la mano izquierda sobre los labios, Giles tiró del cable, tropezó y se quedó agachado, y luego marcó dos cifras.
–Póngame con el doctor Wallman. Rápido. El doctor Sir Gerald Wall...
Pero, mientras hablaba, un diente con la forma y el color de una patata frita resbaló por su lengua y cayó sobre el auricular de baquelita, produciendo un golpeteo hueco.
Por favor, dese prisa.
–¿Con qué número le pongo? –preguntó una voz femenina.
–Por favor. Estoy..., todos se han...
Y entonces empezaron a caer en cascada de su boca, uno detrás de otro, como un collar roto o las ondulantes teclas de un piano.
–¿Con qué número le pongo? –repitió la voz.
Giles dejó caer el teléfono. Sus manos se agitaron frenéticamente en el interior de su boca, intentando mantenerlos allí, intentando volver a ponerlos en su sitio. Tenía la cara reluciente de lágrimas, y una burbuja de sangre le asomó entre los labios.
–Mis dientes –dijo–. Ayuda, por favor. Se me han caído todos.
El dormitorio que había al otro lado del pasillo no era quizás tan grandioso como el de Giles, pero era amplio y estaba bien amueblado, y tenía una vista bastante buena de la calle del pueblo y de la suave elevación de las colinas al fondo. El Honorable Quentin Villiers estaba sentado a la mesa que ocupaba el hueco de las ventanas salientes. Era rubio y enjuto, llevaba un par de pantuflas de piel de serpiente y le cubría una fría bóveda de luz moteada de polvo procedente de la lámpara del rincón, que sumía en espesas sombras la habitación a sus espaldas, ocultando a medias el cuerpo desnudo de una chica dormida en la cama. Entre los muslos dorados de Quentin anidaba Le Neveu de Rameau, de Diderot. Cerró el libro, apagó el cigarrillo y cogió una pastilla blanca de la cajita que tenía abierta encima de la mesa. La lanzó al aire con un golpecito, echó la cabeza hacia atrás y atrapó en la boca el brillante cilindro. Esperó a que la saliva se llevara el sabor.
El Honorable Quentin Villiers se puso de pie. A través de las cortinas medio descorridas observó la carretera del pueblo, que iba adquiriendo un color grisáceo en el tranquilo amanecer. Su reflejo en el cristal de la ventana empezó a desvanecerse: el pelo rubio y ondulado, los labios delgados, los ojos verdes y anormalmente brillantes. Cuando apagó la lámpara, el resto de la habitación pareció iluminarse.
–Cariño, cariño, despierta –dijo Quentin, masajeándole la espalda para devolverla a la consciencia–. Soy yo..., soy yo.
Celia Villiers se removió y guiñó los ojos en un gesto de reconocimiento. Quentin abrió las sábanas con cuidado y contempló sus pechos con reverencia, acariciándole la garganta imperceptiblemente con las puntas de los dedos.
–Te quiero –susurró.
–Gracias. Yo también te quiero.
Unos minutos más tarde Quentin se tumbó de espaldas. La cabeza de Celia, con su melena castaña, desapareció mientras realizaba su lento y sacramental recorrido por el pecho de Quentin. Entonces, con una expresión de calma exagerada, Quentin se dio la vuelta y se puso a mirar fijamente al techo mientras ella le empapaba el estómago con sus lágrimas.
El tercer dormitorio del primer piso, el más pequeño de todos, solo estaba separado del que acabamos de abandonar por una delgada pared de yeso y contrachapado. Así pues, el sonido de las actividades amorosas de los Villiers atravesó el tabique como si fuera un equipo de alta fidelidad, despertando a Diana Parry, el miembro de la pareja contigua que tenía el sueño más ligero.
