Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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Los misterios del deseo femenino. Catherine Millet aborda la vida y obra de D. H. Lawrence.

Catherine Millet, autora de la escandalosa La vida sexual de Catherine M., se adentra en la obra de D. H. Lawrence, autor de las en su día escandalosas Mujeres enamoradas y El amante de Lady Chatterley. ¿Por qué Lawrence? Porque el escritor británico exploró como pocos el tema del deseo femenino, cuestionó la moral de su época y fue un literato transgresor. He aquí el nexo de unión con la autora francesa y el porqué de su interés en él y su obra.

Millet ha dedicado dos años a leer no solo las novelas de Lawrence sino también su poesía, sus relatos y su epistolario. Y ha analizado las varias biografías escritas sobre el personaje y los testimonios de diversas mujeres que estuvieron relacionadas con él. El estudio en profundidad de todo este material le ha servido para abordar la visión de la sexualidad del escritor, su vida como utopista y nómada, sus exploraciones de lo prohibido, su ideario político y las relaciones amorosas que mantuvo a lo largo de su vida.

El resultado es una visión nueva de Lawrence que desmonta viejos tópicos. Pero, al indagar en la vida del británico, Millet acaba hablando también de sí misma, y el libro se convierte en una estimulante mezcla de ensayo y autobiografía en la que confluyen dos autores –la estudiosa y el estudiado– separados por el tiempo, pero unidos por el interés en explorar los misterios del deseo femenino.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433941633
Categoría
Literatura

