Olga
  1. 256 páginas
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Citas

Información del libro

El retrato de una mujer, de un amor imposible y de un país, Alemania, arrastrado hacia la guerra y la barbarie.

Olga nace en la parte este del imperio alemán a finales del siglo XIX, sobrevive a dos guerras mundiales y muere en extrañas circunstancias. Su vida, a caballo entre dos siglos, transcurre marcada por la historia. De familia pobre, es criada por su abuela tras la temprana desaparición de sus padres; más adelante se enamora de Herbert, un joven de una clase social superior, cuya familia se opone a la relación. Deberán mantener su amor en la clandestinidad y después la relación quedará marcada por la distancia, porque Herbert, llevado por el entusiasmo de las guerras coloniales de Bismarck, decide alistarse en el ejército. Viajará por África y por América del Sur y más tarde formará parte de una expedición polar, mientras Olga se queda en casa y le escribe cartas.

La novela relata la vida de la protagonista en tres partes y desde tres ángulos complementarios: un narrador en tercera persona, un testimonio en primera –el de un joven que la conoce en los años cincuenta, cuando Olga plancha para su familia– y por último las cartas que la propia Olga envió durante años a su amado, sin obtener respuesta.

Bernhard Schlink retrata con precisión y sensibilidad un alma femenina y desgrana sus anhelos, pesares y secretos, y al mismo tiempo esboza una panorámica de algunos años cruciales de la historia alemana contemporánea, con todas sus convulsiones y claroscuros. Olga es una obra a un tiempo íntima y épica, en la que se entrecruzan las pequeñas cuitas personales y los grandes acontecimientos históricos, con los deslumbrantes resultados a los que nos tiene acostumbrados el autor de la exitosísima El lector.

