Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 272 páginas
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Narrativas hispánicas

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Tres mujeres marcadas por un naufragio. Galicia como escenario entre tremendista y surreal en una novela deslumbrante.

La anciana Lucha está a punto de morir asesinada por su marido ante la mirada atónita de su nieta. El origen del rencor acumulado durante décadas se remonta a la madrugada del 2 de enero de 1921. La joven Lucha vivió el naufragio del vapor Santa Isabel en la bocana de la ría de Arousa, frente a la isla de Sálvora. Mientras los hombres celebraban la llegada del año nuevo, las mujeres se enfrentaban solas al rescate de los náufragos lanzándose al mar con sus dornas. Fueron consideradas heroínas, pero también se escucharon rumores acerca de comportamientos no tan épicos, en los que convivían la codicia y el pillaje. Aquella noche Lucha acudió a la playa vestida de novia: arrastraba su larga cabellera, y dejó que la confusión la condujese frente un náufrago desnudo pero tocado con un sombrero de copa. ¿Quién era? ¿Un músico inglés o la encarnación del diablo? ¿Por qué Lucha acabó desnuda como él? Lo que sucedió aquel día marcará su vida, la de su hija y también la de su nieta.

La combinación de un hecho histórico de enorme repercusión en su día, con la ficción permite a Cristina Sánchez-Andrade hacer un singular recorrido por tres generaciones de mujeres de una pequeña comunidad pesquera llena de personajes memorables (como el enigmático hippie Stardust, o la mojigata Jesusa). Una vez más, la autora mezcla con pericia el realismo más crudo con el delirio surreal, convocando certeros aromas del tremendismo de Cela, el realismo mágico de Cunqueiro y el esperpento de Valle-Inclán. El resultado es una novela fascinante: una reflexión sobre la memoria en la que intervienen secretos y celos, la culpa colectiva y el deseo femenino; un desafío al lector, escrito con una destreza técnica y una prosa excepcional, capaz de crear un juego hipnótico que no concluye hasta la última página.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433943965
Categoría
Literatura

