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Una ingeniosa reflexión sobre la producción literaria a través de la obra de Nikolái Gógol que es, a su vez, una lectura iluminadora sobre los propios procesos de escritura de Nabókov.

Un genio ruso del siglo XX escribe sobre un genio ruso del siglo XIX. Nabokov aborda la figura y la obra de Gógol con perspicacia y erudición. Perfila su vida, lo sitúa en el contexto de la literatura rusa y, al abordar su producción literaria, se centra sobre todo en sus tres obras maestras: El inspector, Almas muertas y El abrigo. Su conclusión es que la superlativa literatura de Gógol se sustenta no tanto en los argumentos de sus libros como en el manejo del lenguaje y la forma. Nabokov hace una lectura iluminadora de quien para él es «el más extraño poeta en prosa que jamás produjo Rusia». Y a través del análisis de los textos de su compatriota, reflexiona sobre unos planteamientos estéticos y un modo de entender la literatura que son los que él reivindica y utiliza en su propia narrativa. El Nabokov ensayista complementa y enriquece al Nabokov novelista.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433943934
Categoría
Literature

1. SU MUERTE Y SU JUVENTUD

1
Nikolái Gógol, el más extraño poeta en prosa que jamás produjo Rusia, murió un jueves por la mañana, un poco antes de las ocho, el 4 de marzo de 1852, en Moscú. Tenía casi cuarenta y tres años: una edad razonablemente madura para él, teniendo en cuenta la vida ridículamente corta que, por lo general, tuvieron otros grandes escritores rusos de su milagrosa generación. Un absoluto agotamiento corporal, resultado de una secreta huelga de hambre (por medio de la cual su malsana melancolía había tratado de contratacar al Diablo), culminó en una aguda anemia cerebral (junto, probablemente, con una gastroenteritis provocada por la inanición), y el tratamiento al que fue sometido, una enérgica purgación y sangría, aceleró la muerte de un organismo ya gravemente deteriorado por los efectos de la malaria y la malnutrición. La pareja de médicos diabólicamente activos que insistieron en tratarlo como si fuese una rata de manicomio cualquiera –con gran alarma por parte de los colegas de estos, más inteligentes pero menos activos– pretendían romper la espalda de la demencia de su paciente antes de intentar arreglar lo que de salud corporal pudiese quedarle aún. Unos quince años antes, Pushkin, con una bala en las entrañas, había recibido una asistencia médica tan eficaz como para curar un resfriado infantil. El panorama seguía estando dominado por médicos de medicina general alemanes y franceses de segunda categoría, ya que la espléndida escuela de grandes médicos rusos se hallaba aún en ciernes.
Los eruditos doctores que se apiñan en torno a Le malade imaginaire con su latín macarrónico y sus gigantescas bombas para vaciar el vientre dejan de ser divertidos cuando, de pronto, Molière escupe, al toser, su sangre vital sobre aquel turbulento escenario. Es horrible leer la manipulación grotescamente ruda a la que fue sometido el pobre cuerpo debilitado de Gógol cuando todo lo que él pedía era que se le dejase en paz. Tanto con un evidente juicio erróneo de los síntomas como con una clara anticipación de los métodos de Charcot, el doctor Auvers (o Hovert) hacía sumergir a su paciente en un baño tibio en el que se le mojaba la cabeza con agua fría, tras lo cual se lo ponía en la cama con media docena de rechonchas sanguijuelas enganchadas a la nariz. Había gemido y gritado y forcejeado débilmente mientras su lamentable cuerpo (se le notaba el espinazo a través del estómago) era transportado a la profunda bañera de madera; temblaba mientras yacía desnudo en la cama y no dejaba de suplicar que le quitasen las sanguijuelas: estaban colgándole de la nariz y metiéndosele en la boca («Cogedlas, apartadlas», suplicaba) y trataba de quitárselas, de modo que el fornido ayudante del corpulento Auvert (o Hauvers) tenía que sujetarle las manos.