Después de recobrar la conciencia, un estado del que nunca parecía alejarse demasiado, Diana se incorporó sobre un codo y observó con una involuntaria punzada de dolor la nuca de Andy Adorno, cubierta de un cabello tan oscuro y brillante como el suyo, y las marcas de nacimiento de sus anchos hombros, que recordaban a las de un gitano. A medida que los grititos tiroleses con los que Celia expresaba su agradecimiento se hacían más frecuentes y audibles, Diana empezó a contar los puntos negros que había entre los omóplatos de Andy. Lo hacía con ánimo hostil, porque Andy no le había hecho el amor la noche anterior. Los ruidos procedentes de la otra habitación se hicieron más discordantes y ambiguos. Diana pensó que ese sonido siempre resultaba espantoso y bastante inhumano.
Andy se dio media vuelta en sueños, y un olor a toallas húmedas, su olor, resbaló por la cama. Diana observó, sintiendo una fugaz satisfacción, que tenía la cara de color vainilla y que respiraba entre estertores. Levantó la sábana de arriba para observar su panza llena de whisky, que se hinchaba y se deshinchaba pacíficamente.
Diana volvió a dejar caer la sábana. Andy tenía una erección retozona y alcohólica. Le observó con desprecio.
Salió de la cama con cuidado y cogió su kaftán de seda color cereza y su neceser cúbico. Pisó una guitarra rota y se abrió paso hábilmente entre la batería y el pie del micrófono. En la habitación contigua, el cuarto de baño, puso el neceser encima de la tapa cerrada del inodoro y llenó el lavabo de agua. Con manos que eran como pequeñas aletas rígidas empezó a lavarse la cara.
El dormitorio del segundo piso todavía no está ocupado, y por tanto no es necesario que nos detengamos aquí mucho tiempo. Es un ático con el típico techo bajo, en el que persiste un aire de abandono y melancolía, a pesar de los recientes esfuerzos que evidentemente se han hecho para habilitarlo. Debajo de la pequeña ventana hay dos camas individuales, una al lado de la otra, recién hechas con sábanas dobles. Hay una botella de Malvern Water y tres vasos sobre la mesilla. Un gran peluche de color turquesa descansa sobre las almohadas, con los miembros desparramados y la boca congelada en una impúdica sonrisa, frenética e idiota, como una especie de regalo de bienvenida.
En el quinto y último «dormitorio», que en realidad no es más que una fétida caja de un metro cuadrado situada entre el garaje y el cuarto de la caldera, Keith Whitehead yacía sobre sábanas de papel de lija, tirándose pedos como un loco.
Allá vamos.
Whitehead es un joven casi ridículamente poco atractivo: por ejemplo, es prácticamente un enano. Siempre que alguien quiere decir algo amable sobre su aspecto suele recurrir a la frasecita «tienes un colorido muy agradable», con lo que se refiere a sus cejas oscuras y a su pelo fino y rubio. Una vez admitido esto, no hay nada más digno de alabanza en toda su repugnante persona: el ralo felpudo pajizo sobre una máscara de acné aplastada y malhumorada; el pequeño torso melancólico y protuberante y los miembros repulsivamente truncados; la textura entumecida y cadavérica de todo el conjunto.
Cuanta más ropa le quitaras, más traumático resultaba el espectáculo. En una ocasión, su hermana (igual de gorda, pero mejor proporcionada) tuvo un ataque de histeria al sorprenderlo en el baño. Una vez que entró en la piscina municipal de Wimbledon, dos quinceañeras se pusieron a vomitar en la parte menos profunda (cuando fueron interrogadas, dijeron que lo habían hecho ante el espectáculo de los peludos copetes que adornaban los pezones de los opulentos pechos de Keith; acto seguido, Whitehead fue expulsado de allí de por vida). En los chequeos del colegio, los médicos habitualmente se negaban a ponerle las manos encima, y el profesor de gimnasia amenazó con presentar la dimisión si Keith volvía a poner los pies en su gimnasio. Como para no desmerecer de estos defectos corporales, el carácter de Keith está absolutamente desprovisto de inteligencia, encanto y generosidad. Lo que es más, Whitehead se muestra enormemente agradecido por este estado de cosas, dándose cuenta perfectamente de que, en opinión de casi todo el mundo, sería mucho mejor que estuviera muerto.
