Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

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Narrativas hispánicas

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David Trueba nos invita a sumarnos a una caravana electoral: una novela vibrante sobre la política y los políticos.

Esta es una novela divertida como una sobremesa con amigos, pero contundente como un gancho al hígado. Algo de esa contradicción contiene su protagonista, Basilio, al que sus enemigos apodan el Hipopótamo. Un mote que a él, con sus 119 kilos de peso, le provoca regocijo: puede que aspire a la callada quietud de ese animal, que sabe esperar su ocasión, pero también le atrae su naturaleza feroz, su instinto agresivo, su inteligencia criminal. Así que cuando le ofrecen abandonar por unas semanas su retiro plácido para acompañar a Amelia Tomás, una candidata a presidenta, en su gira electoral, la bestia que lleva dentro se despereza y actúa.

A lo largo de un periplo que lo llevará a recorrer toda clase de ciudades y pueblos de España, su misión será cargar los discursos de la candidata de dinamita, rociar con gasolina dialéctica a sus rivales y prenderle fuego a todo a su paso. Y es que en este juego competir es lo de menos: lo único aceptable es ganar. Ganar, ganar y ganar.

David Trueba ha escrito una novela inclasificable, que retrata el mundo de la política y su trastienda con un gran ojo para la sátira y la observación desprejuiciada. En un viaje entre la comedia y el retrato del natural por las entretelas de una campaña política, afloran ambiciones inconfesables, engaños, medias verdades, mentiras flagrantes, tensiones soterradas y conflictos de la vida privada que acaso sea mejor que no vean la luz; al frente de todo ello, un protagonista más grande que la vida, odiado por unos y odiado por otros, y que en lugar de preguntarse con angustia si el vaso de la vida está medio vacío o medio lleno ha decidido hace tiempo bebérselo de un trago. Desbordante y atrevida, vibrante y directa, Queridos niños es una autobiografía del rencor que supone otro paso adelante en una de las trayectorias novelísticas más exitosas de nuestra literatura.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433943163
Categoría
Literatura