LO QUE QUIEREN LAS MUJERES

Nunca ha sido mi estilo atemperar la pulsión testaruda de un macho asperjándole con el agua bendita de mi «nobleza» o mi «espiritualidad» femenina. Enfrentada a un hombre que insistía a pesar de mi indiferencia, yo me atrincheraba en una especie de distracción mediante la cual mostraba que había comprendido sus insinuaciones pero no les concedía importancia, o bien cedía para que me dejase en paz. Sabía que ceder no tendría consecuencias. En uno u otro caso, si yo denotaba un poco de «nobleza», era la de no querer herir: era mi manera de tener «compasión». ¡Lo que me habría avergonzado hubiera sido ofrecer un biberón envenenado con prohibiciones superiores! ¡Con principios morales!
Cuando empecé a reflexionar a este respecto, pasados ya mis años de inocencia e incoherencia, me asaltó una sospecha. ¿No sería una invención de los hombres esa pretendida elevación del alma que las mujeres buscarían en sus relaciones con ellos, y que en palabras de hoy día infundiría sentimiento a un acto que para ellos solo serviría para satisfacer un instinto? En todos los casos, la tesis sirve a sus intereses. ¿La mujer se niega? Es porque está enredada en una demanda de amor que la aleja del puro placer de los sentidos. ¿Consiente? Es porque está enamorada, lo cual halaga al ego masculino. Más aún, la idea de que las mujeres solo gozarían realmente el placer si lo asocian con un sentimiento tiene la ventaja de perpetuar otra: lo que hoy llamamos el nomadismo sexual sería más propio de la naturaleza masculina que de la femenina. En cierto modo, es la preservación de un privilegio.
¡La de cosas que he leído y oído después de la publicación de La vida sexual de Catherine M.! Mi sexualidad ha sido calificada a menudo de «masculina», ¡incluso he tenido que responder a la pregunta de si yo no pensaba «que era un hombre»! Recibí ataques de determinados libertinos, de una forma que solo es sorprendente en apariencia. ¿Qué pretendía hacer yo en su terreno? Estas apreciaciones demostraban que las mentalidades no habían evolucionado mucho desde, como mínimo, 1928, cuando Aldous Huxley publicó Contrapunto, novela en la que retrataba, a través de la heroína llamada Lucy, a la excéntrica heredera Nancy Cunard, poeta, editora, periodista, una de las mujeres más libres de su tiempo, social, intelectual y sexualmente. Huxley había tenido una aventura con ella, ella le había plantado, y veamos la descripción de Huxley por boca de uno de sus personajes: «Es una de esas mujeres que tienen un temperamento de hombre. A ellos puede resultarles placentero un encuentro fortuito. A la mayoría de ellas no. Necesitan sentir amor, más o menos. [...] Con algunas excepciones. Lucy es una de ellas. Tiene la facultad masculina de no encariñarse. Tiene la potestad de separar su apetito del resto de su persona.»
Costara lo que le costase quizá a Mr. Noon, el penetrante D. H. Lawrence veía claramente que en la historia del pezón, en esa leche dulzona que la mujer administra a las almas nobles, está el alimento que nutre a los hipócritas, y que son, digámoslo, los hombres. Al tímido Rudolf al que Johanna se apresura a tranquilizar respecto a su virilidad, le gustaría mucho que ella le dijera que lo ama. Ahora bien, como sabemos, Johanna ama a Gilbert Noon, pero es complaciente. Le responde a Rudolf: «Yes, I do; why not?» Rudolf tendrá que resignarse y, para avivar un poco ese «Why not?», es él el que le escribirá poemas, el que intentará dar muestras de «espiritualidad».
Como hemos dicho, el autor de Mr. Noon llamaba a su mujer en ocasiones «gran prostituta de Babilonia», y ella le inspiró el personaje de Johanna. Esto explica sin duda que, como epílogo del episodio, Lawrence evoque con amable indulgencia la figura de Magdalena, la pecadora que «solo cayó una vez, cuando se agachó para lavar pies. [...] Cayó y volcó su nardo». Él se dirige a ella: «Permíteme levantarte, querida Magdalena, y que cada uno se lave sus pies. Me parece lógico.»
Arrepentimientos
Una mujer que nunca pecó es Lady Eva, la tía de Clifford Chatterley. Lady Eva es una «gran dama», viuda de un marido «inteligente y distinguido», con quien se casó por amor y al que siempre fue fiel. Pero ahora tiene «tan rígidas las costuras del alma como las articulaciones del cuerpo», un cuerpo reumático al que ella viste únicamente de negro (al estilo de la reina Victoria, suponemos). No obstante, es uno de mis personajes preferidos, al menos tal como aparece en la segunda versión de la novela,1 de igual calidad, en mi opinión, que la versión definitiva.
Manifiesta afecto por Constance y le inquieta verla marchitarse al lado de su marido inválido: no se anda con rodeos: es «la mitad de un hombre». Por tanto, prodiga a la joven consejos y le hace confidencias: «Lo que quería decir sobre ti y Clifford es que... quizá deberías enamorarte de un chico guapo, bien fuerte, y que te deseara lo mejor..., aunque solo fuese durante un tiempo...» Continúa, soñadora: «Si yo tuviese que rehacer mi vida, me casaría con uno de esos policías guapos, con la tez fresca y sana y todo tipo de cosas alegres en la mirada.» El ensueño provoca una carcajada de Constance, que aún no ha conocido a su guardabosques, y le sugiere a la tía Eva que las mujeres de policías, cuando se van haciendo mayores, quizá también se arrepientan. ¡Pues no, la tía Eva está segura de que no! Evidentemente, considera que entregarse a «un hombre de esa condición» habría sido humillante para ella, pero prevalece el arrepentimiento: «¡Y sin embargo...!»