Aunque la escena es desagradable y posee una súplica humana que yo deploro, es necesario explayarse en ella un poco más con el fin de sacar el lado curiosamente físico del genio de Gógol. La barriga es la bella1 de sus historias, la nariz es el galán de las mismas. Su estómago había sido su «más noble órgano interno»: ahora prácticamente había desaparecido y le colgaban demonios de las narices. En los meses anteriores a su muerte se había privado hasta tal extremo de comida que había destruido la prodigiosa capacidad con la que su estómago había sido una vez bendecido, pues nadie había aspirado tal número de macarrones ni comido tantas tartas de cerezas como este delgado hombrecito (uno recuerda las «rechonchas barriguitas» que ha dado a los que, si no, habrían sido sus encanijados Dobchinski y Bobchinski en El inspector). Su gran nariz afilada era de una longitud y movilidad que en los días de su juventud había sido capaz (teniendo algo de contorsionista aficionado) de juntar, en un contacto espantosamente desagradable, la punta de la misma con el labio inferior; esta nariz era su parte exterior más aguda y esencial. Era tan afilada y larga que podía «penetrar personalmente, sin la ayuda de los dedos, en la más pequeña tabaquera, si es que, por supuesto, no venía un chiquenaude1 a repeler a la intrusa» (de una de las cartas de Gógol a una joven dama: de ahí la picardía). Nos encontraremos con el leitmotif nasal a lo largo de toda su imaginativa obra y resulta difícil encontrar a cualquier otro autor que haya descrito con tanto entusiasmo olores, estornudos y ronquidos.2 Siempre hay uno u otro héroe que entra en la historia arrastrando, como si dijéramos, su nariz en una carretilla... o que hace su entrada como el forastero del cuento de Slawkenburgius de Sterne. Hay una orgía de consumo de rapé. A Chíchikov, en Almas muertas, se le presenta con el extraordinario trompetazo que emite al utilizar el pañuelo. Las narices gotean, las narices se mueven de forma nerviosa, a las narices se las toca cariñosa o bruscamente; un borracho intenta serrar la nariz de otro; los habitantes de la luna (así lo descubre un loco) son Narices.
Esta conciencia nasal dio al fin como resultado la escritura de una narración, La nariz, que verdaderamente constituye un himno a dicho órgano. Un freudiano podría sugerir que en el desordenado mundo de Gógol los seres humanos están vueltos del revés (en 1841 Gógol declaró con total tranquilidad que un consejo de doctores en París había descubierto que tenía el estómago puesto al revés), de tal modo que el papel de la nariz está desempeñado por algún otro órgano y viceversa. Que la «fantasía engendrara la nariz o la nariz engendrara la fantasía» no es esencial. Considero más razonable olvidar que la exagerada preocupación de Gógol por las narices se basaba en el hecho de que la suya fuese anormalmente larga y tratar el olfativismo de Gógol –e incluso su propia nariz– como una estratagema literaria relacionada con el humor grosero de los carnavales en general y con el humor nasal ruso en particular. Nosotros estamos «alegres de narices» o «tristes de narices». El despliegue de alusiones nasales que tiene lugar en una famosa escena del Cyrano de Bergerac de Rostand no es nada comparado con los cientos de refranes y dichos rusos que giran en torno a la nariz: la colgamos de abatimiento, la alzamos de gloria; se aconseja a la mala memoria que se haga una muesca en ella, y te la suena tu vencedor; se utiliza como medida de longitud al hacer referencia a algún acontecimiento inminente de naturaleza más o menos amenazadora; hablamos, más de lo que lo hacen otras naciones, de conducir a alguien agarrándolo de ella o de dejar a alguien con dos palmos de ella; el hombre soñoliento «pesca» (como si tirase la caña) con ella en lugar de dar cabezadas; de una grande se dice que tiende un puente sobre el Volga o que ha estado creciendo durante un siglo; sentir un hormigueo dentro de ella presagia una buena noticia, mientras que un grano en su punta significa que se avecina una juerga. Cualquier escritor que hiciese alusión, digamos, a una mosca posándose en la nariz de un hombre se ganaba por ello en Rusia la reputación de humorista. En sus obras de juventud, Gógol siguió automáticamente este método fácil, pero en su obra madura añadió al mismo el toque especial de su singular genio. Lo que hay que destacar es que desde el inicio mismo la nariz como tal resultó una cosa divertida para su mente (como para la de todos los rusos), algo que sobresalía, algo que no pertenecía del todo a su portador y, al mismo tiempo (eso puedo concedérselo también en gran parte a los freudianos), algo peculiar y tremendamente masculino. Resulta casi doloroso el modo que tiene Gógol, al describir a una hermosa doncella, de explayarse en la lisa cualidad, semejante a un huevo, de su rostro.
No es menos cierto que la larga nariz sensible de Gógol había descubierto nuevos olores en la literatura (que llevaron a un nuevo frisson).1 Como reza un dicho ruso, el hombre «con la nariz más larga ve más allá»; y Gógol veía con sus narices. El órgano que en su obra juvenil no era más que un personaje de feria tomado prestado de esa tienda barata de ropa confeccionada llamada «folklore» resultó ser, en el punto álgido de su genio, su más importante aliado. Cuando destruyó su propio genio tratando de convertirse en predicador, perdió su nariz del mismo modo en que Kovalyov perdió la suya (en La nariz, de Gógol).