Segunda parte

1

Pertrechada con la retórica, el lenguaje elíptico y los ademanes de la Sección Femenina –en donde había desempeñado labores de voluntariado durante sus años mozos, bajo la dirección de doña Pilar Primo de Rivera–, la costurera Jesusa se había ido erigiendo en consejera moral de las mujeres de Oguiño. Ya antes de que el Generalísimo falleciera, en el país se había empezado a hablar de democracia y libertad; en los lavaderos, de los nuevos males que amenazaban a la mujer, en especial, de la gran falacia de la liberación femenina, que tanto daño estaba haciendo a la sociedad. Palabras como honra, decoro, decencia, castidad salían todos los días de la boca de la Ollomol, componiendo en las cabezas de las otras mujeres un ensalmo embrujador, pero carente de significado. Humo.
–En el hombre desnudo están las rojeces de Satanás y los pelos de cabra de Luzbel. –Al hablar, la costurera se ponía en pie y, de paso, se aplastaba un tábano en el cuello–. La intimidad y los juegos amorosos son una puerta que se abre al pecado, una hoja arrancada a la flor de la pureza. ¡Virgen! ¡Hay que llegar virgen al matrimonio! Y una vez que se llega: Ma-ter-ni-dad. Porque la mujer, aunque diga lo contrario para disimular, lo que busca detrás del hombre es la maternidad. –Y siempre concluía–: ¡Viva Franco!, ¡Arriba España!
A veces, Lucha andaba por allí y, para quitar hierro a la conversación y de paso hacerla rabiar, soltaba alguna fresca:
–La centolla también anda donde está el pulpo, Jesusita.
O:
–Tanto va el cántaro al agua...
O:
–Polo San Xoán, a sardiña pinga o pan.
Cuando por fin murió el Caudillo, la propia Jesusa decretó el luto en el pueblo. Cogió el coche de línea hasta Santiago y de allí viajó a Madrid para rendir su último homenaje. Tres días estuvo haciendo cola para ver el rostro verde como un limón del Caudillo. Cuando volvió a Oguiño, dijo que el cadáver de Franco era falso y que todo era una conspiración de los rusos. Dicho lo cual, se encerró en casa.
Había asegurado que no saldría hasta que los rojos le devolvieran a Franco, pero a los cuatro días andaba asomando el pescuezo por la reja de la ventana. A todo el que pasaba por delante de su jardín de enanos, le chistaba. De un pañuelo sacaba unas monedas sudadas y les encargaba azúcar, leche o esos bollitos con crema que le gustaban, ya sabían ellos. Por fin un día, salió del confinamiento. Embozada hasta las orejas, entró en el ultramarinos. Le gustaba empujar la puerta para que sonara la campanilla y acercarse al mostrador, por encima del cual flotaban olores intensos a bacalao y especias. Al reconocerla, Maruxa, la tendera, le dijo que la echaban de menos en los lavaderos. Había más mujeres y enseguida se animó la conversación. En boca de todo aquel que aparecía en la televisión andaba una palabra que ninguna entendía: consenso, y querían saber si ella, que había estado en Madrid, sabía lo que era.
Además de esas palabrejas, a todas les inquietaba el panorama político que se desplegaba por el país. Los exiliados volvían a casa y las mujeres reivindicaban libertades que ellas no entendían para qué servían. En la televisión veían que, mientras ETA ponía bombas y la gente corría manifestándose y lanzando petardos por las calles de Madrid, el rey se confabulaba con ese tal Adolfo Suárez. ¿Pero y lo guapo que es?, decían algunas. ¡Y cómo se enciende el cigarrillo!
Se comentaba que Santiago Carrillo había vuelto del exilio y que andaba suelto por ahí, disfrazado de mujer con peluca y pechos. También que el PCE iba a ser legalizado y hasta se rumoreaba que Dolores Ibárruri, la Pasionaria, estaba a punto de pisar el país.
–Eso del consenso se refiere... se refiere a lo que hacen un hombre y una mujer en la cama pero sin amor –se atrevió a decir una mujer que había ido a por lentejas al ultramarinos.
–Lo entendiste mal –susurró otra–. El consenso es más bien el fruto de esas relaciones.
Las miradas se dirigieron entonces a Jesusa, que esperaba su turno.
–Veréis, hijas...
La costurera bajó la voz. En torno a ellas se hizo un silencio solo interrumpido por el piar de unos gorriones posados en el tendido eléctrico y el lejano quejido de una sierra. Maruxa salió por detrás del mostrador para cerrar la puerta del ultramarinos.
–... esa palabra, que jamás oiréis de mí, porque me ensuciaría las encías, es un repeluzno de Luzbel. Solo produce caries, flojera de piernas y debilidad general. Y no os doy más detalles, que para eso tenéis imaginación.
Reventaban de risa, las mujeres.
–¿Y democracia, Jesusa? ¿Qué quiere decir «democracia»?
No hacía mucho, la costurera había escuchado con atención un programa de televisión en el que un periodista explicaba a la ciudadanía en qué consistía eso de la democracia. Ansiosa de vomitar los conocimientos mal digeridos, se lanzó a explicar:
–El término –dijo– viene del griego.
–¿Del griego? –preguntó Pacucha, fascinada–. ¿Tú sabes griego?
–Un poco –respondió la otra–. La palabra viene de la unión de demos y kratos. Y como su nombre indica –hizo un silencio para mirar a la concurrencia– significa «gobierno del demonio».
–¿Gobierno del demonio? –preguntó una mujer.
Jesusa se cruzó las manos por delante del vientre.
–Lo que escuchaste –confirmó.
Como era la que más horas pasaba en los lavaderos, disponía de información de primera mano acerca de todas y cada una de las personas de Oguiño, nacimientos y decesos, juicios y reyertas. Porque lavar nunca consistía solo en lavar. Consistía en frotar la pastilla de jabón y una pregunta sobre quién se había casado, o quién había fallecido esa última semana; en retorcer la sábana y una queja sobre Fulanita que había faltado a misa, y un repaso sobre quién se hallaba enfermo, y hasta a quién le había salido un grano en el culo. Cuando se moría una vaca, se arruinaba la cosecha o había algún lío de faldas, lo primero que a muchas se les pasaba por la cabeza era: tengo que ir a los lavaderos a contárselo a Jesusa.
