Anagrama Acantilado
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Anagrama Acantilado

  1. 168 páginas
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Información del libro

Una carta anónima advierte a Maigret de que está a punto de cometerse un asesinato. Tras una eficaz investigación, su equipo de la Policía Judicial descubre que la misiva proviene del domicilio de Émile Parendon, un reputado abogado que autoriza al comisario a registrar su lujoso apartamento de los Campos Elíseos. Sin embargo, la identidad tanto del autor de la carta como de la víctima continúan siendo un misterio. Para evitar el anunciado crimen, Maigret interrogará durante dos días al sospechoso, pero pese a sus esfuerzos no podrá evitar la tragedia. Cuando aparezca el cadáver, todos en la casa del abogado Parendon tendrán algo que ocultar: para resolver el crimen el detective deberá penetrar en la elusiva y compleja red, hecha de apariencias y mentiras, de la alta sociedad parisina.

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Información

Año
2021
ISBN
9788433943262
Categoría
Literatura

1

—Hola, Janvier.
—Buenos días, jefe.
—Buenos días, Lucas. Buenos días, Lapointe.
Al llegar a este último, Maigret no pudo reprimir una sonrisa. Y no sólo porque el joven Lapointe lucía un flamante traje nuevo, muy ceñido, de un gris pálido entremezclado de finos hilos rojos. Todo el mundo sonreía esa mañana. En la calle, en el autobús, en las tiendas.
La víspera había hecho un domingo gris y ventoso, con ráfagas de lluvia fría que recordaban el invierno, y de pronto, aunque sólo estaban a 4 de marzo, acababan de despertarse en primavera.
De acuerdo que el sol seguía siendo algo desabrido, y el azul del cielo frágil. Pero había animación en el aire, y en los ojos de la gente, una especie de complicidad en la alegría de vivir y de recuperar el sabroso olor del París matinal.
Maigret había venido a cuerpo y recorrido buena parte del camino a pie. En cuanto llegó a su despacho fue a entreabrir la ventana, y también el Sena había cambiado de color, las líneas rojas de las chimeneas de los remolcadores eran más vibrantes, y las chalanas parecían repintadas, como nuevas.
Fue a abrir la puerta del despacho de los inspectores.
—¿Vienen, chicos?
Era lo que llamaban el «pequeño informe», por oposición al verdadero informe que, a las nueve, reunía a los comisarios de las distintas divisiones en el despacho del jefe superior. Maigret cambiaba impresiones con sus colaboradores más íntimos.
—¿Pasaste un buen día ayer?—preguntó a Janvier.
—Fui a ver a mi suegra, a Vaucresson, con los niños.
Lapointe, incómodo con su traje nuevo demasiado fresco para la estación, se mantenía aparte.
Maigret fue a sentarse a su mesa, y cargó una pipa mientras empezaba a abrir el correo.
—Esto es para ti, Lucas. Es sobre el caso Lebourg.
Y le iba alargando otros documentos a Lapointe.
—Para llevarlo al Ministerio Fiscal…
No se podía decir que estuvieran brotando ya hojas, pero sí que había un atisbo de verde pálido en los árboles del quai.
No llevaban entre manos ningún caso importante, de esos que llenan los pasillos de la Policía Judicial de periodistas y fotógrafos y que provocan imperiosas llamadas telefónicas de las altas instancias. Sólo cosas corrientes, casos de trámite.
—¡Un loco o una loca!—exclamó cogiendo un sobre que, en letras mayúsculas, llevaba escrito su nombre y la dirección del quai des Orfèvres.
El sobre era blanco y de buena calidad. Llevaba matasellos de la estafeta de la rue de Miromesnil. Lo que llamó enseguida la atención del comisario al sacar la hoja fue el papel, de vitela, grueso y crujiente, y de formato poco habitual. Debían de haber cortado la parte superior para eliminar el membrete grabado, y la tarea se había realizado esmeradamente, con ayuda de una regla y un cortaplumas bien afilado. El texto, como la dirección, estaba en mayúsculas.
—Quizá no sea un loco—refunfuñó.
Señor jefe de división:
No le conozco personalmente, pero lo que he leído sobre sus investigaciones y su actitud de cara a los delincuentes me inspira confianza. Le sorprenderá esta carta. No la tire demasiado deprisa a la papelera. No se trata de una broma ni es obra de un maníaco.
Sabe usted mejor que yo que la realidad no siempre es verosímil. Pronto va a cometerse un crimen, probablemente dentro de pocos días. Quizá por obra de alguien que conozco, quizá por obra mía.
No le escribo para impedir el drama. Es en cierto modo ineluctable. Pero me gustaría que, cuando el acontecimiento se produzca, lo sepa usted.
Si me toma en serio, tenga la amabilidad de publicar en los anuncios por palabras de Le Figaro o Le Monde el siguiente aviso: «KR. A la espera de segunda carta».
No sé si la escribiré. Estoy muy trastornado. Ciertas decisiones son difíciles de adoptar.
Quizá nos veamos un día, pero entonces estaremos a ambos lados de la barrera.
Atentamente suyo.
Ya no sonreía. Con las cejas fruncidas, dejaba errar su mirada sobre la hoja de papel, y luego miró a sus colaboradores.
—No, no creo que se trate de un loco—repitió—. Escuchad.
Les leyó el texto, lentamente, recalcando ciertas palabras. Ya había recibido cartas de esta clase, pero la mayoría de las veces el lenguaje era menos cuidado y, además, algunas frases estaban subrayadas. A menudo estaban escritas con tinta roja, o verde, y muchas tenían faltas de ortografía.
