Ya casi nunca tenía esos sueños. Pero se despertó de pronto, igualmente, parpadeando en la habitación a oscuras. Las cuatro de la mañana. Se quedó un momento quieto bajo la colcha. Tenía la camiseta pegada a la espalda: sudores nocturnos, la almohada empantanada, las sábanas húmedas. Vuelta para el otro lado. Bien estirado sobre las sábanas frescas. Sin abrir los ojos. Tan pronto los abriese, tan pronto cayese de pies y manos en el mundo de los vivos, sería entrar directo en la rueda, un pastillero preparado ya con la medicación de la mañana, una botella de agua Fiji a temperatura ambiente al lado.
El día siguiente a estas horas lo sabría todo. Bueno, no exactamente a estas horas, más bien hacia las diez, pero, en cualquier caso, estaría todo decidido. Examinó las posibilidades en un intento de calibrar las evidencias de un modo u otro. Pero ¿qué opción había?: creía, con toda sinceridad, que lo absolverían. ¿Cómo no lo iban a absolver? Estábamos en América. Puede que hubiese un momento, un día o dos justo después de que empezara todo esto, en el que igual creyó que se había acabado, que había llegado el final. Entendía que Epstein se hubiese ahorcado en la celda, porque ¿qué pinta tendría la vida, después? Nada de cenas, nada de respeto, nada de ese amortiguador de miedo y admiración que te envolvía en una especie de agradable trance, con el mundo amoldándose a ti. Haber tenido eso, y luego perderlo, era impensable, insoportable.
Y sí, hubo un momento en que la gente dejó de devolverle las llamadas, le giraba la cara por la calle, no quedaban habitaciones en el hotel, etcétera, etcétera. Pero casi con la misma rapidez, apareció otra gente, corrió a llenar el vacío. Fueron a su fiesta de la Super Bowl, en la que sirvieron perritos calientes del Nate’n Al traídos en avión; le prestaron sus casas de campo, le dejaron consultar con los abogados de la familia. Ahora, por ejemplo, estaba alojado en la casa de Vogel en Connecticut. Un hombre no le ofrecería su casa a otro si este fuese verdaderamente un leproso. No lo invitaría al bar mitzvá de su hijo. Seguía saliendo a cenar. Su asistente le programaba reuniones por teléfono. Cogía vuelos y comía a puñados anacardos cargados de sal, contemplando el país a sus pies.
Se incorporó, impulsado por el recuerdo de las Rocosas desde el avión de Vogel, y pensó en el Jurado número 5, ese hombre de cara rubicunda que cruzaba los brazos siempre que una mujer subía al estrado, un hombre que parecía resentido por verse apartado de un trabajo honrado para participar en este circo: seguro que un hombre así vería su caso como lo que era. Porque América era un buen país, en realidad, formado por gente que respetaba a una persona trabajadora, a alguien que se había labrado su propio camino. Desde luego, más de lo que respetaba a los abogados carroñeros, perdedores desesperados por pillar una salida de emergencia del cementerio profesional en el que se encontraran penando en la mediana edad.
Igual sus abogados podían meter algo así en su comunicado, una vez que se hiciese justicia, algo sobre lo agradecido que estaba de vivir en este país.
Estaba ya despierto del todo, la adrenalina atizando su cerebro, el gusanillo de hacer planes, de ponerse a trabajar. Encendió la lamparilla y se sentó recostado en las almohadas. Engulló el último trago de agua pasada que quedaba en la botella prácticamente vacía de Fiji, buscó a tientas el cuaderno de rayas. Había comprendido, tras las mortificantes rondas de obtención de pruebas, que era mejor hacer las listas en papel. Los papeles se traspapelaban, los papeles desaparecían.
Marcó el número de Joan.
–Esto es off the record –dijo él de inmediato.
La voz de Joan sonó adormilada:
–¿Diga?
–¿Te parece bien? Necesito un acuerdo verbal.
–¿Harvey?
–Un acuerdo verbal. Off the record.
