Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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Panorama de narrativas

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La locura y el horror han obsesionado mi vida, escribe el autor. Los libros que he escrito no hablan de otra cosa. Después de El adversario, quise escapar. Creí que escapa­ba amando a una mujer y realizando una investigación. La investigación fue sobre mi abuelo paterno, que desa­pareció en 1944 y, probablemente, fue ejecutado por colaborar con los alemanes. Es el fantasma que ator­menta a nuestra familia. Para exorcizarlo seguí caminos que me llevaron hasta una pequeña ciudad perdida de la provincia rusa, donde permanecí largo tiempo a la es­pera de que ocurriese algo. Y ocurrió: un crimen atroz. La locura y el horror volvían a darme alcance. También en mi vida amorosa: escribí para la mujer que amaba un relato erótico que debía irrumpir en la realidad, y la rea­lidad desbarató mis planes. Nos precipitó a una pesadi­lla. De todo esto hablamos aquí: de situaciones que ela­boramos para dominar la realidad y de la forma terrible en que ella las asume para respondernos.

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Información

Año
2008
ISBN
9788433933393
Categoría
Literatura
Índice
Portada
Créditos
Notas

1

El tren rueda, es de noche, hago el amor con Sophie en la litera y ella es ella. Los compañeros de mis sueños eróticos suelen ser difíciles de identificar, son varias personas a la vez sin tener la cara de ninguna, pero aquella vez no, reconocí la voz de Sophie, sus palabras, sus piernas abiertas. En el compartimento del coche cama donde hasta entonces estábamos solos entra otra pareja: el señor y la señora Fujimori. Ésta se nos une, sin remilgos. El entendimiento es inmediato y muy risueño. Sostenido por Sophie en una postura acrobática, penetro a la Fujimori, que pronto experimenta un rapto de placer. En ese momento, el señor Fujimori nos comenta que el tren ya no avanza. Está detenido en una estación, quizá desde hace un rato. Inmóvil en el andén iluminado con lámparas de sodio, un miliciano nos observa. Corremos las cortinas a toda prisa y, convencidos de que el miliciano va a subir al vagón para pedirnos cuentas de nuestra conducta, nos apresuramos a ponerlo todo en orden y a vestirnos para estar dispuestos, cuando él abra la puerta del compartimento, a asegurarle con el mayor aplomo que no ha visto nada, que lo ha soñado. Todo sucede en una mezcla excitante de aturdimiento y de risa tonta. Sin embargo, explico que no hay motivo de risa: corremos el riesgo de que nos detengan, nos lleven al puesto mientras el tren parte y Dios sabe lo que sucederá después, se perderá nuestro rastro, palmaremos sin que nadie nos oiga gritar en un calabozo subterráneo en el fondo de este pueblecito fangoso de la Rusia profunda. Sophie y la Fujimori se desternillan aún más al oír mis inquietudes, y al fin yo también río con ellas.
El tren se ha detenido, como en el sueño, a lo largo de un andén desierto pero vivamente iluminado. Son las tres de la madrugada, en alguna parte entre Moscú y Kotelnich. Tengo la garganta seca, dolor de cabeza, he bebido demasiado en el restaurante antes de partir a la estación. Con cuidado de no despertar a Jean-Marie, tendido en la otra litera, me infiltro entre las cajas de material que atestan el compartimento y salgo al pasillo, en busca de una botella de agua. En el vagón restaurante donde, unas horas antes, nos hemos ventilado los últimos vodkas, ya no sirven. La luz se reduce a una lamparita por mesa. Cuatro militares, que han tomado sus precauciones, siguen no obstante la juerga. Cuando paso junto a ellos me ofrecen un vaso que declino y, al seguir avanzando, reconozco a Sasha, nuestro intérprete, desplomado sobre su asiento y roncando fuertemente. Me siento un poco más lejos, calculo el desfase horario, medianoche en París, no es demasiado tarde, intento llamar a Sophie para contarle este sueño que me parece extraordinariamente prometedor pero el móvil no tiene cobertura y entonces abro mi libreta y lo anoto.
