Argumentos
eBook - ePub

Argumentos

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Argumentos

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Con El novelista perplejo, Rafael Chirbes nos descubre las preocupaciones que cimentan su obra narrativa. Para responder a las acuciantes preguntas de qué escribir y para quién, utiliza a autores como Broch, Proust, Aub, Benjamin, Pilniak, Marsé, Cernuda o Galdós, así como al pintor Francis Bacon, en un esfuerzo por desentrañar los mecanismos del uso ideológico de la producción artística y formar un mosaico sobre las contradicciones de la cultura contemporánea, incluidas la arbitrariedad con que el poder mediático alienta o silencia las corrientes artísticas, o el conjunto de intereses que son capaces de imponer una determinada forma de leer. Un libro cargado de disyuntivas: la literatura como forma de emoción o como imprescindible modo de conocimiento; como actividad privada o como acto público; como movimiento ensimismado o como parte de una historia, mediante el cual el extraordinario novelista Rafael Chirbes actualiza buena parte de las polémicas que han alimentado el debate contemporáneo sobre el sentido del arte.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Argumentos de Rafael Chirbes en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2006
ISBN
9788433932150
Categoría
Literature

EL YO CULPABLE

I. EL CLUB DE LOS EGOTISTAS
Uno lee con vértigo las más de seiscientas páginas que componen el último tomo de El laberinto mágico, el que lleva por título Campo de los almendros. El epílogo de la guerra y el final del ciclo narrativo imponen una dramática aceleración en la trama del libro, que, además de romperse –como la historia de las vidas que narra– en mil pedazos, se abre a una reflexión del autor, que se introduce en la novela en unas llamadas «páginas azules» y, también, un poco más adelante, en forma de ese antipático alter ego en negativo que lo persigue a lo largo de su obra: el escritor egotista, a quien Aub suicidó en 1931 bajo el nombre de Luis Álvarez Petreña, resucitó después en un alarde de prestidigitación para pasearlo por México antes de dejarlo otra vez morir treinta años más tarde en un hospital británico, y que, entre tanto, se encarnó en otros personajes de su quehacer literario, y circuló por los laberínticos campos con el nombre de Paco Ferrís: un ser que personifica las relaciones de Aub con el grupo de los discípulos de Ortega, partidarios de lo que se llamó por entonces, siguiendo la terminología del filósofo, el arte deshumanizado, y que alejaba los conceptos de arte e intervención social proponiendo como altivo ideal estético una aristocracia de la mente.
En esta última parte del ciclo, cuando cuenta la desesperación de quienes, en el puerto de Alicante, aguardan en vano la llegada de un barco que los rescate de la furia de los nacionales que, poco a poco, van convirtiéndose en una presencia que los rodea y que también manifiestan su aparición como una camusiana epidemia que contamina a muchos de los propios cercados, Max Aub consigue un cúmulo de tensión pocas veces alcanzado en la literatura y que, como en otras partes de su obra, adquiere la altura y sobrecogedora densidad de las tragedias clásicas.
A medida que avanza el libro, crece el caos y se multiplican las escenas desgarradoras: hay suicidios, traiciones, terror y renuncias; se descubre que la derrota es un hecho y que el sueño de solidaridad que había acariciado tanta gente se ha desvanecido, porque no era más que eso, un sueño. Los personajes, en una confusión de voces y de gestos, magníficamente expresada en ágiles diálogos y en capítulos fragmentarios, actúan con desesperación. Uno de ellos, Gregorio Murcia, rompe el carnet del partido comunista y, cuando su compañero le pregunta qué es lo que adelanta con eso, responde: «Nada. Pero que no me digan ya, ni ahora ni nunca, que crea que los obreros de Odessa y los de Constantinopla, sumados a los de Nueva York o Buenos Aires, se ocupan o preocupan de la suerte, del destino de sus “hermanos”.»
Entretanto, a pocos metros, un padre le dice a su hijo: «Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides.
»Lloraba. El niño –tendría cinco años– lo miraba sin comprender [...] quisiera que lo que está diciendo a su hijo mayor (el otro aún mama de la teta de su madre, allí al lado) se le quedara grabado indeleblemente en la memoria. Sabe que no es posible. Lo siente.»