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Información

Año
2019
ISBN
9788433940421
Categoría
Historia

Segunda parte

1

Venía cada dos o tres meses y pasaba varios días en casa. Cogía los vestidos, faldas y blusas, chaquetas, pantalones y camisas que mis tíos y tías descartaban y los ajustaba para mis hermanas mayores, mi hermano mayor y, cuando a estos les quedaban pequeños, también para mí. Zurcía agujeros causados por algún alambre de púas, una zarza espinosa o la punta de un palo de esquí, los remendaba con una tela por debajo y los cubría con un parche de fieltro. Cortaba por la mitad sábanas deformadas y volvía a recoserlas. También zurcía medias y calcetines cuando mi madre, que no quería exigirle aquel trabajo indigno de una costurera, no encontraba el tiempo para hacerlo ella misma.
Cuando venía a casa, sacaban la máquina de coser del dormitorio del matrimonio y la instalaban junto a la ventana del comedor y sala del piano. Era una Pfaff: el nombre, incrustado en madera clara sobre la madera oscura de la tapa, destacaba contra el negro reluciente de la máquina, y también figuraba en el ornamento de hierro fundido negro mate que, debajo de la mesa, unía el varillaje con el pedal. Mis hermanos no soportaban aquella máquina, que empequeñecía la sala y los molestaba mientras estudiaban piano, violín o violoncelo, pero a mí me encantaba. Me parecía un aparato fabuloso, como el viejo horno de la cocina, con frontal esmaltado y fogones negros, como las apisonadoras de vapor sobre las calles recién alquitranadas, como los taxímetros de la plaza que había cerca de casa, como las locomotoras negras y los vagones verdes de la estación de trenes.
¡Y qué ruido hacía! Clac, clac, clac, clac, clac, clac, un golpeteo agudo, un ligero siseo, un leve chasqueo que iba subiendo de ritmo, acelerando cada vez más hasta alcanzar el traqueteo rítmico y regular de una locomotora. Entonces volvía a ralentizarse, pero al poco recuperaba presteza o acaso se detenía completamente. Cuando Olga Rinke (a quien mi madre llamaba Olga y los demás llamábamos señorita Rinke) estaba en casa, yo jugaba en el comedor. Cuando me habían llevado a la guardería había llorado tres días seguidos, hasta que mi madre decidió que en casa, con mis hermanos mayores, mi padre, que siempre comía con nosotros, los frecuentes invitados, la niñera y algún que otro vecino ocasional, ya aprendería bastante sobre interacciones sociales y que ir a la guardería no valía tantas lágrimas.
Así, hacía avanzar mi tren sobre las vías con la música de la máquina de coser de fondo, construía máquinas y fábricas con piezas de madera o jugaba a hacer que cosía: me sentaba en el taburete de mamá, colocaba un pedazo de tela sobre el banco y golpeaba con el pie en el suelo.
Tardé mucho tiempo en comprender que la señorita Rinke era sorda. Mi madre intentó muchas veces explicarme qué significaba ser sordo. Pero, para mí, si yo podía hacer algo, los mayores también podían: ¿cómo era posible que la señorita Rinke no oyera nada? Mi madre me dijo que me tapara los oídos, pero la señorita Rinke nunca se tapaba los oídos.
A veces le gritaba porque no me contestaba a una pregunta o no reaccionaba cuando le pedía algo. No me atrevía a agarrarla y sacudirla, como desde luego habría hecho si algún miembro de la familia me hubiera ignorado. Le gritaba cada vez más fuerte, pero ella seguía a lo suyo, hasta que casualmente se volvía hacia mí. «Ferdinand», decía entonces, y, en tono preocupado pero sereno, me preguntaba que qué me pasaba, por qué estaba tan alterado, y yo era incapaz de recordar qué le había preguntado o pedido.
Con cinco años contraje una otitis. Oía palpitaciones y ruidos extraños, los oídos me dolían y me supuraban, y pasaban tantos días tapados que los sonidos me llegaban como desde una gran distancia. Mi madre me acompañó al otólogo, que, con unos aparatos espantosos, me introdujo aire por la nariz y agua por los oídos, dos procedimientos horribles por igual, que no dolían pero que me provocaban una sensación terriblemente molesta dentro de la cabeza, y contra los que me resistí entre lágrimas, aunque antes de salir de casa mi madre había guardado una chuchería en mi morral rojo y me había prometido que, si me portaba bien y no me movía, podría comérmela durante el camino de vuelta. Durante un rato volví a oír bien, hasta que los oídos se me llenaron otra vez de pus y los sonidos se fueron apagando de nuevo y se alejaron aún más.