¿De dónde salen los Fujimori? No me lo pregunto mucho tiempo. Es el nombre del presidente peruano, de origen japonés, sobre el cual había un artículo en Libération esta mañana. Lo he leído en el avión, en diagonal: los asuntos de corrupción que acaban de costarle el cargo no me apasionan. En la página de enfrente, en cambio, otro artículo me ha intrigado. Hablaba de unos japoneses desaparecidos cuyas familias estaban convencidas de que los habían secuestrado y retenido en Corea del Norte, algunos desde hacía treinta años. Ningún hecho reciente explicaba este artículo, del que cabía preguntarse por qué aparecía aquel día y no algún otro, e incluso aquel año en vez de otro: no había habido una manifestación organizada por las familias ni un aniversario ni un elemento nuevo en el expediente, archivado desde hacía mucho tiempo, si es que alguna vez había estado abierto. Daba la impresión de que el periodista había entablado por azar, en el metro, en un bar, relación con gente cuyo hijo o hermano había desaparecido sin dejar rastro en los años setenta. Para afrontar el horror de la incertidumbre, esas personas se habían contado esta historia y luego, mucho después, se la habían contado a un desconocido que a su vez la contaba. ¿Era una historia verosímil? ¿Había tal vez, a falta de pruebas, presunciones que la sostuvieran, una argumentación, al menos? Me parece que de haber sido yo el redactor jefe del periodista le habría pedido que llevara más lejos su investigación. Pero no, él informaba solamente de que unas personas, unas familias, creían que sus parientes desaparecidos estaban presos en campos de Corea del Norte. Muertos o vivos, ¿cómo saberlo? Lo más probable era que muertos, de hambre o a causa de los golpes de los carceleros. Y si aún vivían, no debían de tener ya nada en común con los jóvenes a los que se había visto por última vez treinta años antes. Si les encontraban, ¿qué podrían decirles? Y ellos, ¿qué dirían? ¿Era deseable encontrarlos?
El tren se ha puesto en marcha, atraviesa bosques. No hay nieve. Los cuatro militares se han ido a dormir por fin. En el vagón restaurante donde tiemblan las lamparillas sólo quedamos Sasha y yo. En un momento de la noche, Sasha se agita y se incorpora a medias. Su cabezota con el pelo revuelto surge de detrás del respaldo del asiento. Me ve escribiendo sentado a una mesa y frunce el entrecejo. Le dirijo una pequeña señal aplacadora, como diciendo: vuelve a dormir, todavía hay tiempo, y él se queda dormido, sin duda seguro de que ha soñado.
Cuando fui cooperante en Indonesia, hace veinticinco años, circulaban entre los viajeros historias horripilantes y en su mayoría ciertas sobre las cárceles donde encierran a la gente a la que han detenido con droga. En los bares de Bali siempre había un barbudo con una camiseta sin mangas contando que él se había librado por los pelos y que un amigo suyo, menos afortunado, purgaba en Bangkok o Kuala Lumpur ciento cincuenta años de muerte lenta. Una noche en que hablábamos de esto desde hacía horas, con una indiferencia feroz, un tipo al que yo no conocía contó otra historia, quizá inventada, quizá no. Era la época en que existía aún la Unión Soviética. El tipo explicaba que cuando tomas el transiberiano está estrictamente prohibido bajarse en el itinerario, apearse por ejemplo en una estación para hacer turismo mientras esperas el siguiente tren. Ahora bien, parece ser que a lo largo de la vía férrea hay ciudades perdidas donde se encuentran unos hongos alucinógenos excepcionales: la historia, según el público, puede contarse modificando el reclamo: alfombras muy raras y muy baratas, joyas, metales preciosos... Así que algunos audaces se arriesgan a desoír la prohibición. El tren para tres minutos en una pequeña estación de Siberia. Hace un frío que pela, no hay ciudad, sólo cabañas: una zona siniestra, fangosa, que parece despoblada. Sin hacerse notar, el aventurero se apea. El tren parte, él se queda solo. Con su mochila a la espalda, abandona la estación, es decir, el andén de tablones podridos, chapotea en los charcos, entre empalizadas y alambradas, y se pregunta si en realidad ha sido una buena idea. El primer ser humano con el que topa es una especie de gamberro degenerado que le sopla a la cara un aliento espantoso y le suelta un parlamento cuyos matices se pierden (el viajero sólo habla unas palabras de ruso, y lo que habla el vándalo quizá no sea ruso), pero el sentido general es claro: no puede pasearse así, va a detenerle la