Con el paso del tiempo, hubo algo que sí empezó a hacer la competencia a la costurera: el televisor. En el pueblo siempre había existido el de la taberna y el de la casa de Jesusa, pero poco a poco fue entrando en los otros hogares. En el de Lucha, que nunca quiso tener frigorífico –sabía de una mujer que, yendo a coger la leche, se había quedado atrapada dentro; la encontraron tres días después con filamentos de pelo blanco, congelada–, apareció con el primer dinero que percibió del finiquito de la conservera. Todos los domingos, después de comer, en lugar de acudir al lavadero, se sentaba con Cristal a ver La casa de la pradera. Si estaba fregando; en cuanto oía la melodía, soltaba la cazuela, se secaba las manos en el mandil, gritaba, ¡nena, el serial!, corría a sentarse y ya. Ya estaba ella rodando por la pradera junto a las tres niñas rubitas con cofia y el perro; ya estaba ella sentada a la mesa de la familia del guapo Charles («Char Inglés», como lo llamaba ella), saboreando los pasteles caseros que hacía...; ya estaba ella atravesando ríos dentro de una carreta; hablando con toda naturalidad con los indios o metida en una discusión entre Laura y la malévola Nellie de tirabuzones y lazos, que tenía un hermano igual de asqueroso llamado Willy.
Un día, en los lavaderos, la costurera cogió a Cristal por banda. Tras oír que la niña andaba preguntando por su madre, decidió intervenir en el asunto. Por más que el asunto ni le iba ni le venía, estaba convencida de que el desmesurado interés que mostraba por la gente no era algo personal, sino un don divino con el que tenía que ayudar al prójimo.
–Nena –le susurró girando la cabeza a un lado y a otro, como hacia siempre que quería generar un aire de confidencias con su interlocutor (esto era algo que había copiado de doña Pilar Primo de Rivera, en sus años de trabajo para la Sección Femenina)–, me han dicho que andas preguntando por ahí por tu madre.
Cristal dejó de restregar la pastilla de jabón sobre la camisa y la miró. Por entonces la niña tendría ya unos once años y, salvo por algún encuentro esporádico como el de aquella vez que la ayudó a cargar con su abuela, apenas conocía a la costurera.
–No sacarás nada en claro –prosiguió la otra–. Ya sabes que aquí la gente tiene la memoria averiada. Y luego están los que no la tienen tan mal, pero no quieren hablar por miedo. –Bajó el tono–. Todo tiene origen en el naufragio. Pasaron muchas cosas los días posteriores, pero solo los mayores las conocen. Ese es el nudo gordiano –añadió sin tener ni idea de lo que era aquel nudo.
La niña siguió retorciendo la camisa sin hacer comentario alguno. Del naufragio le había hablado su abuela, aunque siempre de una manera confusa y fragmentaria. El barco que se hundía en aquella gélida noche del dos de enero de 1921 y el segundo oficial, apodado el Toneladas, que se negó a subir a bordo de las dornas por miedo a hundirlas, y que nadó durante toda la noche hasta la orilla; los cuerpos que sacaron del agua, los homenajes que les hicieron a las rescatadoras. A veces también le hablaba del tesoro del Santa Isabel. De todos los objetos de valor que llevaban los emigrantes y que los habitantes de la isla habían escondido por alguna parte. Cuando le narraba estas cosas, siempre concluía sacándose de entre los pechos la medalla de heroína que le concedieron y desovando un beso sonoro y húmedo sobre ella. Pero a Cristal jamás le había interesado mucho todo aquello. Porque poco tenía que ver con su madre.
Sabía que la costurera era una chismosa y se abstuvo de preguntar.
–Pero yo te puedo contar muchas cosas de eso que tú quieres saber –prosiguió esta–. Soy joven y tengo la memoria tan intacta como mi virginidad.
Dejó de lavar y, de rodillas como una penitente, dejando al descubierto unos muslos blancos y amorcillados, avanzó hasta ella. Una vaharada a ajos quedó flotando en el aire. Al ver el ojo de vidrio tan cerca, la niña se echó instintivamente para atrás.
–Lo que pasó es que, cuando tu madre volvió a Oguiño contigo, estaba enferma –dijo Jesusa sacudiendo la cabeza–. Y poco antes de morir, no tenía ni un colchón sobre el que acostarse; tus abuelos se lo negaron. –Se detuvo y clavó en la niña su ojo de besugo–. El cura y hasta don Braulio les habían prohibido asistirla, por el estilo de vida que llevaba, ¿no sabes? –Volvió a mirar a un lado y a otro–. Ahora no te puedo contar más. Al menos aquí. Pero si vienes mañana a mi casa, te lo explico.
Ese mismo día, en la mesa, la niña repitió, con morbosa fascinación, lo que había oído decir a Jesusa sobre su madre.
–Debió de haber sufrido mucho con la enfermedad.
Lucha parecía fatigada; no contestó.
–Bueno, y vosotros también. Dice Jesusa... pues me dijo que el cura no os dejó cuidarla...
El abuelo masticaba de forma sonora. Lucha iba y venía retirando platos. Le dejó a su marido la pastilla junto a un vaso de agua. Por fin se sentó. Cristal sostuvo la cuchara en el aire antes de volver a hablar.
–También me dijo que al morir no tenía siquiera un colchón y que estaba tirada en el suelo. Pero eso no es verdad, ¿no? Se lo inventa la Ollomol...
–Ahora que la nena menciona a la cara de besugo, ¿recogiste mi camisón, Lucha? –terció de pronto Manuel, sin duda para cambiar de tema.
–Tu camisón, tu camisón... –contestó Lucha con las greñas sueltas, flotando en el caldo. Cristal vio que las aletas de su nariz se abrían y cerraban–. ¿Para qué querrás tú un camisón de mujer?
Para sorpresa de todos, en especial de Lucha, Manuel había encargado un camisón a la costurera. Un día, apareció por los lavaderos mientras las mujeres en combinación chapoteaban y se enjabonaban unas a otras. Se quedó mirando un rato el espectáculo, levantó un brazo y apuntando con un dedo, dijo:
–Yo quisiera un camisón así, pero abierto por el culo.
El caso es que, entre las risas de las otras mujeres, que le preguntaban si tenía prostatiti...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Créditos