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  1. 400 páginas
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Información del libro

Martin Amis, con esta magistral y divertidísima novela, ha logrado esta vez crear un personaje antológico, John Self, y recrear como nadie dos ciudades centrales del fin de siglo, Londres y Nueva York.

El inefable antihéroe John Self es hombre de numerosas adicciones: bebida, tabaco, fast food, pornografía, todo lo cual consume en cantidades industriales. Pero su principal droga es el dinero, única forma de cultura que conoce.

Sostenida con un ritmo trepidante en el brillante monólogo de su protagonista, Dinero es un magnífico e hilarante retrato de uno de los tipos más peculiares que haya producido la humanidad en este fin de siglo: un hombre hecho a sí mismo que, pese a triunfar en su vida profesional, y aunque se consiente todos sus caprichos, carece de un sistema que le permita comprender el mundo en que vive y, consciente de que es así, acaba siendo víctima de su dramática y desolada situación.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433943644
Categoría
Literatura
VII
En este instante del tiempo estoy haciendo una cosa que millones de personas de todo el planeta anhelan, ansian, se mueren por hacer. Los esquimales sólo sueñan en eso. Los pigmeos se vuelven locos por eso. Y ustedes no piensan más que en eso, amigos, les doy mi palabra. Sí, tíos. Y vosotras, nenas, lo mismo. Todo el mundo quiere hacerlo. Y yo lo estoy haciendo. Debo admitir que es asombroso que sea tan fácil animarse en cuanto uno llega a Nueva York. En esta ciudad no hay sitio para los aguafiestas ni para los revientadiversiones. No hay lugar para las calientabraguetas. En Nueva York no existen las calientabraguetas. No representan un problema.
Estoy tirándome a Butch Beausoleil. ¿Que no me creen? ¡Pues es cierto! Es más, por detrás. Ya se lo imaginan: ella está en cueros vivos, de rodillas, y agarrada al cabezal de su cama de latón. Si bajo la vista, así, y contraigo la tripa, le veo su felicitación del día de San Valentín, su redondeado corazón, y hasta puedo seguir la pista misteriosa de su grieta, como los entresijos de una manzana partida por la mitad. Ahora ya me creen, ¿no? Esperen, ahí viene su mano, avanzando hacia su grupa, diez dólares de manicura en cada una de sus uñas. Caramba, parece que quiere... ¡Wow! Ni siquiera Selina hace estas cosas a menudo. Y apuesto a que ni siquiera Selina lo hace la primera vez que se acuesta con un tío. Bueno, las auténticas artistas de la cama son gente que se adora a sí misma, todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo. Yo también estoy de rodillas. Me encuentro en situación de declarar ante todos ustedes que la cámara no miente. Ya he visto a Butch desnuda en otras ocasiones. Parcialmente, en la pantalla, y totalmente, de frente, en una de esas revistas para pajeros que publican fotos indiscretas de los famosos. Pero ni siquiera eso me había preparado para toda esta carísima textura cutánea, para esta increíble tecnología camera que estoy viviendo en directo. Es de primera categoría, y Butch tiene la... Alto ahí, se vuelve. Me parece que quiere volverse. ¿Cómo? Ah, sí. Ya estamos metidos otra vez en ello. Tal como les iba diciendo, llevo veinte minutos en esto, y aún estoy funcionando a pleno rendimiento, creo, y conmovido y hasta asustado ante esta demostración de buena forma que estoy dando. Siento un dolor horrible en la espalda, cierto, y me noto la pierna derecha como muerta, pero, de todos modos, voy a darle cuerda a este asunto todo el tiempo que el cuerpo aguante. Menuda juerga, menudo regalo, menuda sorpresa. Hemos almorzado en el Village y luego, en el taxi, ella ha dicho... Esperen. Quieto todo el mundo. ¿Pueden esperar un momento, joder? La tía quiere..., la tía pretende ahora..., o al menos parece estar tratando de... La releche, éste es nuevo. Un número desconocido para mí. Toda una revolución. Ah, ya veo. La cosa consiste en que ella deja la pierna ahí al mismo tiempo que cruza... Alto otra vez. No, ya lo entiendo. Estoy