Este es el motivo por el que existe algo terriblemente simbólico en la patética escena (que un testigo ocular dejó escrita) de los intentos inútiles por parte del hombre moribundo por librarse de los horribles grupos negros de gusanos quetópodos que le succionaban las narices. Podemos imaginar lo que sentía si recordamos también que toda su vida había estado obsesionado por una particular aversión hacia las cosas viscosas, reptantes y furtivas, y esta aversión tenía una especie de fundamento religioso. No se ha intentado aún realizar una descripción científica de las razas geográficas del Diablo; aquí solo pueden anotarse brevemente los caracteres principales de la subespecie rusa. En su tortuosa fase inmadura, que fue aquella en la que Gógol se encontró principalmente a sí mismo, el «Chort» es para los buenos rusos un extranjero enano, un tembloroso y encanijado diablillo de sangre verde con delgadas piernas alemanas, polacas y francesas, un pequeño canalla (podlenky) furtivo con algo inefablemente repelente (gadenky) en él. Aplastarlo provoca una mezcla de náusea y éxtasis; pero tan repugnante es su rastrera esencia negra que ninguna fuerza sobre la tierra podría hacer que uno llevase a cabo esta empresa con la mano desnuda; y una sacudida de eléctrica repugnancia sube como un rayo por cualquier instrumento utilizado, transformando a este último en una prolongación del propio cuerpo. El lomo arqueado de un flaco gato negro o algún inofensivo reptil de garganta palpitante, o de nuevo los delgados miembros y escurridizos ojos de algún picaruelo (el cual era realmente un pícaro porque era escuálido), irritaban especialmente a Gógol por su semblanza al «Chort». El hecho de que su diablo fuese de la clase que ven los borrachos rusos tiende a minimizar el valor de la experiencia religiosa que él se impuso a sí mismo y a los demás. Existen muchos pequeños dioses extraños pero inofensivos que tienen escamas, garras o incluso patas hendidas... pero Gógol jamás se percató de ello. Siendo niño estranguló y enterró a un hambriento y asustadizo gato no porque fuese cruel por naturaleza, sino porque la suavidad escurridiza del cuerpo del pobre animal le daba asco. Una noche le dijo a Pushkin que lo más divertido que había visto en su vida era la visión de un gato macho avanzando a saltos intermitentes a lo largo del tejado candente de una casa en llamas... y, en efecto, la visión de un demonio bailando de agudo dolor entre el mismo elemento en el que él acostumbraba a atormentar a las almas humanas debió de parecer a un Gógol temeroso del infierno una paradoja exquisitamente cómica. Una fría oruga negra que por casualidad le tocó el dorso de la mano mientras estaba cogiendo unas rosas en el jardín de Aksákov1 le hizo volver chillando a la casa. En Suiza se divirtió muchísimo matando a golpes las lagartijas que encontraba a lo largo de los soleados senderos de montaña. El bastón que empleó para tal fin puede verse en un daguerrotipo suyo tomado en Roma en 1845; es muy elegante.
2
Él aparece de medio perfil, sosteniendo aquel delgado bastón con empuñadura de marfil entre los dedos de la mano con la que escribía delicadamente posados sobre la misma (como si el bastón fuese una pluma). Peinado con raya a la izquierda, su pelo largo luce bien cepillado. El acicalado bigote fino corona los desagradables labios. La nariz es grande y puntiaguda, en armonía con los angulosos rasgos del rostro. Una sombra oscura que recuerda a la que solía rodear los ojos de los románticos personajes de las viejas películas cinematográficas confiere a su mirada una expresión hundida y ligeramente «afligida». Lleva un abrigo con anchas solapas y un sofisticado chaleco. Y si la débil huella del pasado pudiese estallar en colores veríamos el tinte verde botella de aquel chaleco salpicado de naranja y amaranto, con el agradable añadido de diminutas manchas azul oscuro por en medio, asemejándose así en su conjunto a la piel de algún exótico reptil.