Primera semana

And the Lord said:
I burn down your cities-how blind you must be
I take from you your children and you say how blessed are we
You must all be crazy to put your faith in me
That’s why I love mankind
You really need me
That’s why I love mankind.1
«God’s Song (That’s Why I Love Mankind)»,
RANDY NEWMAN, del álbum Sail Away, 1972
1. Zaragoza
Empezaremos por aquella mañana en Zaragoza. El salón del Gran Hotel, gélido, impersonal. La sala bajo la luz fría, más apropiada para una autopsia que para una presentación en sociedad. Nuestro paisaje, Amelia, ahora lo pienso, fueron salas de espera, salas de reuniones, salas de convenciones, salas de banquetes, salas multiusos que de querer servir para todo no sirven para nada.
Yo te observaba en Zaragoza cuando desvelaste el cartel electoral ante la prensa. Los chicos de imagen lo habían tapado con una tela azul que te llevaste en la mano y luego no sabías qué hacer con ella, con la tela azul. Y allí, delante, tu foto impresa en el papel cartón sobre el caballete, retocadas las facciones hasta hacer desaparecer cualquier arruga y por tanto cualquier rasgo. Con tanta sinceridad que hay en una cara, los diseñadores habían preferido difuminarte las facciones y aclararte el color de ojos.
Lo hacen al modo de las portadas de revista porque la gente le ha cogido miedo a mostrar cualquier imperfección. Por eso me gustaba estar gordo. Era la primera demostración de carácter. Lo de mi tripa de Buda lo dijo Carlota. Pero no era una tripa, era una personalidad. ¿A que tú supiste verlo?
–Tú, con tu tripa de Buda, Basilio.
–Ciento diecinueve kilos no se logran sin esfuerzo –os advertí, para que no se tomara mi gordura por un síntoma de abandono sino de firmeza.
Yo tuve que enfrentarme a todas las dietas, a la dictadura flaca, a los gimnasios de tortura y a las tropas trotonas. Yo me esforcé para no estar en forma, fui un insumiso a la ropa de deporte y a la vulgaridad de un mundo a régimen. 119 kilos eran mi desafío al valor ese tan supremo y memo de la salud. Pero si a todos nos van a asesinar tarde o temprano sin importar demasiado la dieta que sigamos. Decir «hasta mañana» cada noche es un síntoma de autoconfianza excesivo. En mi entierro, guarden la piedad para los porteadores del ataúd, que se quebrarán el espinazo, que se jodan por participar en ese rito infame. Los países que honran con tanta pompa fúnebre a los muertos lo hacen para lavar su culpa por el trato que dan a los vivos. Si el mundo fuera decente, iríamos a morirnos a un barranco y nos dejaríamos caer sin ceremonia.
Estar gordo es rebelarse contra el futuro flaco que nos espera. Un futuro en chándal. También llevo gafas, ahora que tantos andan operándose las dioptrías. Y no me importó quedarme algo calvo, esas entradas que me han ampliado la frente como se amplían las pistas de un aeropuerto. La última vez que volé desde Estambul el avión venía repleto de tipos con la cabeza regada de pelos recién implantados y sus calvas, que tanto les avergonzaban, cubiertas de alcohol yodado. En el futuro no habrá calvos, pensé. Estará prohibido tener defectos físicos. Ser guapo será un derecho humano que se exigirá en masivas manifestaciones frente a la sede del gobierno. ¡Todos somos guapos! Je suis Brad Pitt! Esa es nuestra democracia de foto retocada, de filtro embellecedor, de serie juvenil. Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo. ¿Te dije eso alguna vez? Sí, sí, en alguna ciudad te lo dije.
–Todos los caminos de la virtud conducen al nazismo.
Y tú me respondiste, con esa media sonrisa que concedías cuando lo que escuchabas te divertía pero te asustaba al mismo tiempo:
–Me gusta tu maldad, Basilio, porque es gratuita.
Pero no era gratuita. La puse a tu disposición por un módico sueldo. Aunque al hacerme la propuesta te respondí con música. Me puse a cantar. Tú me dijiste quiero que trabajes conmigo en la campaña, y yo me puse a cantar.
Io non voglio più servir, no, no, no, no, no, no. Io non voglio più servir!
Rompiste a reír, eso no te lo esperabas. Una carcajada entre dos personas es mucho más vinculante que un apretón de manos, que cualquier contrato. Puede que de esa carcajada naciera una afinidad, esa afinidad que percibí entre nosotros. ¿Me equivoco, Amelia? Dime si miento cuando hablo de ese vínculo natural que nos unía. Por ejemplo, la dificultad para entendernos con los jóvenes. Ya no compartíamos los referentes ni los intereses ni las ambiciones. Lo comentamos en alguna ocasión. Ese silencio en las comidas cuando comprendes que nada de lo que ellos andan diciendo te importa un comino y nada de lo que tú puedas decir les atañe a ellos. A mis cincuenta y cuatro años no es que fuera a morirme de viejo, pero uno percibe que pertenece a un mundo antiguo, a un tiempo reñido con el hoy. Y tú, con sesenta y dos, pese a la espléndida madurez que exhibías, también andabas de puntillas por el presente, como si no te correspondiera del todo estar allí. Me gustó tu prisa cuando me llamaste por teléfono para la primera cita.