Pensó en todo esto ahora, mientras se arrastraba fuera de las mantas y se sentaba balanceándose sobre el camastro, ataviado con su maloliente pijama, despertándose por centésima vez en esa casa llena de gente alta y acaudalada. Keith tenía hambre; su estómago retumbaba con tanta fuerza que empezó a chillarle para que se callara. Eran las ocho de la mañana. Lo más probable es que los demás no se hubieran levantado todavía, así que tendría la cocina para él solo. Se levantó y, después de pensárselo un poco, se puso su bata, una atrocidad de color marrón de un tejido parecido al tweed que sus padres le habían comprado en cuanto se dieron cuenta de que no se le iba a quedar pequeña. Mr. y Mrs. Whitehead habían supuesto –en realidad contaban con ello– que su hijo crecería algunos centímetros más; esta precaución resultó innecesaria, y la pesada tela se arrastraba abundantemente e iba barriendo el suelo a su paso. Pero Keith tenía hambre, y le horrorizaba aún más su ropa, las pequeñas prendas mugrientas para las que sabía que estaba demasiado gordo, que el riesgo de ser sorprendido arrastrando el culo por la casa sin sus botas de tacón alto. En zapatillas, por lo tanto, Keith Whitehead abrió la puerta de su «dormitorio» y se deslizó hacia la casa atravesando el garaje.

2. LA RUTINA

Y así, cuando Giles Coldstream entró en la cocina, Whitehead ya estaba allí. Se miraron, momentáneamente alarmados. Keith estaba sentado a la mesa, arrebolado y sin aliento, ya que acababa de darle una paliza a La Mandarina, la gata persa bronquítica de Celia.
–Hola –dijo Giles, sintiéndose impresionado, y no por primera vez, por la relativa corrección de la dentadura de Whitehead.
–Hola –jadeó Keith.
Giles se sentó con cuidado al lado de Keith y le miró a la cara unos instantes; luego apartó la mirada.
–Sabes, esta noche he tenido mi sueño recurrente, uno muy fuerte –dijo. Lo dijo con cierta sorpresa; hasta entonces nunca le había hablado a nadie de sus sueños. ¿Por qué se lo había contado al pequeño Keith, entonces? Hasta ese momento la mañana había sido monótonamente rutinaria. Giles se había despertado como de costumbre, su lengua había recorrido el interior de su boca, deslizándose como un pez; había comprobado en el pequeño espejo para afeitarse que tenía junto a la cama que todos sus dientes seguían en su sitio y había atravesado a toda prisa la habitación, hasta la enorme y vibrante nevera, donde le esperaba su jarrita de Bloody Mary para el desayuno. Giles decidió que tendría que haber bebido más antes de aventurarse en el piso de abajo. Siempre se mostraba indiscreto cuando estaba sobrio.
–¿Qué ocurrió –preguntó Keith–... en tu sueño recurrente?
–Oh. Se me volvieron a caer todos los dientes.
Whitehead frunció el ceño amablemente.
–Creo que eso tiene que ver con el miedo al fracaso sexual. Es un sueño sexual, que se te caen todos los dientes.
–No, no lo es –protestó Giles–. No en mi caso.
–¿Y qué es lo que quiere decir en tu caso?
–Quiere decir que se me caen todos los dientes.
–Ah. ¿Cómo lo sabes?
–Porque siempre hacen lo mismo.
–¿Qué hacen?
–Caerse.
Giles se levantó y se acercó al escurreplatos, aferrándose a él con las dos manos. Lo contempló con ojos vidriosos.
–Ah, ya –dijo Keith.
Giles se estremeció un poco.
–Pero prefiero no volver a hablar de esto –dijo–. Nunca más. Si n...

Índice

  1. Portada
  2. Nota del autor
  3. Personajes principales
  4. Primera parte. Viernes
  5. Segunda parte. Sábado
  6. Tercera parte. Domingo
  7. Notas
  8. Créditos