2

De niño, incluso después de superar la otitis media, enfermaba a menudo. Constantemente sufría de bronquitis aguda febril, que me tenía en cama durante varias semanas.
Todavía recuerdo el silencio de mi habitación de enfermo y los sonidos sordos procedentes del resto de la casa y del exterior, retales de melodías del violín de mi hermana o del violoncelo de mi hermano, gritos de niños que jugaban en el jardín, el silbido de un camión en la calle. Recuerdo los juegos de sombras y luces que las ramas de los árboles hacían en el techo, y la luz amarillenta que los faros de los coches al pasar proyectaban en mi habitación oscura. Y recuerdo la soledad que sentía cuando estaba enfermo. Leía mucho y con gusto, y mi madre siempre encontraba algo con que entretenerme, desde aprender la escritura Sütterlin4 hasta deshilvanar viejos vestidos para coser prendas nuevas, e insistía en que revisara lo que más tarde estudiaría en el colegio. Pero lo que yo quería eran visitas, compañía y conversación.
No digo que mi madre y mis hermanos no se ocuparan de mí, pero mi madre estaba muy atareada con la casa y, además, como mujer del pastor protestante, colaboraba en varios círculos de mujeres y jóvenes. Mis hermanos, por su parte, tenían el colegio y clases de música y la orquesta y el coro y sus deportes respectivos. Venían, se sentaban un rato junto a mi cama y se marchaban. A veces incluso venía mi padre y, si no me apartaba a tiempo, se me sentaba encima de la pierna con todo su peso. Después de intercambiar unas palabras se perdía en sus pensamientos, sobre todo si era sábado y me visitaba a medio preparar su sermón. Quienes mejor satisfacían mi necesidad de conversación eran las diversas mujeres que entraban y salían de nuestra casa y que siempre estaban encantadas de sentarse a charlar conmigo.
Una de ellas era la asistenta, que repetía una y otra vez que cuanto más conocía a los seres humanos más le gustaban los perros, pero que me llevó a la fiesta de consagración de la iglesia, montaba conmigo en el tren de la bruja y en las sillas voladoras y, cuando estaba enfermo, me leía los Cuentos de Grimm, poniendo especial énfasis en las historias más monstruosas y crueles. Otra era la mujer del sacristán, que se encargaba del trabajo de su marido alcohólico y así le salvaba el empleo; nos visitaba a menudo para hablar de cuestiones eclesiásticas y relacionadas con la misa, no tenía hijos y, como yo le había caído en gracia, no perdía ocasión de sermonearme sobre la maldición que era el alcohol. La más misteriosa de todas era la pediatra, a quien llamaban o iban a buscar a menudo para que acudiera a mi cama de enfermo, la única judía a la que yo conocía, y que mantenía con su enfermera, a la que había escondido durante el Tercer Reich, una relación tan íntima como yo no había visto jamás entre dos mujeres. Un amigo de mi padre, un emigrado ruso, solía instalarse también en nuestra casa durante días y semanas, con la ligereza con la que los rusos ofrecen y disfrutan la hospitalidad, junto con su mujer y su hija, una chica mentalmente discapacitada pero bondadosa. La mujer se sentaba junto a mi cama de enfermo y me hablaba de la vida en San Petersburgo, de la revolución y del confuso viaje en el que, por encargo de su padre, unos cosacos la habían llevado de San Petersburgo a Odessa y, desde allí, en barco hasta Francia. A menudo venía también la hermana de la primera mujer de mi padre, que habría estado encantada de apoderarse de la herencia de su hermana fallecida y casarse con mi padre, y que durante sus visitas me martirizaba con sus historias sobre lavativas y ventosas de cristal, para luego aplacarme con su tierno relato de cómo Schumann había puesto música al romance de Heine sobre los soldados de infantería de Napoleón.