contigo, chica. Y luego, luego, oh, sí, en cuanto cruzamos el umbral de su apartamento Butch se fue a por una botella de champagne, me dio una línea de coca del tamaño de la cuerda de un verdugo, y me condujo juguetonamente, cogido de la mano, hacia su dormitorio, su laberinto de espejos. Aquí hay algún error, pensé al principio. Seguro que me confunde con otro tío. Pero de repente la tía se había desnudado y tiraba de la hebilla de mi cinturón, forzándome a dar grandes y pasmadas zancadas. En ese momento me hice cargo de la situación, tomé el mando. Olvídalo, Butch, eso no vas a poder hacerlo. No puede hacerlo nadie, ni siquiera tú. Da la sensación de estar intentando torcer el cuello para acercar la cara a... La hija de puta. Qué originalidad. Qué control. Qué ritmo. Qué talento. Debe de doler, seguro... o tal vez lo practica muy a menudo. Está muy entrenada. Intento encontrar el fallo en todo este asunto. Quiero decir que no puede ser que me esté dando todo esto gratis, ¿no les parece? No lo hace por cuestiones de salud... Aunque, bueno, quizá sea sólo por cuestión de salud. Exactamente por eso. Aquí en América, no sé si ustedes lo saben, la gente se pasa la vida buscando maneras divertidas de mantenerse en forma. Y, desde luego, lo que está haciendo Butch es mejor que tres horas de ejercicios aeróbicos... No puede ser que lo proponga en serio. ¿Quién? ¿Yo? ¡Uuuf! Eso no, por favor, duele. Ay. Jod..., tengo la pierna completam... Oye, déjame por lo menos que..., bueno, así está mejor. Bastante mejor, resulta soportable. Fiu, está resultando bastante duro. Con esos pulmones míos siempre sin resuello, y mi viejo corazón, jamás me había sentido más apalizado, al menos desde el día del partido de tenis con Fielding. Y aquel día, al menos nadie utilizó mis huevos como aparato para medir la fuerza muscular de sus manos. Los muros de contención del dolor se han derrumbado, y han vuelto a cerrarse. Estoy cada vez más cerca del final. Cada inspiración es un incendio... Por fin: Butch ha empezado a emitir ruidos, como todas las tías de primera. No estoy completamente seguro del significado que tienen esos ruidos, pero se diría que está preparándose para una especie de cataclismo apocalíptico, sí, y yo también estoy preparado para lo que sea, jadeante y tratando de que me pille bien agarrado. Hay que salvar la vida como sea. O ahora o nunca. ¿En qué podría pensar? ¿En qué voy a pensar para que no me asuste saltar del tren en marcha? Pensaré en Butch Beausoleil. Bien. Funciona...
... el sexo es como la muerte, dicen los poetas. En mi caso, también lo dicen los médicos. Y el momento de la culminación, tal como compruebo enseguida, no es más que una parada a mitad de camino, al menos según la idea que Butch Beausoleil tiene de la cosa. Hay tías, en fin, con ellas te sientes como todo un machito. Bien, así que en esto consiste la fellatio, pensé. Las demás veces, bueno, eso no era una fellatio como Dios manda. Qué va. La leche. Seguro que el Fiasco se siente justo así cuando lo llevo al túnel de lavado. No es que me la esté soplando, lo que hace es enjuagármela. Pegarle unos buenos manguerazos... Qué, amigo, ¿te apetecería estar en mi lugar? Seguro que estás pensando: a mí me iría muy bien que me lo hiciesen un ratito. Pues, mira, un ratito, pase, pero, ¿aguantarías tanto? Al cabo de media hora o una cosa así, Butch murmuró:
–¿John? ¿Puedo decirte una cosa?
–Sí –dije con voz poco firme y enderezándome un poco para echarles una ojeada a mis partes. Y allí estaba ella, hablándole directamente al micro.
–Estoy de acuerdo con Lorne Guyland, John. Necesitamos unas cuantas escenas explícitas. Creo que, visualmente, el contraste sería bellísimo. Hay que explicar con claridad que la chica se entrega al viejo por compasión, y también porque tiene un agudo sentido de lo artístico. Lo suyo es un acto de generosidad, de entrega artística. Podríamos hacer que ella dijese algo así como: «Tú eres viejo. Yo soy joven. Tú eres tosco, estás gastado. Yo soy clara y transparente como la mañana. Me entrego a ti, anciano. Un regalo de juventud.»