3
¿Su infancia? Poco interesante. Pasó las habituales enfermedades: paperas, escarlatina y pueritus scribendi. Era un muchacho debilucho, un tembloroso ratoncito, de manos sucias y grasientos cabellos y con pus saliéndole gota a gota de la oreja. Se atracaba de dulces pegajosos. Sus compañeros de clase evitaban tocar los libros que él hubiese estado usando. Al terminar sus estudios en Nezhin, Ucrania, partió hacia San Petersburgo para buscar algún empleo. Su llegada a la capital se torció por un mal resfriado que resultó tanto más desagradable por no sentirse la congelada nariz. De inmediato se gastó unos trescientos cincuenta rublos en ropa nueva (o al menos esa es la cantidad que él cita en una de sus obedientes cartas a su madre). Sin embargo, según una de esas leyendas que Gógol supo urdir tan bien en años posteriores en torno a su propio pasado, el primerísimo paso que dio justo a su llegada fue una visita a Pushkin, a quien admiraba fervientemente sin, por supuesto, poder conocer entonces al gran poeta en persona. El gran poeta estaba aún en la cama y no se le podía ver.
–Qué lástima –dijo Gógol con temor reverencial y compasión–, ¿debe de haber estado trabajando toda la noche?
–Trabajando, en efecto –dijo bufando el ayuda de cámara de Pushkin–. Más bien jugando a las cartas.
A ello siguió una búsqueda de empleo bastante poco metódica, interrumpida esporádicamente con peticiones de dinero a su madre. Se había traído a San Petersburgo unos cuantos poemas, uno de los cuales era una cosa larga y brumosa titulada Hanz (¡sic!) Kuechelgarten, mientras que otro trataba de Italia.
Oh, Italia, tierra exuberante,
por la que suspira mi espíritu que gime,
toda llena de gozo, toda paraíso,
donde el Amor, el lozano Amor florece.
Los versos son, sin duda, propios de la fase inicial de un escritor; con todo, sí ofrece alguna que otra línea extraordinaria, como «Un fogoso viajero procedente de una tierra helada» o «Bajo el sol la ola habla en sueños».
El poema de Kuechelgarten trata sobre un estudiante alemán ligeramente byroniano y contiene imágenes tan singulares –inspiradas a partir de la lectura de demasiadas historias alemanas de luna y cementerio– como:
Un muerto con mortaja blanca
sale estirándose de su sepultura...
Y solemnemente se sacude
el polvo de los huesos, ¡dale!
Esta discordante exclamación es digna de mención en el sentido de que uno, de algún modo, siente cómo el ánimo ucraniano del joven Gógol queda por encima del romanticismo alemán. No hay mucho más que decir del poema que, excepto por este delicioso cadáver, constituye un fracaso completo y de lo más terrible. Escrito en 1827, fue publicado en 1829. Gógol, al que tantos de sus coetáneos han acusado de ser reservado y misterioso, puede quedar disculpado esta vez por mirar ansiosamente con ojos de miope desde detrás de un chapucero seudónimo (V. Alov), para ver qué ocurriría a continuación. Lo que ocurrió fue el completo silencio y después una corta pero devastadora crítica en el Moscow Telegraph. Gógol y su leal sirviente se lanzaron a las librerías, compraron todos los ejemplares de Hanz y los quemaron. Así, la carrera literaria de Gógol comenzó como acabaría unos veinte años más tarde con un auto de fe y, en ambos casos, recibió la ayuda de un obediente aunque profundamente perplejo siervo.
¿Qué lo fascinó en San Petersburgo? Los numerosos letreros de las tiendas. ¿Qué más? El hecho de que los transeúntes hablasen solos y «gesticulasen en voz baja» mientras caminaban. A quienes les guste investigar este tipo de cosas puede resultarles interesante descubrir el tema de los letreros de las tiendas profusamente expuesto en sus últimas obras y a los transeúntes que hablaban entre dientes en el personaje de Akaki Akákievich de El abrigo. Estas conexiones son un poco demasiado fáciles y, por ello, probablemente falsas. Las impresiones no hacen buenos escritores; los buenos escritores se las inventan en su juventud y después las utilizan como si hubiesen sido reales en un principio. Los letreros de las tiendas del San Petersburgo de finales de los años veinte fueron pintados y multiplicados por el propio Gógol en sus cartas con el fin de transmitir a su madre –y tal vez a su propia imaginación– el significado simbólico de la «capital» en contraposición a las «ciudades de provincias» que ella conocía (donde los letreros de las tiendas eran, por supuesto, igual de fasci...

Índice

  1. PORTADA
  2. 1. SU MUERTE Y SU JUVENTUD
  3. 2. EL ESPECTRO DEL GOBIERNO
  4. 3. NUESTRO SEÑOR CHÍCHIKOV
  5. 4. EL MAESTRO Y GUÍA
  6. 5. LA APOTEOSIS DE UNA MÁSCARA
  7. 6. COMENTARIOS
  8. NIKOLÁI VASÍLIEVICH GÓGOL CRONOLOGÍA
  9. NOTAS
  10. CRÉDITOS