–Claro, Harvey.
Oyó a alguien de fondo.
–¿Quién es?
–Es Jerry. Estamos en la cama.
–Bueno, pues levántate, ¿de acuerdo? Esto es solo para tus oídos. Te vuelvo a llamar en cinco minutos.
A Joan le caía bien. Le caía bien de verdad. Era dura pero sensata, siempre encantada de quitarle importancia a la detención de un actor por conducir borracho a cambio de un reportaje a fondo, aceptaba feliz cuando la invitaban a proyecciones y era una incondicional en las fiestas de después. Habían pasado buenos ratos. La farra por aquella película que había salvado de un desastre casi seguro con su intervención: se había encerrado en Sag y básicamente había reescrito el guión; al director lo sacaron a rastras de rehabilitación, un equipo de asistentes lo sostenía apenas en pie. El primer ayudante de dirección, un rumano gritón, había terminado dirigiendo la película entera. Una campaña de la Academia. El enlace en Japón los había llevado al Gold Bar: los únicos blancos en el local. Uni sobre filet mignon; había por allí una asistente de prensa flacucha que no quiso ni probarlo. Que se encogió cuando él le pasó el brazo por encima, amedrentada en la banqueta. La habían dejado allí, como una broma. Tal como él lo recordaba. A ver si encontraba el camino de vuelta al hotel a las tres de la mañana en Tokio. Eso fue antes de los móviles, cuando la gente se perdía literalmente. Y tal como él lo recordaba, tampoco es que Joan se hubiese desvivido por ayudarla, ni que hubiera insistido en llevarla de vuelta. A ella también le había parecido divertido.
Marcó de nuevo.
Joan respondió al primer tono.
–Quiero darte a ti la primera entrevista cuando me hayan absuelto –le dijo–. De verdad. Pero primero quiero asegurarme de que tengas todos los datos, todos los datos. Porque hay un montón de cosas –dijo–, un montón de cosas que han eliminado en este caso. Alucinarías si supieses solo una décima parte de lo que ha escondido la acusación...
–Vale, Harvey. Estoy bajando las escaleras, ¿vale? Frena un momento.
–Y esto es off the record, Joan.
–Sí, Harvey.
–Mañana a esta hora... –se corrigió–: o, ya sabes, mañana, no exactamente a esta hora, todo este caso se descubrirá como lo que era: un engaño muy elaborado, un intento de llevar el remordimiento a juicio y convertirme en un chivo expiatorio. Un engaño, cabe decir, en el que tú y tu panda de los supuestos periódicos de referencia habéis participado bien dispuestos. Menudo hatajo de actores malos, tus colegas. Alguno igual piensa que hasta se os podría abrir una causa civil por violar la ley RICO...
Ella no dijo nada.
–¿Joan?
–Perdona, mi hija tiene una infección en el oído. Creo que está despierta. ¿Me esperas un segundo?
Él colgó el teléfono.
Hora de vestirse, de volver otra vez al lío. La pulsera del tobillo era tan fina que en realidad sí que parecía más bien una pulsera. Pero aun siendo tan ligera tenía la sensación de que interfería en sus andares, esa pequeña molestia, siempre presente, que nunca se disipaba del todo en el fondo. Quedaba hueco suficiente para subirse los calcetines finos rojos. Los mismos que llevaba el Papa. Rojo tomate, hilo de Escocia, confeccionados en ese pequeño taller al lado del Vaticano. Leyó un artículo sobre el taller, el Papa y esos calcetines y mandó que sustituyesen cada uno de los pares que tenía por un par de calcetines papales rojo vivo. A su madre no le habría hecho gracia, devota toda su vida.
Cuando sus hijas eran pequeñas, se le colgaba cada una de un tobillo, riendo mientras él se esforzaba por cruzar la cocina, chillando de placer ante aquella comedia. Ahora la mayor mandaba largos emails con copia a su psiquiatra, y en el asunto: VIOLACIÓN, y la pequeña le escribía algún mensaje de vez en cuando para ver qué tal, pero incluso la banalidad de sus palabras parecía irradiar algo: ¿qué? Odio, suponía.