Como en una película de Eisenstein, los planos se suceden vertiginosamente dando la sensación de que uno presencia al tiempo la tragedia de todos y la de cada uno de los protagonistas. En algún lugar de ese escenario dantesco, unas pocas líneas más arriba de las que acabamos de reproducir, yace, muerto de un tiro en la barriga, Paco Ferrís, que, irremediable prisionero del destino colectivo, aún había soñado –no se sabe sin con un punto de ironía del autor, o de tozuda ceguera del personaje ante los hechos– «escribir una novela muerta. Una piedra. Que no sea más que ella misma, sin relación con nada. El colmo de la pureza, de la deshumanización; que no dependa de nada, sino de mí. Una novela que se suicide a sí misma. Una novela que, existiendo, carezca de sombra. Una historia sin antecedentes, sin fin, en la que no suceda nada. Una novela piedra, como estas del puerto; una novela cemento, como el que une las piedras, una novela cubo como éste para los excrementos, pero sin ellos (sería demasiado fácil). Una novela que no signifique nada. Una novela vacía. Una novela que sea a la narración lo que Kandinski es a la pintura de historia. Una novela fría».
Pocas páginas antes, Ferrís había querido quedarse en Valencia emboscado, a la espera de la entrada de los vencedores, había intentado pasarse impúdicamente al lado de los nacionales, había levantado el brazo y gritado un miserable «¡Viva España!», que no le sirvió de nada que no fuera su propia humillación. Ferrís, dice el texto, «no ha nacido para exiliado».
Como escritor, había perseguido la gloria, que, para él, era «ser traducido a todos los idiomas y que se lo paguen a uno». De un modo distinto, claro está, a Blasco Ibáñez, pero, «en el fondo, con un sentimiento parecido». Cuando uno de los personajes le dice que tendría que estar del otro lado, Ferrís se lamenta: «Los de enfrente no son falangistas, sino banqueros y militares; y fabricantes de zapatos», subrayando que, de lo que llega, lo que le molesta es la vulgaridad. El republicano Templado lo define: «A ti lo que te importa es tu sombra. Mírala, te la regala la luna. Dentro de un momento ya no la tendrás, por las nubes.»
Ferrís, en cautiverio, atado al destino de miles de seres anónimos, y seguramente convencido a su pesar de que su obra no podrá ser ya nunca una novela sin sombra, ni un frío Kandinski de la historia, antes de morir apenas ha tenido tiempo de entender y anotar en su cuaderno: «Vaga la vida por el universo, sin más ley que el existir; pero su dirección carece de fin y de moral; por eso el hombre lucha, desde que tiene uso de razón, por alcanzarlos. Y esa lucha es su moral. Pero ya no lucho. Ya no.» El lector entiende que es demasiado tarde para que Ferrís acepte que hay algo en el exterior de la obra de arte que siempre acaba poniéndola en su sitio, o sacándola de él. La obra no es una piedra ciega que vaga por el universo como un asteroide, sino el fruto de un intervencionista acto de voluntad.
Consumado el crimen, ante el cadáver del escritor, Paulino Cuartero, el católico autor de teatro, y Julián Templado, esos otros dos personajes que, a todo lo largo de El laberinto mágico, forman dos caras más del complicado poliedro de las preocupaciones intelectuales de Max Aub, mantienen el siguiente diálogo:
–Aquí se acaba un capítulo de la juventud del mundo.
–¿Qué quieres decir?
–A veces domina el empuje hacia algo nuevo, o que lo parece; otras, los más y las más, se contentan los gobiernos, y las gentes, con administrar, bien o mal, lo que tienen. Ahora, todos, quisiéramos o no, empujábamos hacia algo nuevo.
Ha pasado un cuarto de siglo de la cronología histórica de ese episodio de ficción cuando Aub lo escribe y, escribiéndolo, decide cerrar su propio ciclo narrativo sobre la guerra. Lo hace con la resaca que dejan siempre los proyectos concluidos (el castigo de las plegarias atendidas, que diría Santa Teresa), y se pregunta el porqué y el para qué de su esfuerzo. Y es como si, al dejar constancia de las propias dudas como novelista de su tiempo, no quisiera perder la ocasión de fechar en ese desapacible y húmedo día de marzo de 1939 la lápida del sepulcro de la literatura deshumanizada.
En su Discurso de la novela española contemporánea, Aub había hablado de todo eso y había citado al Ortega que afirmaba, complacido de su ingenio: «Todo lo exquisito –¡qué le vamos a hacer!– es socialmente ineficaz.» Aub le daba su respuesta ante el cadáver del exquisito oportunista Ferrís, a quien sólo importaba la obra como puerta de su gloria y escaparate de su ingenio, y que se ha quedado tendido en el lodo con un tiro en la barriga, haciéndole decir a Cuartero, el dramaturgo católico: «Era capaz de cualquier cosa.» Y a Templado: «Ahora, sólo de pudrirse.» En ese texto de Campo de los almendros, al final del soberbio proyecto narrativo asistimos –con ese epitafio– a una reedición del capítulo del Quijote en el que el cura y el barbero expurgan la biblioteca del hidalgo. Aub deja tendida en el suelo una forma de ver la literatura que los hechos se han encargado de tirotear.