–Caramba.
–¿Cómo dices?
–¿Dónde está el váter? –dije.
Me aguardaban cosas peores. Pero antes de contarles la pelea que hubo después, permítanme que les cuente la pelea que hubo antes. Algo me dice que voy a tener que joder y pelear mucho si quiero conseguir que al final rodemos la película. Vivo como un animal –comiendo y bebiendo, vomitando y durmiendo, jodiendo y peleando–, y se acabó. Nada más. Cuestión de supervivencia. Pero no basta.
Almorcé con Butch. Nos hartamos de comer y beber. Permanecí sentado frente a ella, sombrío, enfermo, silencioso, en absoluto seductor. ¿Estado del felpudo? Deprimente. ¿Pánico dental? Incesante. ¿Terror cardiológico? A tope. El aire estaba vacío. Derramé brandy sobre su regazo. Maldije a los camareros que, a su vez, me maltrataron y estafaron. Me pedorreé silenciosa pero inexorablemente en el taxi, camino de su dúplex. Me notaba la lengua como una hamburguesa abrasada. Mientras el portero representaba su breve papel de lascivia obsequiosa, vi en el espejo del vestíbulo que se me había roto la cremallera de la bragueta y que mi braslip teñido de rosa asomaba su triste jeta por la ventanilla... Tengo una teoría. Quienes deciden son ellas, ¿no? Son las tías quienes deciden. Todo está decidido. Esas noches en las que te presentas con tu orquídea y les montas todo el espectáculo, y les pagas la carísima cena mientras ellas te hacen sus típicos números de los ojos y los labios... Nada de todo eso sirve a no ser que ellas ya hayan tomado previamente una decisión. Son ellas las que deciden, y lo hacen con antelación. Y deciden de acuerdo con sus propias razones. No tiene apenas que ver contigo. Hasta que una noche en la que estás, como todas las anteriores, eructando y rascándote el sobaco y pensando en todo el dinero que te está costando la broma, de repente, te lo dan todo.
Pero ocurrió una cosa, en la calle, y quizá fue eso lo que inclinó la balanza hacia mi lado. No estoy seguro. No sé qué fue lo que hizo que Butch decidiera obsequiarme con todo eso, pero sí sé que no fue por mí... Pagué el cheque y las puertas giratorias nos expulsaron al aire de la calle. No puede ser verdad, no es posible que haya este calor tan asfixiante. Mi resaca, que acababa de cumplir una semana de edad y que me estaba atacando en estéreo, era de esas que te ponen la sangre a temperatura de ebullición, de las que te oprimen los ojos, la garganta, los cojones.
–¿Quieres ir en taxi? –le pregunté a Butch.
Convulsivamente, le hice señas a la hilera de coches amarillos, perdí el equilibrio y caí hacia la boca ardiente de un aparato de aire acondicionado, que me alzó su más llameante aliento en plena cara. Estábamos en la calle Octava, al oeste de la Quinta Avenida, rodeados de todos los colores de agosto, con el inmenso ajetreo de los taxis y los taxistas con camisas hawaianas, y con la agitación selvática en pleno apogeo. Ningún coche lograba avanzar hacia la bocacalle. Hasta que, de repente, ocurrió. Ocurrió lo que suele ocurrir en los incendios humeantes del verano neoyorquino.