Es raro que las mujeres maduras con las que nos topamos en la obra de Lawrence sean tan simpáticas como Lady Eva con su ingenua nostalgia. En La serpiente emplumada, Carlota, aunque es la mujer de don Ramón, es «una solterona rancia» porque es tan devota de su marido como de Dios, y apenas vale más que las que «han jugado con el amor» y que parecen «hadas malignas». En La segunda Lady Chatterley, las que están obsesionadas con «la idea fija de “tener” un hombre» al final quieren exhibirlo como «un vestido o un abrigo de piel nuevo». Pero hay algo peor: la que ha «llevado una vida fácil» y se convierte en un «animal peligroso» al hacerse mayor, y se comporta como una «hiena». Y la cohorte de cautelosas que respetan las convenciones «con a lo sumo una sospecha de otra cosa para sentirse agitadas» (Canguro) y que no tienen el valor de no cejar en su deseo.
Son juicios severos, a veces del narrador, a veces de los personajes, pruebas de la atención apasionada e implacable con que Lawrence miraba a sus contemporáneos. Actualmente somos más indulgentes con esas pioneras de la emancipación femenina que disfrutaron de un menor apoyo de los progresos de la medicina y de las mentalidades que el que gozan las mujeres de hoy en su lucha contra el tiempo. Pero se observará que algunos de estos juicios siguen vigentes con otro vocabulario. Para designar a las mujeres maduras que tienen amantes jóvenes se ha creado recientemente la categoría de la cougar, alusión a un animal (el puma) quizá más elegante que la hiena pero no menos feroz. El vocabulario es más escogido pero la opinión subyacente sigue siendo más o menos la misma.
De hecho, el mensaje de Lawrence es simple: alentar a las mujeres a que sigan el consejo de Lady Eva y el ejemplo de Lady Chatterley, es decir, deslizar sin dilación su cuerpo en los brazos de «un chico guapo» cuya mirada prometa «todo tipo de alegrías», aunque tengan que disfrutarlas en una cabaña perdida en el bosque. Esto para no suspirar cuando el cuerpo ya no esté en condiciones de seducir ni salir de caza como los «animales peligrosos». Que yo sepa, Lawrence es el único escritor de sexo masculino cuyos temas principales no son solamente la sexualidad, no son simplemente el placer sexual, sino además el placer sexual de las mujeres, y, lo que es aún más extraño, fue el que comprendió que no se podía abordar el asunto sin considerar, en primer lugar, la insatisfacción femenina.
Inocencia
Cuando, tras haber vencido mis primeras reticencias, me arrellané para releer los amores silvestres de Constance Chatterley y Oliver Mellors, obviamente no fue la audacia de la situación ni la de las escenas eróticas las que podían asombrar, noventa años después de haber sido imaginadas, a quien tenía veinte años justos en mayo del 68. No. O más bien sí, son escenas eróticas, pero no las que cabía esperar. Lo que literalmente me dejó estupefacta fue que un hombre hubiera podido describir con tanta veracidad y sutileza lo que era... la frustración del placer para una mujer. Tontamente, no me esperaba que una obra que aspiraba, en palabras del propio autor, a demostrar que «como seres humanos, [habíamos] llegado ya a un grado de evolución que [había] sobrepasado ampliamente los tabús inherentes a nuestra cultura» (Defensa de Lady Chatterley),2 abordase la descripción de las relaciones sexuales no de una manera hedonista, ni con un dogmatismo militante, sino exponiendo ante todo sus deficiencias.
Por muy buena hija que yo sea de la revolución sexual, cuando emprendí el relato de mi vida sexual mi proyecto era añadir al historial un testimonio lo más cercano posible de la verdad de los hechos, porque las filosofías utópicas, los modos de empleo higiénico-militantes, la literatura libertina y las imágenes pornográficas donde nunca falta el coito habían acabado irritándome. Tanto más porque, exceptuando los manuales de fisiología feministas, la mayoría de estos escritos y representaciones eran obra de hombres que, en el mejor de los casos por ignorancia, y en el peor por desinterés o por orgullo viril, prescindían de las impresiones femeninas. En consecuencia parecía necesario referir las mías, exponer sensaciones experimentadas por la sexualidad de una mujer, huelga decir que sin recurrir a metáforas.
La primera edición «no expurgada», y que no era pirata, de El amante de Lady Chatterley no se publicó en Inglaterra hasta 1960, un año después de la edición norteamericana, y no sin haber sido precedida por un proceso que tuvo la ventaja de darle publicidad.3 La simplicidad, pero también la precisión de las descripciones del acto sexual, la transcripción milimetrada de las sensaciones, las palabras y las acciones normales de todos los amantes del mundo atrapados en las corrientes contrarias de la vida, iban a encontrar lectores, más de treinta años después de haberse escrito la novela, entre una generación que deseaba precisamente que la sexualidad saliese de la reclusión de los dormitorios, de las omisiones verbales, de las sombras rechazadas del inconsciente como zonas prohibidas de la sociedad, y se expusiera a la luz del día. El escritor al que se atribuye en parte la inspiración de la revolución sexual y de su utopía superaba a todos los demás en el realismo de sus descripciones del coito. Me pregunto si, de haber leído antes El amante de Lady Chatterley, me habría lanzado tan espontáneamente como lo hice a escribir La vida sexual de Catherine M. Por casualidad, estaba en la misma situación que Lawrence, que no había oído hablar del complejo de Edipo y ni siquiera de Freud antes de escribir Hijos y amantes.