–¿Podríamos vernos esta tarde? ¿Te puedo invitar a un café?
Cuando te conocí yo gozaba de la voluminosa quietud del hipopótamo. ¿Sabías que mis enemigos me llaman así? El Hipopótamo, pero más que un insulto lo he tomado siempre como un elogio. Prefiero los ratos largos en la bañera, con el agua hasta la barbilla, que ganar el pan con el sudor de mi frente. Entre mis planes no figuraba volver al trabajo, pero me dejé enredar por la adrenalina que prometía tu propuesta. Empezó todo en aquel café cuando me dijiste te quiero a mi lado. Como un cohete en Cabo Cañaveral empecé a rugir por la línea del descuento. En inglés lo llaman count down, la cuenta abajo. Me gusta eso. Cuenta abajo. Nosotros decimos cuenta atrás porque tenemos una visión horizontal del tiempo, pero los anglosajones son verticales en todo.
Recuerdo, pocas semanas después, la reunión donde se eligió tu foto para el cartel. Estábamos en el despacho del secretario general, en la sede de Los Cuervos. Había cinco o seis opciones. En todas tenías cara de angustia disimulada bajo una sonrisa que llaman tranquilizadora y que suele ser muy inquietante. A la foto elegida, tras retocarla a fondo, le añadieron las letras inclinadas. Lautaro nos explicó que la rotulación ladeada sugiere dinamismo. La mujer que necesitas. Sonreíste al decirlo en voz alta aquella primera vez. Lo volviste a repetir esa mañana en el hotel de Zaragoza.
–La mujer que necesitas... Pero no lo interpreten como un rasgo de soberbia. Mi esfuerzo va a consistir en servir a las necesidades de los demás. Yo soy una mujer que aspiro a ser necesaria. He venido a conducir la nave de mi país y de mi gente hacia una vida mejor. He venido a escuchar y a trabajar. He venido a ser la persona que España necesita.
Te preguntarás cómo era capaz de escribir tantas necedades mientras pensaba lo que pienso. Eso explica un poco mi irritación perpetua. O, como dijiste al conocerme mejor, mi estado de desánimo.
–Basilio, tú no tienes estado de ánimo, tú tienes estado de desánimo.
Toda la prensa convocada en el Gran Hotel iba a reproducir tus palabras y las cámaras capturarían tu costoso salivar mientras representabas el nuevo papel en la comedia de tu vida, el de la mujer necesaria, la mujer que necesita España. La candidata a presidir el gobierno. Tras tu aparente fortaleza, solo eras una debutante en el baile, la niña del traje largo y los primeros tacones bajo la mirada de los depredadores.
Y eso que los periodistas ya no son inquisitivos ni impertinentes, como cuando yo empecé en esa profesión. Ahora aspiran a una vida cómoda, parecida a la que se pegan sus jefes. Son jóvenes transmisores, a ratos parecen telefonistas antiguas, esas que se dedicaban a pinchar clavijas y hacer llegar voces de un lado a otro sin saber quién habla con quién.
Al acabar la presentación del cartel electoral, camino del autobús me sugeriste que teníamos que intentar ser más contundentes.
–Entiéndeme, Basilio, yo ya hablo con demasiadas vueltas y retórica, mejor que escribas más directo. Con cuchilladas.
–Caramelos. Les vamos a dar caramelos, que es lo que les gusta a mis queridos niños.
–Ay, no los llames así, odio cuando los llamas así.
Te referías a mi manía de llamarles queridos niños a ellos, a la gente, a los electores. Sí, yo los llamo mis queridos niños, te lo dije en la primera reunión, porque así no me olvido de sus caprichos infantiles, no me dejo engañar por esa incomprensible superioridad que exhiben sobre los políticos. Los políticos son todos tal, dicen, o los políticos son todos cual, como si jamás se hubieran visto representados por ellos en el espejo. Porque el espejo les miente, tú eres más guapa, tú eres mejor, les dice, y ellos se lo creen, pero son iguales. Como el perro se acaba pareciendo al amo. ¿O era al revés? El votante termina por ser igual que lo votado. ¿O era al revés?
Te habían cortado el pelo antes de la sesión de fotos. Querían un peinado más neutro, sin la melena, aunque tú dijeras que te hacía más gorda. Pero el nuevo corte tenía la virtud de situar en tu nuca entrevista el centro irradiador.
–No hay nada más triste que un político que anda preocupado por su pelo. A mis queridos niños les gusta mirar a un político, más si es mujer, y ver a alguien que no anda preocupado por su peinado. Angela Merkel, Margaret Thatcher, he ahí dos triunfadoras que no se tocaron el pelo en sus largos mandatos. Podía desplomarse la Bolsa, hundirse la flota, que el peinado de sus mandatarias les transmitía a mis queridos niños la solidez de lo eterno.