En realidad, la muerte del literato no ha carecido de ambiguo valor, aunque no sea más que el valor de un inútil gesto estético. Ferrís, el soñador de novelas puras, ha muerto por negarse a entregarle su pluma estilográfica a un guardia codicioso. «La pluma, no. Lo que quiera. La pluma, no», ha repetido unas cuantas veces Ferrís en una especie de parodia del «Mi reino por un caballo» de Ricardo III. «Todavía la llevaba en la mano. Se le echó [el guardia] encima. Un solo tiro, en la panza. Cayó, como es natural, en el lodo.»
Quedan a disposición del lector del libro de Aub –que en vez de una novela cerrada ha decidido hacer una novela abierta que lo digiere todo, que vive porque come de todo y lo digiere todo– las páginas de Ferrís, guardadas en un portafolios, su confesión de narciso ensimismado, que se lamenta: «Para escribir una novela hay que dejar de ser. No podré nunca [...] soy incapaz de inventar un personaje: todos los que invento (?) soy yo.» Y continúa con unas disquisiciones propias de la vanguardia literaria de su tiempo acerca del valor del arte, sobre su utilidad o inutilidad, sobre la hermosura como una necesidad humana y sobre la difícil relación entre política y literatura. A todas ellas ha respondido implícitamente Aub, añadiendo las páginas de Ferrís a las suyas y convirtiéndolas en parte de su propio libro. Le ha respondido igualmente entrometiéndose él mismo en el texto, para mostrar que su omnívora novela admite también sus dudas como autor que ha concluido un camino quizá inútil o torpe o equivocado, pero desde cuyo último recodo puede declarar: «El planteamiento de los problemas de realidad e irrealismo me ha tenido siempre sin cuidado, me importan la libertad y la justicia. De esta última, como es natural con los años, estoy un poco –sólo un poco– desengañado; de Asunción [es decir, de su labor como creador de personajes], no.» Ahí, en su declaración de amor a Asunción, que ha nacido de él y que no es suya, que sigue teniendo los veinte años que tenía cuando la puso a caminar por el laberinto, mientras que él ha envejecido y perdido sus ilusiones, Aub, con su habitual sorna, vuelve a responderle a Ferrís, y se responde a sí mismo; le responde al joven artista que él mismo fue antes de la guerra y la República, cuando escribía Fábula verde o Geografía, y su respuesta es que, si ha creado un personaje como Asunción, eso significa que ha sido capaz de salir de sí mismo, de escribir lo que Ferrís no pudo, una novela, y, por tanto, de contarnos la historia de la pluma, pero también la de la derrota de la pluma frente a la pistola y la historia de lo que esa pluma escribió minutos antes de cambiar de manos. Y, además, ha contado a lo largo de cientos de páginas que la pluma es nada más que una partícula infinita cuyo brillo apenas ocupa un par de líneas en la sombría tragedia de las multitudes.
En 1931, Luis Álvarez Petreña, el predecesor literario de Ferrís, anotaba en su cuaderno: «–¿No encuentras, Luis, que ya has escrito hoy bastante de ti mismo?» Y unas páginas antes: «Muchas veces, inclinado sobre mí mismo, como si fuese sobre el brocal de una cisterna, me grito “¡Luis!” y oigo cómo me contestan desde lo hondo “¡Eh, Luis!”, y me quedo más tranquilo.» Pocos días más tarde, Luis Álvarez Petreña decidía suicidarse en una España que, distraída con el alumbramiento de su república, no encontraba tiempo para pararse a mirarle el ombligo a ese hombre que se quejaba de que «ser escritor hoy en España es una continua desesperanza. Yo no sé si siempre ha sido así. Si escribo es porque tengo algo que decir a los demás para que me hagan caso y me comprendan. Y la indiferencia es absoluta». No era el lamento de Larra, pese a las apariencias, sino su contrario. Lloro porque España no me mira.
A la mujer a la que quería seducir le escribía Luis diciéndole: «¡La soledad! ¿Sabes tú algo de ella? ¿Te has encontrado alguna vez como yo ahora entre las cuatro paredes blancas de una casa de huéspedes, sin nadie a quien llamar para consolarme de mi tristísimo ánimo? Tú andarás brillando y la revolución bulle por las calles, y yo busco desesperadamente algo a que agarrarme, un consuelo.» Antes de quitarse de en medio, aún escribirá: «Creo que mi salvación estaría en una revolución social. Una revolución como la rusa. No te rías, me la ves desear, no como un bien para los oprimidos –que no me importan– sino por mí, subjetivamente. Nada menos que una subversión total del mundo pido para posibilitar mi salvación, ¡calcula hasta qué punto me doy por perdido, porque además esta revolución la veo tan imposible, que es quizás esa misma imposibilidad la que me la hace figurar como probable puerto...» Petreña –nuevo Werther– le pide al mundo, como los autores románticos le pedían, que recoja en su vagar por los espacios infinitos los latidos de su corazón. («Olas gigantes que os rompéis bramando / en las playas desiertas y remotas, / envuelto entre la sábana de espumas, / llevadme con vosotras», suplicaba Bécquer.)