3

Si, estando en casa, la señorita Rinke se percataba de que no había nadie haciéndome compañía, se sentaba a zurcir junto a mi cama y me contaba cuentos de Silesia y de Pomerania, leyendas del Rübezahl y anécdotas sobre el viejo Fritz. Como a todos los niños, me encantaba oír las mismas historias una y otra vez.
Muchas de aquellas historias giraban alrededor de Federico II el Grande y su flauta. Yo quería tocarla tan bien como él. El amor que le profesaba a su flauta era para mí un acicate para estudiar de forma regular durante horas, tanto que durante una época mi flauta fue mi mejor amiga. De hecho, el viejo Fritz se había llevado la flauta a una de sus últimas campañas militares, pero sufría de gota en la mano y no había podido tocarla. De regreso a Potsdam lo había intentado de nuevo, con idéntico resultado. Entonces había ordenado que envolvieran la flauta y la guardaran, y se había lamentado en tono afligido: «Acabo de perder a mi mejor amiga.»
Ya de mayor, al ver que leía las aventuras de Robinson y de Gulliver y que viajaba con Sven Hedin a través de los desiertos de Asia y con Roald Amundsen al Polo Sur, la señorita Rinke empezó a hablarme de los viajes y aventuras de Herbert. Eso sí, sin mencionar nunca la guerra contra los herero: Herbert había viajado al África del Sudoeste Alemana empujado por el mismo impulso que más tarde lo llevaría a Argentina, Carelia, Brasil y tantos otros lugares. Me habló de los desiertos, los espejismos y los incendios en la estepa, de la mordedura de serpiente, de los cisnes que se elevaban majestuosos del agua dorada para volver a aterrizar sobre ella, y de las dificultades para avanzar a través de la nieve. Del viaje de Herbert a Spitsbergen y la Tierra del Nordeste no dijo nada. Cuando le pregunté qué había sido de él, respondió que no había regresado de su último viaje.
Contaba la historia de forma sumamente expresiva, y como además lo hacía mirándome fijamente a los ojos, por si yo quería preguntarle o comentar algo, la seguía con gran atención. No se sentaba en la cama, sino que acercaba un taburete sobre el que se sentaba muy erguida, con las manos sobre el regazo.
Pero la señorita Rinke no se limitaba a contar historias. Si al llegar junto a mi cama veía que yo tenía fiebre, me cubría con una manta extra o me ponía un trapo húmedo y frío en la frente. Se movía con gestos circunspectos, olía a lavanda, tenía las manos cálidas y una presencia de lo más tranquilizadora; me gustaban su proximidad y su tacto, cuando me acercaba una chaqueta que debía acortar o ensanchar para que me la probara, o cuando tenía que coserme un parche de piel en el codo y buscaba el lugar preciso, guiando mis movimientos con una mano en la espalda o en el brazo, y me acariciaba la cabeza antes de dejarme marchar.
En una ocasión, debía de andar yo cursando el primer o segundo año de instituto, mi madre le pidió a la señorita Rinke que se instalara unos días en nuestra casa y me dejó bajo su cuidado. Mis hermanas estaban de viaje con el coro, mi hermano se había ido de colonias a una escuela rural, de las estudiantes de economía doméstica que pasaban medio año haciendo prácticas en nuestra casa justo acababa de marcharse una y la siguiente no había llegado aún, y mi madre iba a acompañar a mi padre a una conferencia en el extranjero. Ella hablaba inglés y francés, él no, y por aquel entonces los intérpretes todavía no eran habituales, de modo que la necesitaba. Además, la unidad de la iglesia, pues ese era el tema de la conferencia, le importaba tanto a mi madre como a mi padre.
Fueron unos días de silencio. Si tenía tiempo, mi madre solía tocar el piano, por la mañana algún himno y durante el día sonatas de Mozart y Beethoven y estudios de Chopin; mis hermanas practicaban regularmente con sus instrumentos, y todos tocábamos música de cámara y cantábamos juntos. Tras un largo periodo de vacilación, mis padres habían terminado por capitular ante el espíritu de los tiempos y habían comprado una radio, se habían abonado a un boletín radiofónico y de vez en cuando incorporaban algún concierto al programa de tarde familiar. Pero durante los días que pasé con la señorita Rinke no hubo nada de eso. Cuando tocaba la flauta, su sonido me resultaba demasiado estridente y desagradable y pronto renuncié a ello. Encender la radio sabiendo que la señorita Rinke no la oía y no podía disfrutarla me parecía una grosería. Así pues, nos dedicamos a hablar, si bien nuestra conversación no era el alegre toma y daca que solía darse en nuestra mesa, sino un intercambio concentrado de información. A menudo comíamos en silencio.
Y, sin embargo, no había día en que no notara el afecto de la señorita Rinke. Cuando volvía del colegio a casa, me había preparado la comida: albóndigas con salsa de alcaparras, rollos de col, huevos con mostaza o un suflé de pasta. ¿Cómo podía saber todo lo que me gustaba? Mi madre, que estaba en contra de malcriar a los hijos, nunca la habría animado a cocinarme mis platos preferidos. A lo largo de los años, la señorita Rinke, que durante las comidas compartía mesa con la familia, debía de haberse fijado en qué platos me gustaban más.
Por las noches nos sentábamos en el sofá y ella me contaba historias. Yo me volvía hacia ella, y de vez en cuando la señorita Rinke me pasaba un brazo por los hombros y me acercaba a ella, y yo sentía su cercanía, cálida y dulce.

4

Había empezado a hablarme de Herbert porque yo leía historias de viajes y aventuras y Herbert había viajado y había vivido aventuras. Más tarde me hablaba de Herbert porque yo tenía la misma edad que él, Viktoria y ella cuando se habían convertido en compañeros de juegos. Me habl...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Notas
  6. Créditos