No sé si te asusté demasiado en aquella reunión inicial. Pero prefería no arrancar nuestra relación con un malentendido. Amelia, te dije, vamos a dejarnos de engaños, el juego consiste en ganar. Fue en el café Marconi. Tú me confesaste una preocupación. Sospechabas que los mensajes complejos ya no pueden llegarle a la gente. Te quedaste boquiabierta cuando te respondí:
–Ni tampoco los simples. No les llega ningún mensaje. Les llega una experiencia.
–¿Una experiencia?
–Sí. Una especie de fantasía vivida. Un reconocimiento.
–No sé. Me parece que no te entiendo.
–Imagina que cierras los ojos y papá viene a cogerte de la manita de nuevo, como cuando eras un niño a punto de cruzar la calle. Eso es lo que quieren sentir. Esa experiencia.
–¿Qué tiene esto que ver con nosotros?
–La democracia solo tiene un punto débil. Depende de la gente.
–Eso es una obviedad.
–El problema de la gente es que solo sabe guiarse por la propia experiencia. La mayoría han renunciado a toda otra construcción mental que no pase por lo vivido, por lo ya experimentado. Por eso las mejores democracias surgen tras las guerras, tras los desastres, tras los desmanes. Cuando aún está reciente el dolor, la memoria del daño. Con el paso del tiempo, olvidan el trauma y vuelven a precipitarse hacia el fuego. Entonces esperan que los salve papá y en mitad de la noche llaman a gritos a mamá.
Ahí fue la primera vez en que me miraste como si yo fuera un loco, como si yo fuera un monstruo. Sí, un monstruo. El gordo que se había puesto a cantar ópera en mitad del café Marconi era para ti un enajenado cargado de teorías hirientes.
–Mira, Basilio, yo no voy a descubrir la democracia ni a inventar nada nuevo. Lo que necesitamos es seducir a la gente y eso no es fácil. Me gusta cómo escribes, me gustan tus convicciones y tu discurso. Por eso quiero que trabajes para mí.
2. Teruel
Habíamos salido de Atocha en el tren de las nueve. Habíamos llegado a Zaragoza para el acto de presentación del cartel a las doce en punto de la mañana. Después, a la salida del Gran Hotel, ya nos esperaba el autobús. Conocí a Rómulo, el conductor. Me presenté.
–Soy Basilio. Trabajo en la campaña con Amelia.
–Yo soy Rómulo, mucho gusto. ¿Qué te parece? ¿Ha quedado como queríais?
En el lateral del autobús, la frase de La mujer que necesitas cruzaba tu cara, a la altura de la nariz. En ese autobús nos íbamos a manejar las próximas semanas en nuestra Vuelta a España, como nos gustaba llamarla. En letras más pequeñas había una aclaración, casi un pie de foto: Amelia Tomás, candidata a presidenta. Al parecer era necesaria la precisión. A Los Cuervos les aterraban las encuestas donde se especificaba que eras una completa desconocida para el 14,5 % de los electores. Catorce tipos y medio de cada cien que podían votarte ni tan siquiera sabían quién cojones eras. Pero Carlota vino en tu socorro cuando el equipo de asesores y los de la agencia de publicidad te humillaban con ello.
–Hoy por hoy, el mejor político es el político desconocido, que no te conozcan es una ventaja más que una desventaja.
Carlota sabe demasiado, ha sido adulta siempre. Pese a su edad, no más de veinticinco, nunca llegará a ser joven. Para alcanzar esa etapa de la vida es necesario atravesar todas las demás. Consumida una vida plena y satisfactoria, uno llega, si puede, a ser joven. Yo soy joven. Lo he logrado hace poco.
–¿Y el autobús es suyo? –le pregunté a Rómulo, que tenía los dientes feos a juego con su cara.
–Sí, señor. Gistaín Viajes. Yo soy Rómulo Gistaín. Mi autobús y yo somos como una familia. Luego tengo a mi mujer y mis hijos, pero en Barbastro. Los veo cuando no estoy de servicio.
–Pues es un autobús muy bonito y muy grande. –A un hombre con su aspecto físico solo podía elogiársele el autobús.
–Antes lo usaba para desplazar al Real Zaragoza. Cuando iban bien las cosas. Ahora lo acabo de usar para la gira de Conjuntivitis.
–¿Conjuntivitis?
–¿Los conoce? Es un grupo pop.
–Sí, claro. –No tenía ni idea de quiénes eran, pero siendo un grupo pop llamarse como una enfermedad ya era algo que agradecerles por sincero–. ¿Y qué tal la gira? ¿Mucha droga, mucha chica?
–Ah, yo soy una tumba. Conducir y callar. Ese es mi lema.
El tal Rómulo resultó ser conductor de una mano. Le bastaba la derecha para sujetar el volante. Con la izquierda se hurgaba en la nariz con profundo ahínco. Tú lo viste igual que yo tratar de desprenderse de un moco, como si todo aquello fuera un accidente, pero no dijiste nada.
–¿Sabes, Amelia, que este autobús se utilizaba para la gira de Conjuntivitis?
–¿Ah, sí? El dúo ese para adolescentes.
–¿En serio? ¿Los conoces? Yo ni sé quiénes son.
–Ganaron el concurso de la tele. Parecen buenos chicos.
–¿Buenos chicos? ¿Pero dónde ha quedado la sana costumbre de los músicos juveniles de aterrorizar a las madres de sus fans?
Te ibas a someter a una ent...

Índice

  1. Portada
  2. Primera semana
  3. Segunda semana
  4. Tercera semana
  5. Notas
  6. Créditos