No sé si puede parecer arbitrario recordar que, a más de mil kilómetros de donde yace el cadáver de Álvarez Petreña que ahora contemplamos, en ese mismo año de 1931 al que hemos retrocedido, hay otro hombre que, en otra desolada habitación, ante un teléfono que no suena para darle noticias de su amada, y harto de un mundo que no comprende su grandeza, empuña una pistola («Un revólver, es sólido, es de acero») y emprende el mismo mutis por el foro que Luis Álvarez Petreña. Se trata, en este caso, de un complejo y sombrío Werther francés. Se llama –por arte de la literatura se sigue llamando, aunque acaba de suicidarse– Alain, y es el protagonista de Le feu follet (El fuego fatuo), la novela de Pierre Drieu La Rochelle.
Traigo al Alain de Drieu a estas líneas, además de por la similitud y sincronía que presenta su muerte con la de Petreña, porque no deja de resultarme curioso leer lo que André Gide había escrito del autor de ese extraordinario libro que es El fuego fatuo cuatro años antes de que se produjesen los dos suicidios literarios a los que acabamos de asistir y de los que hemos levantado acta. El diecinueve de agosto de 1927, leemos en el diario de André Gide:
«He encontrado en el bulevar a Drieu La Rochelle. Como me anuncia que se va a casar dentro de cinco días, creo decente llevarlo a tomar una copa de oporto en un bar.
»–Sí –me dice–: es una experiencia que quiero tener. Quiero saber si podré aguantar. Hasta ahora no he podido mantener una amistad o un amor durante más de seis meses.»
Y concluye, después de su encuentro, André Gide: «Todos estos jóvenes están terriblemente dedicados a sí mismos. Jamás saben separarse de sus personas. Barrès ha sido para ellos muy mal maestro; su enseñanza lleva a la desesperación, al tedio. Por escapar de esto, muchos de ellos se precipitan luego de cabeza en el catolicismo, como él se ha metido en la política. Se juzgará todo esto muy severamente dentro de veinte años.»
Nos parece estar escuchando a Petreña cuando se enjuicia a sí mismo. «¿No te parece que ya has hablado bastante de ti hoy, Luis?» El yo, el pozo que devuelve la imagen de Narciso y su voz, y una gran revolución salvadora, no de nada ni de nadie, sino de uno mismo.
Volveremos a escuchar palabras muy parecidas a las de Petreña si seguimos en contacto con Drieu La Rochelle y leemos Gilles, la novela que publicó en 1939, y en la que su protagonista, Gilles Gambier, altivo y rebelde intelectual aristocrático que cree en la pureza del arte al tiempo que admira a los hombres de acción, habla con grandes palabras como patria, revolución, máquina y partido, a la hora de elegir qué puede hacer con su hastío, y, harto de la mediocridad de cuanto lo rodea, decide ponerlo al servicio de la causa que Franco había emprendido contra la vulgaridad de un pueblo. Qué mejor puede hacer un hombre que ya no soporta a las mujeres, y ha visitado Chartres y Florencia las suficientes veces como para llevarse consigo su belleza. «Para acercarse a Dios, nada mejor que el gesto de coger un fusil», dirá Gilles. La guerra como una catedral.
Claro que esta vez se trata de una guerra ajena y romántica, en cuya acción uno tiene la elegante posibilidad de participar o de quedarse en casa. Y, una vez que se ha decidido a salir de casa, la libertad de elegir hacia qué lado se dirige uno. Antes de decidirse, Gilles Gambier parece haber escuchado las palabras que Ortega incluyó en Notas del vago estío, y que tan oportunamente cita Ignacio Soldevila en La obra narrativa de Max Aub (1929-1969), ese libro que nos hace pensar que ya todo está dicho sobre la obra del escritor. Ortega habla del escritor de poco talento «que tenderá a convencerse a sí mismo y a los demás de que escribir no es tener ideas, imágenes, gracia, amenidad, música verbal, etc., sino defender el socialismo o combatir por la libertad. ¡Qué sería en ef...

Índice

  1. Portada
  2. Las razones de un libro
  3. El novelista perplejo
  4. Una novela al acecho
  5. La resurrección de la carne
  6. La sospecha como origen de la sabiduría
  7. El punto de vista
  8. Material de derribo
  9. Madrid, 1938
  10. El eco de un disparo
  11. De lugares y lenguas
  12. El héroe inestable
  13. Psicofonías (Legitimidad y narrativa)
  14. Con los alumnos de un instituto en Zafra, el catorce de abril
  15. El Yo culpable
  16. Créditos
  17. Notas