Lo que hace tan atractivo a Lawrence es que, nacido en una sociedad especialmente puritana, contempló de inmediato la sexualidad con el mismo candor que confiere a algunos y, sobre todo, a algunas de sus protagonistas, empezando por la muy natural señora de Wragby Hall. Esta candidez implica cierto rousseaunianismo; tanto Aaron, que abandona a su familia y se lanza a la carretera sin rumbo, como Constance y Mellors, que hacen el amor escondidos entre los helechos, son figuras que reciben el placer carnal fuera o, mejor dicho, más acá de las leyes impuestas por la sociedad y la religión, y sin siquiera planteárselo, como si juzgaran que dichas leyes no se aplicaban al cumplimiento de su destino sexual. En numerosas ocasiones, ¿el autor no dice de uno u otro de sus personajes que «no acata el orden moral», que ya no soporta «la vieja moralidad», «que abandona la posición moral para entregarse al placer puro y simple», que actúa «sin vergüenza»?... En La segunda Lady Chatterley, leemos que para Parkin, que todavía no se llama Mellors, «la palabra “pecado” no tenía ningún sentido».
Gilbert Noon, Birkin y Ursula, Aaron, Constance Chatterley no tendrían cabida en la tradición literaria francesa, entre los actores de las novelas del Marqués de Sade y de Georges Bataille, porque el placer de estos últimos reside en el hecho mismo de situarse fuera de las normas sociales y gozan traspasando la frontera entre el bien y el mal, conscientes de su existencia. Los personajes de Lawrence, en cambio, no ven en absoluto nada malo en el sexo. No están fuera de la ley porque su inocencia es la de antes de la Caída.
Conozco bien esta disposición de ánimo, o más bien esta falta de posición moral, porque creo que nunca he tenido apriorismos sobre la sexualidad, ni siquiera a los quince años, es decir, cuando los vástagos del hombre civilizado reproducen más los principios ambientales en vez de forjar los que les sean propios. Yo había frecuentado asiduamente el catecismo y sin embargo carecía de opinión sobre lo que estaba bien o mal a la hora de explorar los nuevos recursos que yo descubría en mi cuerpo. No veo otra explicación a esta especie de vacío moral, y cuando me han preguntado al respecto después de la publicación de mi libro, a duras penas he conseguido responder. Tal vez se necesite una determinada vocación para la soledad, no buscarse demasiado un modelo ni en la escuela ni en la familia, y quizá también la vanidad de tener hilo directo con Dios, sin intermediarios –en cuyo caso todos los apaños son posibles–, para que la conciencia escape, en este terreno que es el más íntimo, a las influencias de los adultos y a las de los amigos mejor informados.
Dicho dominio permanecía oscuro, indefinido, y ni el catecismo ni mis padres, que no iban a misa y que no debían de saber si creían o no en Dios, me habían ilustrado sobre el asunto. Yo tenía que juzgar por mí misma porque en los años cincuenta, dentro de una pequeña burguesía urbanita y no practicante, no se preocupaban de meter miedo a los niños con el sexo o simplemente no se les ocurría impartirles una educación sexual. Feliz época en que los candados morales del siglo XIX se habían soltado y una vulgata psicoanalista no paralizaba todavía a padres y docentes. Las únicas alusiones que recuerdo vinieron de mi madre, que me regañó en dos ocasiones. La primera vez yo era un niña y compartíamos la cama. Yo había descubierto una fuente de placer que no habría sabido identificar y me esforzaba en entregarme a ella sin despertar la atención de quien dormía a mi lado. Una noche, sin embargo, debió de percibir el temblor ínfimo y me llamó «viciosa». La otra vez, ya adolescente, yo me había entretenido en casa de una amiga y mi madre vino a buscarme y, más por disipar su inquietud al ver que yo no regresaba a la hora que por una convicción fundada, me soltó murmurando entre dientes, casi para que yo no la oyera, que yo era «una cochina bollera». Nunca me dijo una palabra más, no me dio la menor explicación. A raíz de aquello fui más discreta en la cama, seguí yendo a casa de mi amiga pero evitaba volver tarde, y la pregunta que yo me hacía, sobre todo después de haber buscado y comprendido el significado vulgar de la palabra «bollera», no era si yo había cometido una falta, sino si yo era normal. El conformismo de la infancia hace que temamos más no ser igual a todos los demás niños que desobedecer una ley superior que no entendemos bien. Para mí, el pecado consistía en hacer daño a los demás, y por eso me sentía culpable cuando mentía o cuando me sentía tan superior al prójimo que no me quedaba más remedio que reconocer mi orgullo. En cambio, no lograba concebir que fuese pecado el placer inexplicable e intenso que sentía cuando friccionaba la estrecha parcela de carne blanda s...

Índice

  1. Portada
  2. Australia
  3. Mis «mujeres»
  4. Lo que quieren las mujeres
  5. Diamante negro
  6. Nota bibliográfica
  7. Notas
  8. Créditos