policía. ¡Milicia!... ¡Milicia! Sigue un torrente de palabras incomprensibles, pero, con ayuda de la mímica, el viajero comprende que el vagabundo le ofrece hospedarle hasta el próximo tren. No es una propuesta muy atrayente, pero no tiene alternativa y quizá, en definitiva, se presente la ocasión de hablar de hongos o de joyas. Sigue a su anfitrión y entra en un cuchitril infecto, calentado por una estufa humeante, donde están reunidos otros tipos aún más patibularios. Sacan una botella de matarratas, beben, hablan mirando al forastero, repiten a menudo la palabra milicia, es la única que él reconoce y, con razón o sin ella, se imagina que hablan de lo que sucederá si cae en manos de la milicia. No se librará de una buena multa, ¡oh, no!, todos se ríen a mandíbula batiente. No, no volverán a verle nunca. Aunque le esperen en la terminal, en Vladivostok, se percatarán de su ausencia y punto. Por más escandalera que armen su familia, sus amigos, nunca lo sabrán, nunca intentarán averiguar dónde desapareció. El viajero trata de razonar consigo mismo: quizá no es en absoluto lo que dicen, quizá hablan de las mermeladas que hacen sus abuelas. Pero no, sabe muy bien que no es así. Sabe muy bien que hablan de la suerte que le espera, ya ha comprendido que más le habría valido caer en manos de esos milicianos corruptos con que le amenazan tan jovialmente, que de hecho todo habría sido mejor que esta choza de planchas mal juntadas, que estos alegres compinches desdentados cuyo círculo se cierra ahora a su alrededor, que siempre con aire de broma empiezan a pellizcarle la mejilla, a darle papirotazos, empellones, a enseñarle cómo hacen los milicianos hasta el instante de dejarle inconsciente y de despertar más tarde, en la oscuridad. Está desnudo en el suelo de tierra batida, tiembla de frío y de miedo. Al extender el brazo comprende que le han encerrado en una especie de cobertizo, y que está perdido. La puerta se abrirá en cualquier momento, los campesinos que se reían tanto vendrán a golpearle, a pisotearle, a sodomizarle, a divertirse un poco, en suma, no hay tantas ocasiones para hacerlo en Siberia. Nadie sabe dónde está, nadie acudirá en su auxilio, está a su merced. Cuando se espera la llegada de un tren deben de merodear por la estación con la esperanza de que algún imbécil viole la prohibición: ése es para ellos. Lo usarán de mil maneras hasta que reviente, y luego esperarán al próximo. Por supuesto, el viajero no se dice todo esto de una forma tan razonable, sino a la manera de un hombre que recobra el conocimiento en una caja estrecha donde no ve nada, no oye nada, no puede moverse y tarda algún tiempo en comprender que le han enterrado vivo y que todo el sueño de su vida conducía a esto, y que es la realidad, la última, la verdadera, de la que no despertará nunca.
Está ahí.
Yo también, en cierto modo, estoy ahí. Lo he estado toda mi vida. Para imaginarme mi condición, siempre he recurrido a historias de este género. Me las he contado de niño y después las he contado. Las he leído en libros y después he escrito libros. Me gustó durante mucho tiempo. Gozaba sufriendo de una manera particular mía y me convertía en un escritor. Hoy día ya me he cansado. Ya no soporto ser prisionero de este guión triste e inmutable, sea cual sea el punto de partida en que me encuentre para tejer una historia de locura, de hielo, de encierro, para dibujar el plano de la trampa que debe destruirme. Hace unos meses publiqué un libro, El adversario, que me tuvo preso siete años y me dejó exangüe. Pensé: ahora se acabó, haré otra cosa. Voy hacia el exterior, hacia los demás, hacia la vida. Para eso estaría bien hacer reportajes.
Lo divulgué a mi alrededor y no tardaron en proponerme uno. No era cualquier cosa: la historia de un húngaro desventurado que, capturado al final de la Segunda Guerra Mundial, pasó más de cincuenta años encerrado en un hospital psiquiátrico en lo más recóndito de Rusia. Todos nos dijimos que era un tema para ti, repetía con entusiasmo mi amigo el periodista, lo cual, por supuesto, me exasperó. Que piensen en mí cada vez que se trata de un tío encerrado toda su vida entre las paredes de un manicomio es precisamente algo de lo que ya no quiero saber nada. No quiero ser el que se interesa por esta historia. Que, sin embargo, evidentemente me interesa. Y además la historia sucede en Rusia, que no es el país de mi madre porque no nació allí, sino el país donde se habla la lengua de mi madre, la lengua que hablé un poco de niño y después olvidé totalmente.