En ésta, la mano no tembló. Los trazos eran firmes, sin florituras, sin un solo tachón.
Miró el papel al trasluz y leyó la filigrana: «Vitela de Le Morvan».
Cada año recibía centenares de cartas anónimas. Con raras excepciones, estaban escritas en papel barato que se puede comprar en las tiendas de barrio, y a veces las palabras estaban recortadas de los periódicos.
—No hay una amenaza concreta—murmuró—. Sí una sorda angustia… Le Figaro y Le Monde, dos diarios que lee sobre todo la burguesía intelectual.
Los miró otra vez a los tres.
—¿Te ocupas tú, Lapointe? Lo primero que tienes que hacer es ponerte en contacto con el fabricante del papel, que debe de estar en Le Morvan.
—Entendido, jefe.
Y así fue como empezó un caso que le dio a Maigret más preocupaciones que muchos crímenes que aparecen con gran sensacionalismo en primera plana de los periódicos.
—Y encarga el anuncio.
—¿En Le Figaro?
—En los dos periódicos.
Un timbre estaba ya anunciando el informe, el de verdad, y Maigret, con una carpeta en la mano, se dirigió hacia el despacho del director. También aquí la ventana abierta dejaba entrar los ruidos de la ciudad. Uno de los comisarios lucía una ramita de mimosa en el ojal, y sintió la necesidad de explicar:
—Las venden por la calle para una obra benéfica.
Maigret no habló de la carta. La pipa estaba buena. Observaba cómodamente las caras de sus colegas, que iban exponiendo alternativamente sus insignificantes casos, y calculaba mentalmente cuántas veces había asistido a la misma ceremonia. Miles.
Pero eran muchas más las que había envidiado al jefe de división del que dependiera entonces, el poder entrar así cada mañana en el sancta sanctorum. ¿No debía de ser maravilloso ser jefe de la Brigada Criminal? Entonces no se atrevía a soñarlo, como tampoco Lapointe y Janvier ahora, ni siquiera su buen Lucas.
Y, sin embargo, consiguió el cargo, y hacía tantos años de eso que no se daba ya cuenta, sólo alguna mañana como ésta, en que el sabor del aire resultaba gustoso y, en vez de echar pestes contra los autobuses, la gente sonreía.
Le sorprendió, al volver a entrar en su despacho media hora después, encontrar a Lapointe de pie delante de la ventana. Su traje a la última moda lo hacía parecer más delgado, más alto, mucho más joven. Veinte años atrás, a un inspector no se le hubiera permitido vestirse así.
—Ha sido casi demasiado fácil, jefe.
—¿Has encontrado al fabricante del papel?
—Géron e Hijos, propietarios desde hace tres o cuatro generaciones de los Molinos de Le Morvan, en Autun. No es una fábrica, se trata de producción artesana. El papel se hace según el formato, ya sea para ediciones de lujo, poesía sobre todo, al parecer, ya sea para papel de cartas. Los Géron no tendrán más de una docena de obreros. Por lo que me han dicho, quedan aún unos cuantos molinos de ese tipo en la región.
—¿Sabes quién es su representante en París?
—No tienen representante, trabajan directamente con editores de arte y con dos papelerías, una en el faubourg Saint-Honoré y la otra en la avenue de l’Ópera.
—¿No es arriba de todo del faubourg Saint-Honoré, a la izquierda?
—Creo que sí, por el número. La papelería Roman…
Maigret la conocía porque se paraba muchas veces a mirar el escaparate. Había tarjetones de invitación, tarjetas de visita, y podían leerse apellidos que no suelen ya oírse:
El conde y la condesa de Vaudry
tienen el honor de…
La baronesa de Grand-Lussac
tiene la satisfacción de anunciarles…
Príncipes, duques, auténticos o no, que quién sabe si aún existían, se invitaban a cenas, a partidas de caza, a jugar al bridge, a la boda de su hija o al nacimiento de un niño, y todo ello en un papel suntuoso.
En el otro escaparate, podían admirarse vades de sobremesa con escudos de armas, y cuadernos con tapas de piel para pequeñas agendas.
—Harías bien en irlos a ver.
—¿A los Roman?
—Me da la impresión de que es más bien el barrio…
La tienda de la avenida de la Ópera era distinguida, pero vendía también estilográficas y artículos corrientes de papelería.
—Voy volando, jefe.
¡Dichoso él! Maigret lo miró salir como cuando, en la escuela, el maestro mandaba a alguno de sus compañeros a hacer un recado. Él no tenía más que fastidiosas tareas ordinarias, papelotes, siempre papelotes, un informe, sin el menor interés, para un juez de instrucción que lo archivaría sin leerlo porque el caso estaba muerto y enterrado.
El humo de su pipa empezaba a teñir de azul la atmósfera y una ligerísima brisa llegaba desde el Sena, estremeciendo los papeles. A las once, un flamante Lapointe, pletórico de vida, ya estaba de vuelta en el despacho.
—Sigue siendo demasiado fácil.
—¿Qué quieres decir?
—Cualquiera diría que eligieron ese papel expresamente. Y entre paréntesis, la papelería Roman ya no la lleva el señor Roman, que murió hace diez años, sino una tal señora Laubier, que rondará los cincuenta, y que se resistía a dejarme marchar. Hace cinco años que no pasa pedidos de papel de esa clase, por falta de demanda. No sólo tiene un precio exorbitante, sino que no va bien para escribir a máquina. Le quedaban tres clientes. Uno murió el año pasado, un conde que tenía un palacio en Normandía y unas caballerizas con caballos de carreras. Su viuda vive en Cannes y no ha vuelto nunca a encargar papel de cartas. Tenía también una embajada, pero cuando sustituyeron al embajador, el nuevo...

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  8. 7
  9. 8
  10. Créditos
  11. Notas