A una docena de metros de distancia, un tipo alto había salido girando como una peonza al centro del escenario, dispuesto a poner en movimiento la circulación. Era grandote y blanco, e iba armado de una cadena, semidesnudo, con una cola amarilla en el pelo. La gente se volvió a mirarle: aquí había espectáculo, pero aquel rostro sin labios decía cosas extrañas, hablaba con la voz del fin del mundo. Pudimos oír el pavoroso siseo de la cadena que el tipo hacía girar en el aire, y luego el estruendo metálico que provocó el impacto del hierro contra los hocicos y las columnas vertebrales de los coches atrapados en el atasco. Los pobres monstruos metálicos gemían y aullaban como bestias fustigadas en una jaula. Nos acercamos un poco más. A través del feo ruido, comenzó a oírse la jugosa llamada de las sirenas, y doscientos polis corrían ya hacía allí por las aceras, bien sujetas sus pistolas desenfundadas. El artista circense de la cadena se negó a huir y lanzó alevosas arremetidas con sus eslabones chirriantes. Inseguros, los polis bajaron sus armas. Aquello no hacía más que avivar las brasas de la noche, les ofrecía la oportunidad del contacto con la piel sudorosa, de luchar con sus puños y sus porras. Ah, ya lo entiendo, pensé: esperarán a que la cadena pase delante de sus narices, y cuando siga su camino giratorio hacia otro lado saltarán sobre él y le sujetarán, como en las películas. Eso es lo que suele hacerse ante un tipo armado de una cadena, y eso fue lo que hicieron. Pero este artista de la cadena les lanzó unos cuantos cadenazos rapidísimos, acompañados de amenazadores movimientos de todos sus miembros. Ah, magnífica confusión de brazos y piernas la que pude ver cuando estalló el jaleo. El tipo me pareció bastante bueno, aunque dudé de la eficacia callejera de aquellas patadas de kárate que tan bien quedan en televisión. Bruscamente, el empuje de la muchedumbre nos hizo perder nuestra butaca de primera fila, y para cuando recuperamos una buena posición ya había sonado un disparo, flotaba en el aire una nubecilla, y uno de los policías apuntaba con su pistola hacia el aire mientras el otro (todo él linternas y radios de onda corta) intentaba contenerle. Hasta que, por fin, el artista de la cadena cayó de rodillas, alzó los dos puños, agachó la cabeza y, transformando de repente su cara hasta darle una expresión plenamente juvenil, sonrió con gesto culpable. Se acabó. Ya está. Por hoy, se cierra el circo.
–¡No le peguen! –gritó alguien entre la multitud cuando vimos que los polis avanzaban un paso y aplastaban al tipo contra el asfalto.
–¡No le peguen! –repitió un gigante nórdico que se había acercado a la víctima, un monstruo de gimnasio alimentado con alfalfa.
Se oyeron nuevas voces en apoyo de este buen consejo, mientras los conductores, cabreadísimos, se montaban encima de los capós de sus coches machacados a cadenazos. Un viejo negro muy gordo y con delantal rojo se adelantó para, dándose aires de importancia, obsequiar a los agentes con su versión de los hechos. Nueva York está atestado de actores, productores, consejeros publicitarios. Pero cuando el artista de la cadena ya había sido arrojado sin contemplaciones al interior de un coche patrulla, y una furgoneta de la policía había llegado aullando hasta allí, y el último policía sacó su altavoz y, como un director de escena, comenzó a gritar –«Ya vale. Se acabó el espectáculo. Circulen. Se acabó»–, la muchedumbre ya había regresado a sus madrigueras de la selva, y yo me quedé solo con Butch a mi lado, que me cogió la mano, la apretó contra sus pechos, y me dijo:
–Llévame a casa.
* * *
¿Dónde estábamos? Ah, sí, en casa de Butch, en el burdel de mi amiga. De hecho, a lo que más se parecía era a un laboratorio botánico o a un invernadero tropical. Cometí el error de tratar de secarme las manos en una sábana de follaje arrugado, y luego el de echar una meada en un humidificador tamaño gigante. Plantas, tierra, naturaleza, vida: todo eso está hipervalorado en Nueva York. Luego noté que, en lo alto de una trepadora, un loro me miraba despectivamente desde una esquina del techo. El aire tenía un olor dulce, cálido, intenso, y servía para cualquier cosa menos para respirar. Hice lo que tenía necesidad de hacer, y regresé a zonas más templadas.
Butch se había sentado en la cama y estaba viendo un vídeo para adultos (mudo, porno duro) en una pantalla de dos metros situada en la pared de enfrente. Me senté a su lado. Un tipo pálido y gordo le estaba dando el tratamiento a una rubia bronceada, en una meneona cama de hierro. Aunque la copia fuese de primera calidad, los valores artísticos eran de tipo ínfimo: cámara fija, sin varia...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. Créditos
  12. Notas