Dije que sí. Y unos días después de haber dicho que sí conocí a Sophie, lo que de otra manera me dio la impresión de que empezaba algo nuevo. Durante toda la cena en el restaurante tailandés cerca de Maubert, le conté la historia del húngaro, y esta noche, en el tren que me lleva a Kotelnich, vuelvo a pensar en mi sueño y me digo que contiene todo lo que me paraliza: la mirada de un miliciano cuando hago el amor, la amenaza o más bien la certeza del encarcelamiento, de la trampa que se cierra, y de que todo esto, no obstante, es ligero, activo, alegre, como los retozos improvisados con Sophie y la misteriosa Fujimori. Me digo que sí, voy a contar la historia de un encierro, y que será también la historia de mi liberación.
Lo que sé de mi húngaro cabe en algunos despachos de la Agence France-Presse que datan de agosto y septiembre de 2000. Aquel pequeño campesino de diecinueve años fue arrastrado por la Wehrmacht en su retirada y después capturado por el Ejército Rojo en 1944. Internado primero en un campo de prisioneros, fue trasladado en 1947 al hospital psiquiátrico de Kotelnich, una pequeña ciudad a ochocientos kilómetros al noreste de Moscú. Allí pasó cincuenta y tres años, olvidado de todos, sin hablar casi porque nadie a su alrededor comprendía el húngaro y, por extraño que parezca, nunca aprendió ruso. Le encontraron este año, por puro azar, y el gobierno húngaro organizó su repatriación.
He visto algunas imágenes de su llegada, una crónica de treinta segundos en la televisión. Las puertas de cristal del aeropuerto de Budapest se abren delante de la silla de ruedas en que se acurruca un pobre anciano asustado. La gente que le rodea está en camiseta, pero él lleva un gorro grueso de lana y tirita bajo una capa escocesa. Una pernera del pantalón está vacía y recogida con un imperdible. Los flashes de los fotógrafos crepitan y le deslumbran. Alrededor del coche en que lo meten, mujeres de edad se apretujan haciendo grandes gestos y gritando nombres de pila distintos: «¡Sándor! ¡Ferenc! ¡András!» Más de ochenta mil soldados húngaros fueron declarados desaparecidos después de la guerra, hace muchos años que han dejado de esperarles y de pronto vuelve uno, cincuenta y seis años más tarde. Está más o menos amnésico, hasta su nombre es un enigma. Los registros del hospital ruso, que constituyen sus únicos documentos de identidad, le llaman indistintamente András Tamas, András Tomas, Tomas András, pero él mueve la cabeza cuando pronuncian estos nombres en su presencia. No quiere o no puede decir el suyo. Esto explica que en el momento de su repatriación, cubierta por la prensa húngara como un acontecimiento nacional, decenas de familias creen reconocer en él al tío o al hermano desaparecido. Las semanas que siguen a su regreso, la prensa da prácticamente cada día noticias de él y de la investigación. Por un lado reciben e interrogan a las familias que le reclaman y por el otro le interrogan a él, intentan despertar sus recuerdos. Le repiten nombres de pueblos y de personas. Un despacho informa de que por el Instituto Psiquiátrico de Budapest, donde le tienen en observación, desfilan anticuarios y coleccionistas convocados por los médicos para mostrarle gorras de uniformes, galones, monedas antiguas, objetos que se supone que evocan la Hungría de la época que él conoció. Reacciona poco, masculla más que habla. Lo que ocupa el lugar de su lengua no es realmente el húngaro sino una especie de dialecto privado, el del monólogo interior que ha machacado durante su medio siglo de soledad. Subsisten fragmentos de frases que hablan de la travesía del Dniéper, de zapatos que le han robado o que él teme que le roben, y sobre todo de la pierna que le han cortado, allá en Rusia. Quisiera que se la devolviesen o que le diesen otra. Título del despacho: «El último prisionero de la Segunda Guerra Mundial reclama una pierna de madera.»
Un día le leen Caperucita roja y llora.
Al cabo de un mes concluye la investigación, confirmada por tests de ADN. El reaparecido se llama András Toma, pero en Hungría dicen Toma András, Bartók Béla, el apellido antes del nombre, como en Japón. Tiene un hermano y una hermana, más jóvenes que él, que viven en un pueblo en el extremo oriental del país, el mismo que abandonó hace cincuenta y seis años para ir a la guerra. Están preparados para acogerle en su casa.
Al ir en busca de información, me entero, por una parte, de que el traslado de András de Budapest a su pueblo natal no tendrá lugar hasta dentro de unas semanas, y, por otra, que el 27 de octubre el hospital psiquiátrico de Kotelnich festeja...

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