¿No les gustaría ver eso, a las mujeres, ver lo que habían hecho? Familias arruinadas. Habían hecho sufrir a sus hijas, impedido que durmiesen, enfriado sus naturales instintos amorosos, y ¿cómo podía alguien defender eso, decir que se lo merecía?
Eran unas camisetas caras, pero la negra le pareció descolorida, barata. ¿Qué habría pasado? Clínex, parecía un clínex. Por debajo de los brazos estaba tan desgastada que tenía un brillo casi traslúcido. El jersey de cuello cremallera de Loro Piana, azul marino, unos buenos vaqueros americanos. Se salpicó agua en la cara. Se ciñó el cinturón.
Se estaba adelgazando. Qué curioso que al final fuera eso lo que hacía falta. No aquellos médicos tremendamente caros, los sobres de vitaminas con los que reemplazar las comidas, el estudio del sueño en el hospital Weill Cornell y la clase diaria de pilates. Lo único que hacía falta, resultaba, era la aniquilación total. O intento de aniquilación, se corrigió: la amenaza de aniquilación. Una lástima que no se pudiera monetizar, venderlo como un complemento adelgazante: un pánico devastador, la posibilidad de ver toda tu vida arruinada. Funcionaba de maravilla: las glándulas suprarrenales exprimidas, los kilos esfumándose. Daba la impresión, incluso para sí mismo, de que se estaba derritiendo.
Había habido un intento de magnicidio, oyó en su cabeza, como con la voz de un presentador del telediario, un atentado contra el presidente. Había sido un pensamiento recurrente los últimos tiempos: un intento de asesinato, un intento de asesinato. Él había sobrevivido a un intento de asesinato. Porque ¿cómo se podía describir si no lo que estaban intentando hacerle? ¿Los increíbles y escandalosos recursos que habían dirigido contra un hombre? Él no era más que un hombre, nada más que un hombre con unos calcetines rojos y una camiseta demasiado fina, un dolor en la muela izquierda y la espalda directamente al borde del colapso: el cartílago tan desgastado que los discos de su columna parecían una tambaleante torre de jenga. A la mínima caída, se imaginaba todo aquel desastre desmoronándose sobre sí mismo, como cuando demolían un edificio. Estaba en la zona de peligro. Había francotiradores apuntándole, su cara en el objetivo de toda clase de invectivas, planes de venganza, planes para convertirlo en ejemplo. Para asesinarlo. Quizá era así como se había sentido Ford cuando aquella chica Manson intentó quitarlo de en medio.
Gerald Ford, igual que Harvey, era un superviviente.
Daban un poco de miedo, los escalones enmoquetados, se notaba los tobillos huecos y frágiles. La pulsera le bailaba de aquí para allá, enredaba con su propiocepción. Se agarró a la baranda. Sería mejor que usara el ascensor de ahora en adelante, que era uno de los motivos por los que Vogel le había ofrecido su casa este último mes: esa horterada de ascensor.
Abajo estaba en silencio, el pasillo a oscuras, las habitaciones a oscuras, pese a que había algunas luces encendidas en la cocina. Vio a los bulldogs franceses dormidos en sus camas, dos criaturitas huesudas que resollaban arrítmicamente tras la valla de plástico que los encorralaba en la cocina. Había dado por hecho que no habría nadie levantado, pero Gabe asomó en ese momento por la puerta de la despensa. Iba vestido del todo, la cara ávida y radiante.
–Buenos días –dijo Gabe con naturalidad, como si fuese una hora normal, como si no fuesen casi las cinco de la mañana.
Supuso que eso era lo que conllevaba el trabajo de Gabe, estar permanentemente prevenido. ¿Se habría levantado al percibir, de algún modo, que Harvey estaba despierto, habría corrido a vestirse? ¿O sería su modus operandi, estar preparado, en cualquier circuns...